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¿Duele crecer?

Experimentación, locura, seguir impulsos, pasar sustos… La mayoría de una muestra sondeada por este diario y la literatura especializada ve la adolescencia como una etapa para cometer errores, pero no tienen claros los límites dentro de los que se puede errar sin poner en riesgo la vida o su calidad futura

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

«Ser adolescente en el siglo XXI puede ser más fácil de lo que se ve, pero más difícil de lo que se imagina», escribió un forista hace unas semanas en el sitio web de JR, cuando colgamos una pregunta para saber cómo se veía a sí misma la generación cubana de los tin.*

Antes habíamos asistido a charlas en escuelas pedagógicas de Las Tunas, La Habana y Artemisa, y contactado con decenas de jóvenes de Santiago de Cuba, Matanzas, Santa Clara y Ciego de Ávila a través del correo electrónico y en encuentros con lectores.

Al contrastar los resultados de este sondeo con la opinión de profesionales de la psicología y la sociología que investigan el tema en Cuba y en otras latitudes, obtuvimos una especie de retrato hablado de la adolescencia criolla actual, una generación que decrece numéricamente de manera significativa con respecto al pasado siglo como consecuencia de las bajas tasas de natalidad.

Según un artículo publicado por Infomed, a mediados de 1980 cerca del 23 por ciento de la población cubana tenía entre 10 y 19 años. Hoy apenas llega al 14 por ciento, lo cual equivale a poco más de un millón y medio de adolescentes, con mayor presencia en provincias como La Habana, Santiago de Cuba, Granma y Holguín, según publicó recientemente la revista Somos Jóvenes.

R con R…

«Esto parece un trabalenguas», bromeaba un estudiante capitalino de preuniversitario mientras nos ayudaba a procesar los papelitos entregados anónimamente: «Rebeldía. Riesgos extremos. Resultados inmediatos. Respetar para que te respeten. Resistencia al entorno. Rol de adultos sin dejar de ser niños…».

Así se autodefinían estudiantes de la especialidad de Educación Primaria y Especial en las escuelas pedagógicas visitadas. Algunas descripciones partían de la propia experiencia, otras repetían de forma estereotipada lo escuchado en casa sobre el «deber ser» de la etapa por la que transitan.

En un primer boceto, la mayoría veía la adolescencia como un momento de desacuerdos, una oportunidad de hacer sentir su voz y actuar sin medir consecuencias; de creerse dueños de la razón y hacer valer su curiosidad y su afán de independencia.

Las emociones más comunes las describían con términos como susceptibilidad extrema; euforia y vergüenza al mismo tiempo; poderío y temor, violencia a veces... y crueldad en ciertos episodios, sobre todo a la hora de relacionarse con sus iguales.

Esa actitud confirma la vocación de desmarcarse de patrones adultos anclados en otros tiempos, de lograr una autoafirmación y una proyección social auténtica e inclusiva, necesidades identificadas por el Doctor Ovidio D´Angelo, especialista del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas (CIPS).

Un matancero de 17 años confesó: «Cuando vamos a salir pasamos horas probándonos ropa y acabamos con el champú en una lavada… pero luego podemos estar una semana con el mismo pantalón y hacer ver que nos bañamos en tres minutos, aunque las toallas griten lo contrario».

«Es como si tuviera doble personalidad», escribió una tunera de 18. Con ella coincidió Lilien, estudiante de 8vo. grado del Cerro, quien preguntaba si esa ambivalencia es parte de su proceso de maduración biopsicosocial, un fenómeno del que escuchó hablar en la radio.

«Mi papá dice que se desarrollan a la vez mi cuerpo y mi psiquis, mis hormonas están disparadas y por eso a veces no puedo controlar las ganas de reír o de llorar por gusto», explicaba. «A mis amigas les pasa lo mismo, y también a los varones del grupo, aunque se ven más infantiles… pero no entiendo cómo influyen en mi forma de ser el lugar donde vivo, o las cosas que mi familia me puede dar o comprar».

