Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Quiero ser un artista, no un hacedor de pasos

El bailarín expresó a JR que su objetivo es sentirse bien cuando baila y hacer sentir del mismo modo a quienes disfrutan de su arte

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Javier Torres en La muerte de un cisne, de Michel Descombey, versión para hombres de la afamada creación de Fokine. Foto: Nancy Reyes Ser hermanos gemelos, idénticos como dos gotas de agua, tiene muchas ventajas, pero en el caso del joven Javier Torres, le «salvó» la «vida». Sí, porque el bailarín principal del Ballet Nacional de Cuba (BNC) siente que nada le brinda más sentido a su existencia que convertirse en el Albrecht o el Hilarión de Giselle; o en el príncipe Sigfrido de El lago de los cisnes. Lo supo desde aquella noche en que, como hacía a menudo, se sentó en la platea del teatro La Caridad para ver, sin saber a ciencia cierta de qué se trataba, una función de La sílfide y el escosés representada por la compañía Prodanza.

Javier no se perdía ni un solo espectáculo de los que allí se programaban, pero a diferencia de otras ocasiones, esta vez el embrujo fue absoluto, al punto de que llegó a su casa con la firme convicción de que su futuro estaría estrechamente vinculado a aquel arte.

«Tenía entonces unos 12 años, y cuando salí del teatro —que por cierto está casi en ruinas, lo cual es doloroso— iba decidido a convencer a mis padres: sería bailarín. No los dejaba en paz, de modo que para salir de mí lograron que me hicieran las pruebas en la Escuela Vocacional de Arte Olga Alonso, aprovechando la notable escasez de varones que estudiaban ballet, y de paso llevaron también a mi hermano. Sucedió que hubo un solo aprobado, y no fui justamente yo. Sin embargo, a él no le interesaba. Como los exámenes habían sido “extraoficiales” —no mediaban nombres ni nada—, a la negativa rotunda de mi hermano de entrar a la escuela, decidí presentarme en su lugar.

Ahora, con más conciencia de las cosas, Javier quizá hubiera pensado mejor eso de suplantar la identidad de su hermano. Pero en aquel momento hubiera enfrentado cualquier consecuencia encantado de la vida con tal de hacer realidad un sueño que disfrutaba hasta despierto, pues apenas dormía pensando en si lo lograría. De hecho, no le importó entrar desfasado, ni que sus compañeras —solo eran dos varones—, le llevaran dos años de ventaja... «Ya me las arreglaría», le dijo decidido a sus padres, que no tuvieron más remedio que seguirlo en su «locura».

«No se sabía quién era uno ni quién era el otro, todos nos confundían, y a mi madre le dijeron: “el que aprobó fue este”. Ya en la escuela, aunque me sentía por las nubes, no tardé en entender que, por desgracia, no contaba con un buen claustro de profesores. Creo que uno de los “defectos” de la Escuela Cubana de Ballet es que no ha podido conseguir que la calidad de los maestros sea pareja a lo largo y ancho del país.

«En mi nivel elemental en Villa Clara, no tuve la suerte de contar con buenos maestros, con excepción de la profesora Elena Canga, que ahora imparte clases en la Escuela Nacional de Ballet».

—Evidentemente, esa es la razón por la cual decidiste trasladarte a la Escuela Elemental Alejo Carpentier, en la capital, para realizar tu quinto año...

—Así es. Cuando llegué a La Habana verifiqué lo que ya temía: mis nuevos compañeros estaban a un año luz de mí. Fue en L y 19 donde vine a saber cabalmente lo que en verdad estaba estudiando, antes solo pasaba, era como un hobby. A partir del quinto año en que me puse en contacto con los maestros de aquí —como la tristemente desaparecida Margarita Naranjo de Sáa (Mangui)—, y vi la escuela, videos, y al Ballet Nacional de Cuba (por entonces apenas actuaba en Villa Clara) constaté que mi corazonada era buena, que lo mío no había sido un simple antojo de un chiquillo malcriado.

