Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Camilo, el sembrador

Sesenta años después, sigue siendo el dueño de todas las flores de Cuba

Autor:

Enrique Milanés León

Sesenta años después, es el mejor jardinero de Cuba: a nadie se le dan tan bien las flores. Blancas, rojas, amarillas, violetas o simplemente de color arcoíris… millones de ellas con pétalos de pequeñas canoas que parten a buscarlo, a menudo capitaneadas por el deseo de un niño. Él las cosecha con precisión guerrillera, siempre el 28 de octubre, pero quien se ha asomado a su historia sabe perfectamente que Camilo Cienfuegos Gorriarán no ha dejado de sembrar un solo día.

Sigue vivo, a la manera del pueblo, como la tarde misma en que, rayando las seis, Camagüey le vio subirse a su último avión. Con pulso bueno para escribir de sobrevidas, y ahora en la suya propia, el Indio Naborí nos escribió cierta vez: «Estaba en su pensamiento/ la talla del porvenir/ y él —sastre— quiso vestir/ a todo un pueblo harapiento». Esta ropa de isleños libres que llevamos lleva su corte y su hilada.

Hasta Fidel, que en lejano noviembre anunció con dolor que perdíamos un pilar, vivió convencido de la vida infinita de su amigo y nos animó a seguirlo: «… lo único que nosotros podemos pedirle a nuestro pueblo es que, cada vez que la patria se encuentre en una situación difícil, en un momento de peligro, se acuerde de Camilo y cada vez que nuestros compatriotas vean que el camino es largo y difícil se acuerden de Camilo». Hoy, frente a horizonte empinado, muy bien pudiéramos preguntarles: ¿qué tal vamos, comandantes?

Han querido desviar, más que su Cessna, su nombre de nuestra ruta. ¡Fallaron! En el béisbol y en la vida, él siempre supo escoger su equipo, porque Camilo es el pueblo entero con uniforme de causa.

A comienzos de 1958, Che Guevara escribía a Fidel algo que aún suscribimos: «Camilo está hecho un león en todo y es mi confianza actual». Podía caerse su avión, pero jamás su lealtad, de ahí que en su último discurso —apenas dos días antes de dejarnos en búsqueda eterna—, le hablara a Cuba de los mismos muertos patriotas que, como en los versos, defenderían Mi bandera, nuestra, de Byrne. Él, el primero.

Ese es Camilo, el hombre que montó en su pequeño avión el Granma y la Sierra juntos; el que sedujo a las nubes que le abrazaron, con estampas de su hazaña guerrillera; el que en solo la mitad de su encargo invasor —que era en principio hasta Pinar del Río— llenó de laurel la Isla; el que, más que el cuartel, hizo suyo el rebelde corazón de Yaguajay; el que ganó la Vanguardia como primer apellido e implantó, contra los modelos comerciales a la usanza, la sonrisa como signo de transparencia patriótica.

El 28 de octubre de 1989, mientras inauguraba una escuela especial en el Lawton natal de Camilo, Fidel miraba, con ojos de largo amor, al paisaje de ahora: «cuando veo a nuestros jóvenes al pie de un torno, al pie de un horno de fundición, cuando los veo en un laboratorio, cuando los veo trabajando 10, 12, 13 y 14 horas, me confirmo más y más en aquella profunda convicción de que en el pueblo hay muchos Camilo».

Como el héroe legendario de 27 años, como el sembrador que levantó un jardín de su llorada caída, siguen plenos de vida los colores de aquel retrato en versos de Naborí: «Su sonrisa de victoria/ dijo al clamor popular/ que juntas pueden andar/ la sencillez y la gloria».

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