Para la investigadora Caridad Chaney Govín, la adolescencia es el período de mayor intensidad en la interacción entre tendencias individuales (como gustos, necesidades, desarrollo corporal), adquisiciones psicosociales (cultura, estereotipos, prejuicios), metas socialmente disponibles (proyectos de vida, opciones recreativas y de trabajo) y las fortalezas y desventajas del entorno.

El sujeto adolescente está expuesto a fuerzas que desbordan su comprensión, y tratará de adaptarse a las exigencias de su época según su historia personal, tradiciones y nuevos conocimientos que adquiere día a día, aunque resulten transgresores para los demás.

En ese proceso la influencia familiar es altísima, pero funciona mejor desde el acompañamiento y no desde el autoritarismo: «No se empuja a un adolescente para que asuma su vida, ni se puede vivir por él», advierte la experta en familia Patricia Ares, profesora de la Facultad de Psicología de la Universidad de La Habana.

Un avileño estudiante de Informática decía: «Por momentos me siento responsable y logro ubicarme en lo que se me asignó como tarea en la casa o la escuela, ¡hasta lo disfruto! Pero a los pocos minutos ya quiero volver a mi locura, mi pereza habitual, y eso irrita mucho a los mayores».

«Ahora resulta que me traen a la consulta a “adolescentes” que ya pasaron los 20 años de edad y se niegan a crecer, buscar un empleo, tener una vida propia…», cuenta la Doctora Arés. «Me dicen: ¡¿Qué hago con “esto”?! Pero ese es el resultado de una realidad que a veces los desborda como familia y genera un déficit en su función socializadora».

Cigarro y barril

Cuando preguntamos por los retos que enfrentan en esta etapa salen a relucir con mucha fuerza las relaciones sexuales y las prácticas que pueden crear adicción, como el tabaco, el alcohol, las drogas, la música y los juegos electrónicos.

Tanto el momento de inicio como el patrón de conducta en esos asuntos están muy marcados por la presión del grupo, confiesan, y aunque dicen tener suficiente conocimiento sobre los riesgos, no suelen reflexionar sobre estos.

Sus principales «fuentes de información» tienen la misma edad. Con la familia les da «vergüenza o miedo hablar de esas cosas». Las campañas de prevención les «asustan o aburren, a menos que sea algún artista joven quien las presente». Sin embargo admiten que captan buenos mensajes a través de anuncios televisivos, series y novelas cuando logran analizar los casos y establecer comparaciones útiles para sus vidas.

Una santiaguera de 19 años cree que ella podría salir airosa de todo… siempre que su mamá no se entere, porque entonces sí «no me lo dejaría olvidar nunca».

En cuanto al sexo, la mayoría reconoce que llevar condones ya no es un tabú. En los estudios sistemáticos que aplica la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI), más del 70 por ciento de la muestra adolescente reportaba haber usado protección en su última relación.

Sin embargo, cada año se detectan cientos de adolescentes con alguna ITS en Cuba, quienes por lo general muestran sorpresa ante «su mala suerte», pero luego admiten no haber tomado todas las precauciones. En el mundo ese dato alcanza cifras millonarias, y más de la mitad de los nuevos casos de VIH son jóvenes menores de 25 años.

Los grupos con que hablamos reconocen que su familia piensa en su futuro por encima de todo, pero a su edad no pueden evitar concentrarse en el presente para «vivirlo plenamente y adquirir cosas útiles», como apuntaba un artemiseño aprendiz de pedagogo, o para «sufrirlo y esperar que pase rápido», según una avileña de 14 años.

No son pocos los que confiesan su «desesperación» por salir de una etapa en la que casi todo les irrita: el acné, las prohibiciones, el crecimiento disparejo, la virginidad, los estudios, la somnolencia y «ese aire de superioridad» de quienes tienen unos años más y ya trabajan o van a la Universidad.