«En ese último año del nivel elemental pasé mucho trabajo, porque L y 19 es una escuela muy exigente, que en un abrir y cerrar de ojos te convierte de niño en adolescente, porque maduras con una rapidez increíble. Por primera vez recibía clases junto a otros varones, lo cual fue excelente porque me hizo ver que yo no era el único en el mundo».

—¿Fue fácil el pase de nivel?

—Eso no es sencillo nunca. Los pases de nivel —lo mismo de danza que de ballet, teatro, música...— son algo terrible: los días más horribles que pueda vivir un adolescente, y los que han pasado por esa experiencia saben de qué estoy hablando. Pero había logrado prepararme bastante bien, de modo que me quedé en la Escuela Nacional de Arte (ENA).

«En la ENA encontré el apoyo de magníficas maestras como Ileana Balmori y Adria Velázquez, que me impulsaron tremendamente. Igual tengo que decir que allí fui el patico feo. Éramos 16 varones y Javier siempre fue el 16 en el escalafón.

«La ENA tiene una característica que nunca aprobaré, y es que los profesores tienden a “enamorarse” de unos pocos elegidos. Los seleccionan y crean un ideal de esos bailarines, lo cual, a mi entender, no es bueno para ellos ni para el resto de los estudiantes. No me parece bien “olvidarse” de los otros en un grupo, y centrarse únicamente en aquel que sobresale por sus excelentes condiciones.

«Por esa razón apenas bailé en el tiempo que cursé el nivel medio, porque tuve muy pocas posibilidades de enfrentarme a un escenario, nunca me llevaron a un concurso —bueno, solo en una ocasión en que, gracias a Adria y a Ileana, participé como acompañante, en mi último año. Pero siempre fui el 16, siempre fui del grupo B...».

—Pudo haber pasado que dejaras a un lado tu sueño...

—Sí, pero no sucedió. Estaba convencido de que lo que yo quería era bailar. Mis padres lo comprendieron definitivamente cuando vine solo para La Habana. Cogí el tren con el firme propósito de abrirme camino. Era un niño y nunca había estado en la capital, pero estaba seguro de que no me detendría hasta llegar al final. Y luché por conseguir esa meta y no me frustré.

«Viví momentos muy malos, los que se hicieron más llevaderos cuando mi familia se mudó para esta ciudad. Eran años muy complejos en que en la beca de 7ma. y 22, como en todos los lugares, escaseaba la co mida, al tiempo que hacíamos un trabajo físico agotador. Las clases se impartían en el Lorca, cuyos salones estaban llenos de huecos y se mojaban, y donde se escuchaba con claridad el taconeo de la danza española que se enseñaba al lado... Cuando no había grabadora, faltaba el sonidista o los pianos no servían... Y no obstante, considero esta una etapa fundamental, porque nos enseñó (a mí y a mis coetáneos) a valorar más lo que teníamos, lo que íbamos logrando».

—Parece que la suerte estaba de tu lado, pues clasificaste para ingresar en el BNC...

—Creo que lo que conllevó a que integrara las filas del BNC fue, sobre todo, mi trabajo. Claro, también influyeron las coyunturas que aparecen en la vida de todos. Ese año se necesitaban bailarines...

—En poco tiempo lograste superarte a ti mismo, y hoy eres bailarín principal. ¿Cómo sucedió el «milagro»?

—El Ballet Nacional de Cuba tiene, entre muchas otras cualidades, el don de saber apreciar el esfuerzo, el trabajo diario. La compañía cuenta con maîtres y profesores capacitados para percatarse cuándo tú quieres hacer las cosas bien. Por otra parte, tengo la virtud de aprovechar todas las oportunidades que se me ofrecen...

—Que no han sido pocas...

—No me puedo quejar. Empecé como integrante del cuerpo de baile, pero paulatinamente he ido escalando, porque creo que he ido demostrando mis capacidades en el salón y en el escenario, que es donde hace falta.

«En todo este tiempo he asumido no pocos papeles importantes. La primera gran oportunidad me llegó acabado de entrar a la compañía, en el 2000, durante el Festival Internacional de Ballet de ese año, cuando defendí un rol de solista: uno de los majos del III acto de Don Quijote. Por alguna razón faltaba un hombre y la maître María Elena Llorente pensó en mí. Por mi tamaño yo venía como anillo al dedo.

