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Los refugios de Hebert Toranzo

Detalles y secretos del poeta y narrador cubano, ayudan a descrubirlo detrás de su propia literatura

Autor:

Juventud Rebelde

Terminé de leer Elogio de la escafandra, premio de Cuento de La Gaceta de Cuba en 2002, y ya quería tener una. Para esconderme, para ser otro, para que el mundo no me hiciera más daño con sus injusticias y para ser feliz. O para ser más feliz.

Lo difícil es descubrir al escritor detrás de la literatura que trama. Ahora quisiera intentarlo con Herbert Toranzo. Y pudiera empezar de esta forma. Toranzo Falcón, Herbert (Ciego de Ávila, 1972). Poeta y narrador. En la actualidad es corrector de Ediciones Ávila y de la revista Videncia. Licenciado en Lengua Inglesa. Ha obtenido, entre otros premios, el Calendario 2004, en poesía, con el libro Poemas casi humanos. Fue finalista en la reciente edición del Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén. Poemas y cuentos suyos han aparecido en revistas como El cuentero, Videncia e Imago, entre otras. Es egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso.

Pero no es el tono. No es la forma. Hablar de un escritor por sus propios escritos es querer descubrir que la tierra es arenosa y fangosa por el tacto. Me parece más oportuno, en este caso, tomar en mis manos una lupa. Marcar las líneas que me parecen más propias de la realidad de este joven escritor avileño.

La literatura —escribe Herbert— es una especie de vestido grueso, a prueba de agua, de gravedad, con un vidrio por donde se mira al mundo circundante y hasta, mejor, el mundo interior.

Y es un refugio —agrego. Porque uno dice cosas de sí mismo de una forma ambigua. Es decir, se las atribuye a otro. Hermosa dualidad. Es como un juego de los otros. Y sé que a Herbert le gusta jugarlo.

Y su literatura es así. Intranquila, dual. Llena de comicidades, de ironías, de espejos y café: «No tengo escritores ni escrituras favoritas. Casi todo me interesa, me es útil y me valgo de ello luego para nutrir mi obra».

A veces he llegado a pensar que leo al otro Herbert, el que se deja vivir para que el de todos los días, en la editorial, trame su literatura.

Ese Herbert que escucha a Metallica, a los Beatles, la música de los 60, que es irreductible con la pelota y la literatura. El que dirige un taller sobre décima y narrativa. El que participa en la vida diaria cultural de una pequeñita ciudad como Ciego de Ávila. El que discute, reclama y afirma. El que escribe lo que el otro, su otro, le dictamina acaso hasta el delirio o la locura o el ahogo. Ese que admira a «Góngora y Quevedo, Milton y Shakespeare, los simbolistas y parnasianos franceses, Martí, Unamuno, Whitman, Huidobro, Vallejo, Sylvia Plath, Dylan Thomas, Bukowski, Ginsberg, Eliseo Diego y Ángel Escobar».

Ah, también escribir es un desahogo y un ahogo, y como él mismo dijera: «Escribo, en primer lugar, por testarudo. Por esa fe ciega de los pagadores de promesas y los seminaristas. Por un vicio (tal vez el único que tengo) que es casi ya una necesidad fisiológica. Por hacer catarsis, liberar energía —positiva o negativa, da igual— exorcizar demonios o comunicarme con ellos. Para no perder la cordura o para reservar la locura. Pero, por sobre todo, por diversión».

Me pregunto entonces cuánto de Herbert hay en sus escritos. Y cito: «Fui de esos niños que desarman los juguetes para saber qué tienen dentro, y al final solo descubren que hubiera sido preferible dejar todo en su sitio» (del libro de cuentos La torre de Donovan, Ed. Ávila 2002).

Y luego nos aclara: Siempre tengo que preguntar. ¿Quién que conozca a Herbert no lo ha visto preguntar hasta el cansancio? A propósito de esta faceta suya, recuerdo otras líneas, en ese mismo libro de cuentos: «Cuando niño, por ejemplo, creía que todas las cosas estaban vivas, no dejaba más de un minuto la cuchara dentro de un vaso de leche, por si se estaba ahogando; me atormentaba que alguien pusiera una sartén al fuego, y me sobrecogía pensar en la claustrofobia y el frío de los pomos de agua en el congelador».

¿Estará ahí, escondido, el Herbert-otro, el interior?

Minuciosamente releo otras páginas y descubro similares ideas. Y entiendo que la ficción siempre estará en el límite de la realidad.

En algunos poemas, y la lírica es más propensa a descubrir a su autor, Herbert parece dilucidar más sus desafueros internos.

Se contradice, niega y afirma, convence y deja entre dudas. Declara que otro es el culpable y después se culpa a sí mismo. Y se burla de muchas cosas. En algunos libros se declara admirador de Borges y hasta juega con la dualidad del mismo. En otros, se reafirma deudor del soneto, de la décima, y demuestra con gallardía cuánto poder tiene.

En la literatura de Herbert están las claves para descubrir al Herbert de carne hueso, el que camina por las calles de Ciego de Ávila y suspira y sueña y transpira y husmea los recovecos, siempre tratando de hallar la verdadera escafandra. Esa que lo hará diferente, que es su refugio.

Todo escritor merece un refugio. ¿En qué oscuro paraje estará escondido el nuestro?

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