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El color único de todas las almas

El racismo, como decían recientemente en el espacio de la Mesa Redonda, no será el gran problema de la nación, pero sí es un problema que merece la atención que se le está prestando, porque alimentarlo es alimentar la desunión entre cubanos

Autor:

Alina Perera Robbio

De mis años de estudiante en la Facultad de Periodismo en la Universidad de La Habana guardo recuerdos nítidos, pues mi generación, que había vivido la caída del Muro de Berlín a mitad de carrera, era muy intensa y estaba hecha de un sinfín de inquietudes.

No olvido que en el aula había una muchacha de rostro muy agraciado —del cual me llamaban la atención unas trazas rojizas, como de rubor, que asomaban en una tez visiblemente mestiza—. El pelo de esta joven era ensortijado y muy fino —le quedaba bien lo mismo suelto que exquisitamente estirado—, y lo que convertía a mi condiscípula en un ser que no pasaba desapercibido, aunque quisiera, era la fortaleza de su espíritu y una inteligencia, sumada al rigor, que hacían de ella la alumna con mejores notas de mi año.

Un día la estudiante lanzó unas preguntas, desde el fondo del aula, que nadie supo responder. Sé que sangraba por una herida profunda, y que hablaba con el corazón: ¿Por qué soy yo la única mulata del grupo? ¿Alguien puede negarme que en Cuba hay discriminación racial? 

Me quedé años con el silencio como respuesta, solo atinando a pensar que el tema planteado por mi condiscípula resultaba abrumadoramente complicado para poder explicarlo en medio de una Revolución cuyo principal desvelo era justamente la inclusión de todos. Yo sentía que, dolorosamente, ella había lanzado una dura verdad que desconcertó a todos. Y años después, estrenado el siglo XXI, me hizo muy feliz escuchar la explicación en voz del Comandante en Jefe, Fidel Castro, quien inmerso en lo que conocemos como Batalla de Ideas compartió con todos —para que la praxis también fuera por esos caminos— la certeza, no nueva, de que con el triunfante Primero de Enero no desapareció entre nosotros, aunque el deseo sobre el papel fuera ese, la discriminación racial.

Fidel nos recordaba entonces que al plantearnos, por ejemplo, la igualdad de oportunidades para el acceso a la Educación Superior, no todos los jóvenes estaban ubicados por igual sobre la línea de arrancada que apunta a la meta: había muchos en desventaja, para quienes el estudio era un ejercicio muy complicado, o una quimera, si el escenario para superarse era el incómodo cuartico de un solar, herencia objetiva del mundo obrero, de un mundo de pobrezas, habitado mayoritariamente por negros y mulatos. Era el desafío, con enormidad de montaña, de que la voluntad no bastaba para enderezar, en solo décadas, una injusticia de siglos.

Aun sabiendo que en un tema como este el camino es muy largo, resulta alentador saber que Cuba cuenta con un Programa Nacional contra el Racismo y la Discriminación Racial, recientemente aprobado por el Consejo de Ministros; porque batallas como estas se ganan con pasos concretos, tal cual se explicó magistralmente hace no muchos días en el espacio televisivo de la Mesa Redonda, cuyo tema fue informar sobre el referido programa, y sobre la creación de la Comisión Gubernamental para su seguimiento, y las acciones principales que se ponen en práctica.

Tan importante programa no cae ahora de una nube: como expresó el colega Pedro de la Hoz González, vicepresidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), y presidente de la Comisión Aponte que pertenece a la Uneac, «todo comenzó a partir del 1ro. de enero de 1959»; ese fue el parteaguas que marcó un antes y un después en una Cuba que por razones históricas, como dijo Pedro, tuvo una economía de plantación basada en el trabajo esclavo, con patrones racistas en muchos nichos de nuestra sociedad, la cual funcionaba estratificada a partir del racismo y la discriminación.