«A partir de ese momento continuaron los papales, sobre todo aquellos que poseen una carga dramática fuerte, como el Zúñiga de Carmen, el novio de Bodas de sangre... Estoy muy contento de haber tenido muy cerca a maîtres, ensayadores y profesores como Josefina Méndez, Loipa Araújo, Aurora Bosch, María Elena Llorente... y, por supuesto, Alicia, mi mayor luz. Ella siempre ha estado a mi alcance para evacuar cualquier duda, para escuchar mis problemas. Entre todos me han aportado lo que no pude obtener en la escuela. Ellos me han enseñado a darle importancia a la actuación, a sentir el personaje de principio a fin más que a estar pendiente de la cantidad de piruetas o de si subo la pierna 20 grados más.

«Sí, me ha ido bien, pero sin esas personas no hubiera podido enfrentarme a los grandes clásicos, cuyos requerimientos técnicos me hacen sudar la gota gorda. Todavía me cuesta sacar Don Quijote, por ejemplo, y creo que así será toda la vida. Sin embargo, me he identificado mucho con el Albrecht de Giselle y con el Sigfrido de El lago de los cisnes, los cuales son personajes que me atraen por su alto nivel interpretativo y técnico.

«Igualmente me satisface bailar Shakespeare y sus máscaras o Romeo y Julieta, de Alicia, una de las piezas más valiosas que tiene actualmente la compañía en su repertorio. Es una obra que como quiera que se haga: en animados, cine, ópera, teatro, danza..., gusta. Y a mí me cautiva.

«En resumen, si he llegado hasta aquí ha sido gracias a aquellos que han estado pendientes de mí en las clases y los ensayos. A través de ellos he ido descubriendo los “secretos” de los personajes, los detalles, las historias. Cosas que a veces el público no aprecia en su justa medida. Así es como he conseguido que mis ganas de continuar adelante, en lugar de disminuir, aumenten».

—¿Esos son los personajes que prefieres?

—Por mi biotipo se me dan con mayor facilidad los personajes nobles, esos que siempre están «estirados», como los príncipes, pero me identifico mucho con los papeles dramáticos.

—¿Es Javier un tipo estirado?

—En lo absoluto. Una cosa es la realidad y otra el arte. Lo cierto es que este tipo de rol exige presencia física que, a pesar de ser primordial para cualquier bailarín, a veces no es capaz de reflejar en el escenario la prestancia que requieren esos personajes, mantener la posición correcta, etcétera.

—¿Cuáles consideras que son tus mayores obstáculos con el ballet?

—Los problemas de base, que si no se resuelven durante el período escolar, luego se convierten en un hueso duro de roer.

«Y es que es esencial, por ejemplo, saber cuál es el modo correcto de colocar el cuerpo, las caderas; la forma de situar las piernas... Si esas cosas no las aprendes bien en la escuela (no por gusto son tantos años) entonces la tarea que te aguarda es durísima».

—Noto cierta contradicción: dices que tienes problemas y sin embargo eres bailarín principal...

—Me parece que no hay ninguna contradicción en eso. Pienso que si mis maestros han decidido otorgarme esa categoría es porque han visto en mí cierto talento y aptitud para asumir diversos roles, porque lucho todo el tiempo por convertirme en un artista, porque si algo tengo muy claro es que quiero ser un artista, no un hacedor de pasos.

«Mi objetivo es sentirme bien cuando bailo y hacer sentir del mismo modo a quienes disfrutan de mi arte. Me falta mucho por alcanzar. La meta ni siquiera se ve al final del camino.

«Ser bailarín principal no significa que estás rayando en la perfección. Y en todo caso no soy perfecto ni estoy buscando esa perfección. Lo único que quiero es que el público vea en mí a un artista. La categoría se resume en eso, en dos palabras: bailarín principal, primer bailarín. Seas cuerpo de baile, solista, corifeo... lo más importante es lo que puedas hacer en el escenario».

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