Rápido corren los carros…

Algunos de los términos aportados por el sondeo y la literatura revisada resultan alarmantes: experimentación, locura, seguir impulsos, pasar sustos… La mayoría ve la adolescencia como una etapa para cometer errores, pero no tienen claros los límites dentro de los que se puede errar sin poner en riesgo la vida o su calidad futura.

La forista «Tu Musa» lo describe así: «Confiamos en quien no debemos y corremos el riesgo de ser traicionados». Pero asegura que a esa edad no importa, porque es la etapa «de adquirir nuevas experiencias, correr riesgos y vivir cada día como si fuera una aventura, como si fuera el último».

Lamentablemente las estadísticas prueban que para un porciento significativo sí se convierten en los últimos días o meses de vida, y otros logran sobrevivir, pero con secuelas físicas o psicológicas que marcan su adultez y cambian la dinámica familiar para siempre.

Los accidentes están entre las principales causas de muerte y discapacidad en este grupo etario: desde los de tránsito, asociados al alcohol o a actitudes imprudentes en la vía, hasta ahogos en presas y ríos crecidos, caídas desde sitios elevados, juegos cerca de redes eléctricas, peleas callejeras… Se conocen como lesiones no intencionales.

«Día a día cometemos media docena de disparates de los que libramos de puro milagro», admite un estudiante capitalino de noveno grado. «Con esos sustos deberíamos saber que no somos invulnerables, pero al poco rato nos enredamos en otras imprudencias y la gente nos grita: “¡Muchachos, pero qué tienen en el cerebro; cómo hacen algo así!”».

La respuesta no está en lo que tienen, sino en lo que aún no tienen: eficiencia en el uso de la materia gris de su corteza frontal, una estructura encargada de regular las conductas y expresiones verbales, planificar acciones y sopesar riesgos a partir de las emociones y conocimientos «almacenados» en la amígdala y los lóbulos temporales.

El proceso de maduración del cerebro empieza en su parte posterior y no llega a la corteza hasta pasados los 30 o 40 años. También las redes neuronales que apoyan la toma de decisiones maduran de manera lenta, por lo que no es muy racional exigir a alguien menor de 20 años que sea racional y controle sus arranques como lo haría una persona mayor.

Numerosos estudios internacionales confirman que en esas edades sí se conocen los riesgos, y hasta se sobreestiman con respecto a las cifras reales de muerte o enfermedad. Para «sobrevivir» con una adecuada percepción no debe haber miedos patológicos ni temeridad insana, pero aprender el justo medio es un proceso que no debe dejarse a la espontaneidad ni minimizar su alcance en esta etapa.

El forista Otelo compara las familias con un ambiente de afecto, confianza y respeto hacia sus menores con aquellas que actúan en forma ortodoxa, conservadora y hasta represiva, donde se generan rebeldía y distanciamiento en lugar de un empoderamiento adecuado del mundo adulto y participación real en las decisiones que les atañen.

Una joven capitalina cuenta que desde pequeña su abuelo le explicaba los peligros que podría enfrentar en cada salida y por qué ella misma se expondría a estos: para satisfacer su curiosidad, por un placer inmediato, tal vez para probar a otros que sí podía hacerlo…

«Luego me detallaba lo malo que ocurriría en cada caso y cómo evitarlo sin renunciar del todo a mis planes, en quién confiar para tomar el riesgo y dónde buscar ayuda… Al principio me parecía muy complejo y solo lo escuchaba para evitar peleas, pero luego mi mamá me contó que durante sus peripecias de adolescente fue bueno hacerle caso al viejo, ¡y la verdad es que a mí también me ha dado resultado!».

