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El Cerro

¿Sabe usted por qué se dice que el Cerro tiene la llave? En verdad, la tan repetida frase no está respaldada por ninguna razón. Surge de una guaracha que con ese título compuso Fernando Noa en 1949 y musicalizó Arsenio Rodríguez, el «Ciego maravilloso». Pero si se le da vueltas al asunto, la expresión puede ser cierta porque por el Cerro pasan las conductoras de los tres acueductos que han surtido de agua a La Habana a través de los siglos.

Por el Cerro daremos un paseíto este domingo. Pero antes déjeme decir que lo que es hoy una populosa barriada apenas tenía tres calles en 1863. La calzada que lleva el nombre de la localidad y las calles de Buenos Aires y Tulipán, donde se erigía la residencia del conde de Peñalver, lugar de descanso, por largas temporadas, del obispo Espada. El historiador Jacobo de la Pezuela decía entonces que el Cerro no podía unirse con el cuerpo de La Habana porque «aún los separan grandes espacios despoblados».

Era, en esa fecha, el barrio empresarial y diplomático por excelencia. El Miramar de hoy, diríamos. Eliza McHatton-Ripley, una norteamericana que vivió en Cuba entre 1865 y 1875 y que publicaría un delicioso libro de memorias sobre su estancia en la Isla (From flag to flag; Nueva York, 1889) quiere, mientras hace las gestiones pertinentes para comprar un ingenio azucarero, instalarse en el Cerro, donde «las calles eran más anchas y las casas tenían espacio para respirar». Busca una casa pequeña, pero en la barriada todas lo parecen desde la calle para extenderse luego, hacia el fondo, en un número indefinido, casi ilimitado, de aposentos. Encuentra al fin una que más o menos le acomoda y apunta en su libro que la ubicación de la vivienda es su mayor atractivo. Eliza vive directamente enfrente del cónsul inglés, a un tiro de piedra del cónsul alemán, al doblar del representante ruso, mientras que en las inmediaciones se asientan comerciantes y hombres de negocios, lo que es para ella una agradable compañía.

Ya en el siglo XX, la embajada de Estados Unidos de Norteamérica estuvo emplazada durante largos años en la quinta de Echarte, en Santa Catalina 4, en esa barriada.

Leones de piedra

Los orígenes del Cerro se sitúan en los albores del siglo XIX, cuando se estableció allí una hacienda que terminó dando nombre al lugar.

En 1807 se construyó en la localidad una iglesia de madera. La edificación se hizo inservible y en 1843 fue sustituida por otra de mampostería, dedicada a San Salvador, por haberla patrocinado don Salvador de Muro, marqués de Someruelos, entonces gobernador de la Isla.

Las primeras casas de la barriada fueron construidas, por los habitantes más acaudalados de la capital, a un lado y al otro de la Calzada, que conectaba a la capital con Marianao y con la Vueltabajo. Unos pasaban en ellas los meses de mayor calor; otros, las habitaban durante todo el año, trasladándose a La Habana solo para sus ocupaciones y negocios.

Las casas por lo general eran de una sola planta. Constituyeron una derivación de la casona criolla. Con pisos de mármol y altos puntales. Rodeadas de amplios jardines. Tenían un gran portal que las rodeaba por los costados. Se entraba a la sala espaciosa. Y a la sala seguía la saleta que daba directamente al gran patio central. Las habitaciones se hallaban a ambos lados del patio. Se comunicaban entre sí y todas se abrían a la galería que lo rodeaba.

Al fondo estaban el comedor, la cocina y las habitaciones de la servidumbre que daban a su vez sobre otro patio más pequeño que el anterior. El cuarto de baño y los servicios sanitarios estaban también al fondo, aunque en algunas de estas casas había en el jardín un pequeño pabellón, de forma redonda u octagonal, con persianas, y ocupada casi toda su área por una piscina que se utilizaba para los baños habituales.

De dos plantas, sin embargo, es la quinta de los condes de Santovenia, edificada en Calzada del Cerro y Patria, entre 1832 y 1841; edificio verdaderamente señorial, de estilo neoclásico, italianizante. Un verdadero Trianón no solo por su estilo, sino por su exquisito refinamiento. Su fachada frontal mide 40 metros de largo, y su sala de recepciones tiene 16 metros de frente por seis de fondo. En esa casa se hospedó el archiduque Alejo, hijo de Alejandro II, zar de Rusia, y también dos príncipes de la Casa de Orleans que luego serían reyes de Francia con los nombres de Luis Felipe y Carlos X.

Los condes de Santovenia, luego de vivir la casa durante años, la pusieron en venta y fue adquirida por los albaceas testamentarios de otra acaudalada señora, con objeto de instalar allí un asilo de ancianos. Ese asilo, atendido por Hermanas de la Caridad, se llama en verdad Susana Benítez, que era el nombre de la benefactora. Pero todos los habaneros lo conocen como Santovenia.

Sucede lo mismo con la iglesia situada en Calzada del Cerro y Tulipán. Se le llama del Corazón de María por su gran escultura frontal que tiene dicho nombre en una cenefa cuando el verdadero es el de San Salvador del Mundo.

Entre otras muchas, muy valiosa en el Cerro es la quinta del conde de Fernandina, que ocupa el número 1257 de la Calzada. Más reducida, pero tan lujosa como la anterior. Menos solemne, pero más graciosa. La construyó, en 1819, el primer conde y su sucesor se empeñó en engrandecerla. El tercer conde contrajo matrimonio con la habanera Serafina Montalvo. Se fue a París el matrimonio y allí a Serafina le entró el loco y desmedido afán de competir, en joyas y vestidos, caballos y carruajes, nada menos que con la emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, sin más consecuencia que la de llevar a la ruina a los Fernandina, que perdieron su fortuna y con ella el palacio del Cerro.