La Revolución propinó un golpe demoledor al racismo estructural, como expresó el periodista, pero el fenómeno siguió en la mente de las personas, y el problema, dado que la subjetividad es muy compleja, dejó de abordarse, «hasta que en 1998, durante el Congreso de la Uneac, hubo actores y gente de la televisión y del teatro que plantearon el tema, estaba Fidel, y Fidel subió la parada, aceptó el reto de ver cómo se podían transformar las cosas, cómo se podían transformar las mentes».

Aquel encuentro parió semillas para arrostrar una discriminación que es objetiva, pero también cultural: nacieron espacios y entidades para discutir el asunto, y estudios de rigor que llevaron a las decisiones gubernamentales de los tiempos recientes.

«En buena medida, no deberíamos ni estar hablando de racismo ni de discriminación racial, por muchos motivos; en primer lugar porque en la naturaleza del hombre no está la existencia de razas», dijo, en razonamiento a lo más profundo, Rolando Rensoli Medina, historiador y vicepresidente de la Comisión Aponte.

«Ese mismo concepto que ha creado el hombre de la diferenciación por razas no se aplica a nuestra propia especie —acotó Rensoli—; ya lo ha demostrado la biología, somos descendientes del australopithecus, aquel que nació en el África y que emigró, y por lo tanto los cambios fenotípicos, y genotípicos también, que ocurrieron por miles de años, no nos hacen diferentes en el orden natural».

El mundo, sin embargo, y como reflexionaba el historiador, no es solo natural, sino también cultural, «y aunque la cultura debería validar lo que la naturaleza nos da, no siempre es así. Y este es el caso del racismo: el hombre en su cultura ha creado toda esa construcción social de las razas».

En opinión del experto, la arista más nociva del fenómeno es su dimensión sicológica, porque por cuenta de esas aguas profundas, hay personas que involuntariamente practican acciones discriminatorias: muchos no aceptan ser acusados de racistas en el orden ético, y, sin embargo, realizan acciones discriminatorias hacia el interior de la familia, hacia el interior de la sociedad, o en el centro que dirigen («una persona con prejuicios, empoderada, convierte ese prejuicio en acciones discriminatorias»).

Es importante saber, como enfatizaba Rensoli Medina, que somos un pueblo mestizo, no solo en el orden cultural, sino también en el orden de nuestra formación genética: «hay más de 20 etnias aborígenes, hay 88 etnias africanas fundamentales, pero entre etnias y subetnias estamos hablando de 2 500 grupos africanos que vinieron aquí durante cuatro largos siglos, 17 etnias hispánicas… franceses, chinos, asiáticos, otras nacionalidades. Y como decimos (…), Don Fernando Ortiz no nos comparó con una ensalada mixta, donde todos los componentes están ahí bien separados. Nos comparó con un ajiaco, y el ajiaco es un caldo que se cuece a partir de la mezcla, y esa es la realidad del cubano; pero no basta con el discurso de asumirnos mestizos, sino con interiorizarlo y poder realmente actuar en consecuencia».

La batalla no será fácil, porque persisten, como enunciaba Rensoli, «patrones históricamente heredados, que gravitan sobre nuestra sicología social y afectan mucho la autoestima de las personas, y eso tiene que ver con el racismo». Trampas que hieren, aunque a veces no lo percibamos, son esas expresiones de «pelo bueno o malo», «adelantar o atrasar la raza», «el negrito ese», «la blanquita esa…», «es un negro con alma de blanco», o «es una blanca que baila como una negra».

El racismo, como decían en el espacio de la Mesa Redonda, no será el gran problema de la nación, pero sí es un problema que merece la atención que se le está prestando, porque alimentarlo es alimentar la desunión entre cubanos. Resolverlo no será sencillo, pero en el camino de intentarlo, mientras aprendemos a identificar todas las trampas que nos hieren y dividen, iremos creciendo como seres humanos cuyas almas, nadie lo dude, tienen el mismo color: yo diría que el verde de la esperanza, o el azul del mar que tanto me recuerda la libertad y la alegría de los niños.

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