Lo curioso es que la mayoría de los adolescentes suele analizar y predecir el peligro, pero su prudencia se anula a la hora de poner en la balanza los aparentes beneficios de su actuar. ¿Contraer una ITS o tener sexo despreocupado? ¿Sufrir un coma alcohólico o perder el desenfado al bailar? ¿Romperse una pierna o lucirse con los patines delante del grupo? Aún haciendo cálculos, la mejor opción no es tan obvia si el centinela del cerebro no está listo para frenar.

Un grupo menos numeroso ni siquiera lo piensa unos segundos: les basta tener el desafío ante sí para que actúen según sus impulsos y luego «que suene lo que vaya a sonar».

Las nuevas sugerencias de intervención educativa se basan en tales evidencias científicas: a los adolescentes predictivos no hay que «meterles» miedo con acciones que tarde o temprano emprenderán, sino enseñarles a evaluar sus opciones de modo más seguro. A los reactivos o impulsivos es mejor tenerlos bajo supervisión adulta el mayor tiempo posible para evitarles tentaciones hasta tanto maduren.

Por la línea…

Para un santiaguero de 16 años, la timidez es la «epidemia» de su escuela: «Sobre todo en varones. Andamos aislados, nos sentimos inferiores… Sé que no se puede ser bueno en todo, pero nos cuesta encajar. Mi familia vive reprochando por todo y yo no me siento cómodo con mi cuerpo, mi voz, mis notas… ¡con nada!».

Un forista asegura que en esa edad «necesitan más espacio personal y mucha más privacidad». Pero esa burbuja virtual en la que quisieran encerrarse es a veces tan estrecha, que no siempre caben placeres y obligaciones al mismo tiempo.

Con la llegada de la pubertad y las nuevas experiencias cambia la psiquis de forma abrumadora. Hasta los 10 o 12 años de edad el pensamiento humano es sobre todo concreto. Al desarrollar un pensamiento más abstracto se pueden emitir juicios sólidos, no por repetición, sino por análisis propio, y se adquiere una mirada novedosa de la vida y otros fenómenos que antes ni se cuestionaban.

Por eso pasan más tiempo cavilando a solas, se atreven a discutir decisiones adultas, opinan con desfachatez y hasta disienten en temas reservados para la «gente grande». Sin embargo, no quieren contar lo que de verdad les inquieta y guardan mucha reserva sobre sus experiencias cotidianas.

Bella, una chica de las que visita el foro, ve la adolescencia como una etapa muy bonita, «pero hay que saber transitar por esta para no caer en la presión del grupo y evitar desilusiones. Es esencial tener un guía, alguien que nos apoye y comprenda, y que sin importar la situación nos tienda la mano, porque en esta etapa muchas veces nos sentimos solos e inseguros».

La familia «muere» por penetrar sus interioridades e intentan ahorrarles dolor y devolverles la inocencia, pero esa transparencia no es posible cuando se vive el duelo por la infancia que parte, al «descubrir» que papá y mamá no son perfectos, por las burlas o frenos que reciben de sus coetáneos, por las pasiones que despuntan…

Una chica tunera escribía en su nota: «Adolescencia es tristezas y alegrías, tropiezos, caminos. Es un laberinto sin fin, con mil preguntas y algunas respuestas. Es amor, es deseos de vivir y a veces de morir. Es gritar a todo pulmón y desahogar todas las angustias. Es crecer… y crecer a veces duele».

*El vocablo teenage, o edad de los tin, hace referencia a la terminación en inglés de los números entre 13 y 19 (thirteen, fourteen…).

Fuentes bibliográficas empleadas:

-Revistas Estudio, Centro de Estudios de la Juventud (CESJ). La Habana.

-Revista Scientific American Mind, número diciembre 2006- enero 2007. Nueva York.

-Niñez, adolescencia y juventud en Cuba. Aportes para una comprensión social de su diversidad. Compilado por María Isabel Domínguez, CIPS-Unicef.

-Notas de la autora en el Diplomado sobre Adolescencia y juventud, organizado por el Centro de Estudio sobre Juventud (CESJ).

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