Otra residencia digna de mención es la de Leopoldo González Carvajal, dueño de vegas de tabaco en la más occidental de las provincias cubanas y de la marca Cabañas y Carvajal. Tenía don Leopoldo muchísimo dinero e intentaba codearse con lo más exclusivo de la sociedad. Pero la aristocracia lo rechazaba. Le llamaba, con desprecio, el Tabaquero.

Fue Carvajal a España, facilitó no poco dinero al odiado rey Fernando VII y el monarca lo premió con un título nobiliario, marqués de Pinar del Río. Regresó Carvajal a La Habana. Pensó que la nobleza habanera lo aceptaría entonces, pero los nobles siguieron llamándolo por su apelativo de siempre.

La nobleza cubana solía colocar ante las fachadas de sus residencias dos leones de piedra que indicaban su condición. Carvajal mandó a hacérselos de mármol. Y, cuenta la leyenda, que el conde de Fernandina, que era además Grande de España, ordenó retiraran sus leones de piedra a fin de que no sufrieran la afrenta de aquellos otros leones espurios.

Un elevador de soga

El Cerro, aquella barriada aristocrática, tenía, sin embargo, un gran inconveniente. Por allí pasaba la Zanja Real, un foco contaminante. Casi todas las familias más ricas lo abandonaron y las fabulosas mansiones fueron ocupadas por instituciones benéficas, industrias, establecimientos comerciales o se convirtieron en casas de vecindad.

La casa de los condes de Fernandina (actual sede de la Asamblea Municipal del Poder Popular) albergó a la Asociación Cubana, clínica de cierto renombre en su tiempo. La casa del marqués de Pinar del Río pertenece al asilo Santovenia. La quinta de Leonor Herrera fue, con el nombre de Covadonga, la casa de salud del Centro Asturiano. Y la finca de recreo del conde de O’Reilly, la de la Asociación de Dependientes del Comercio de La Habana, con lo que la casa de vivienda del predio se convirtió en el primer pabellón de esa instalación fundada el 11 de abril de 1880. Se trató entonces de una inversión de 6 984,25 pesos. Disponía de un capital de 847 pesos y contaba con 677 socios. En 1955, el capital ascendía a 4 652 106,00 pesos; había ingresos por 2 865 262,00 pesos, egresos por 2 808 958,00 pesos y contaba con 74 468 asociados.

Por cierto, fue en Dependientes (hoy, hospital 10 de Octubre) donde, en 1907, se realizó por primera vez en Cuba y por segunda vez en América una sutura de corazón. El doctor Bernardo Moas, primer cirujano de la clínica, se la practicó a un paciente que sobrevivió 18 días tras la operación, lo que se consideró todo un éxito dado el estado de la Medicina y los recursos de que disponía el centro. El proceder de Moas fue muy elogiado por los doctores Carlos J. Finlay y Joaquín Albarrán.

Fue también en Dependientes donde funcionó, en 1958, el primer servicio de parto sin dolor que existió en Cuba. Lo introdujo el doctor José Ramón Fernández, ginecólogo y cirujano partero, luego de un viaje de estudios que lo llevó a EE. UU. y las principales capitales europeas.

Por el área de terreno donde se asentaba, Covadonga (hospital Salvador Allende) era el mayor centro de salud de Cuba, superado solo por el hospital Calixto García. Dependientes, sin embargo, aventajaba a Covadonga por el número de sus pabellones (25) y, por tanto, su capacidad de ingreso.

No todos los centros hospitalarios de la barriada eran de esas dimensiones. Los había pequeños, como aquella clínica que recuerda Sonnia Moro en su libro Nostalgias de una habanera del Cerro, cuya lectura recomendamos. La Bondad, se ubicaba en el número 1263 de la Calzada y se le tenía como la decana de las casas de salud del país. Carecía de elevador convencional y se valían de un artefacto rudimentario para transportar a personas en estado grave, fracturados, operados y recién paridas desde el primer piso hasta el segundo y viceversa. Un cajón donde colocaban al enfermo y que era manipulado por un hombre gracias a una gruesa soga.

Sirique

En el Cerro nació Gustavo Sánchez Galarraga, un poeta hoy olvidado y que algún día habrá que volver a leer a fin de constatar cuánta verdad y cuánta mentira se encierra en la valoración que de él hicieron sus detractores. En la escuela pública número 37 estudió un niño llamado Rubén Martínez Villena. Regía en esa escuela un curioso sistema de educación cívica con una especie de república escolar. Rubén fue elegido presidente de esa república y hasta aquel colegio situado en Tulipán y La Rosa se fue el general Gerardo Machado, entonces secretario de Gobernación en el gabinete de José Miguel Gómez, a fin de entregar personalmente al niño un diploma de reconocimiento. Fue la primera de las dos veces en que se vieron cara a cara y conversaron aquellos dos seres que terminarían siendo enemigos irreconciliables.

En el Cerro nació el pintor Portocarrero y vivió Alfredo González Suazo, que heredó de su padre, famoso árbitro de béisbol, el sobrenombre de Sirique. Era propietario de un taller de tornería, en Santa Rosa entre Cruz del Padre e Infanta, y allí, todos los domingos, a partir de la una de la tarde, congregó durante años a los más famosos trovadores cubanos. Fue la Peña de Sirique, a la que se dedicaron no pocos reportajes y artículos e incluso un documental cinematográfico de José Massip.

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