Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Obertura brillante para Chopin

El Año Chopin fue inaugurado recientemente en La Habana con un impresionante concierto del maestro Frank Fernández

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Los días pasan y, desde que quedara inaugurado el Año Chopin en el Teatro Auditórium Amadeo Roldán, la música del imprescindible compositor polaco no deja de invadirme. Basta con que mi mente le ofrezca un resquicio y enseguida las composiciones del genio se apoderan de mis torpes dedos, que comienzan a moverse sobre las blancas y negras de un teclado ficticio, mientras mis pies marcan desenfrenados el compás de un nocturno o de una balada que se empeña en dominarme. Y la culpa de que esté viviendo algo así, solo tiene un nombre: el maestro Frank Fernández.

Resulta que el mayaricero tiene muchos puntos en contacto con quien viera la luz el 1ro. de marzo de 1810: se crían rodeados de la música popular, sienten una admiración inmensa por su patria y nacen el mismo mes —por si existiese alguna conexión entre quienes poseen el mismo signo zodiacal. Por ello, después de conseguir que cada partícula de su ser apresara el alma, la existencia del autor de la archiconocida Polonesa Heroica, se propuso regalarnos un homenaje sentido y que, a la vez, nos «descubriera» otras facetas de un músico, cuyas creaciones se asocian, por lo general, con la tristeza, a lo lánguido y melancólico, cuando también son enérgicas, brillantes, épicas.

Y ello lo captó enseguida el auditorio, al cual no le importó acomodarse incluso en los pasillos, cuando no fueron suficientes las lunetas. Si Frank se permitía el lujo de dejar a un lado lo «seguro» y recibirlo en una sala «ambientada» por una pieza que ha demostrado su condición de triunfo inevitable, al estilo del afamado nocturno Op. 9 No. 2 en Mi bemol Mayor, entonces cabía pensar que el programa que había ideado, debía ser redondo, rotundo. Y lo fue.

En semipenumbra, con luces, más que «inteligentes» —aportadas por el proyecto PMM—, sabiamente usadas, Frank, en medio de un escenario de escenografía emotiva y original, gracias a la exposición colectiva Chopin en Cuba, curada por Roberto Chile, consiguió con su magistral concierto hacernos creer que, además de fabuloso pianista, puede manejarse como el más creativo cineasta. Así les pareció a quienes decidieron cerrar los ojos y dejarse llevar por las propuestas de Fernández, quien en cuanto abrió con el preludio Op. 28 No. 4 en mi menor, nos empezó a revelar el asombroso mundo creativo del joven que con 29 años dejaba para la posteridad una obra de tamaña envergadura.

Con el Op. 28 No. 4 comenzó a tomar vida sobre una pantalla de cine imaginaria un Chopin, acompañado solo por su piano, que le «canta» con pasión, mientras la lluvia no deja rastros de polvo en los cristales de su ventana, a un amor que quizá aún no le pertenece. Y sin embargo, en medio de cierta desesperanza, parecen decirnos Federico, y sobre todo Frank quien no los «traduce», que también puede haber mucha belleza dentro del dolor. Y luego, el Op. 20 No. 1 en si menor (de igual manera pudo haber seleccionado el exitoso scherzo No. 2 para arrancar aplausos «fáciles»), en esa «película» que durante casi dos horas Frank nos fue «proyectando», gracias a los ilimitados colores que poblaron el sonido, parecía traernos esta vez al héroe, primero abrumado, desesperado, y después capaz de saltar de alegría, porque todavía están vivas las esperanzas.

El extraordinario pianista Alfred Cortot, al referirse al Op. 20 No. 1 escribía: «Scherzo quiere decir broma, jugueteo (...). Sin embargo, son juegos de danzas terribles, afiebradas, alucinantes y donde la estremecedora ternura de su parte central, parecía no tener interés en rimar con la aspereza de los tormentos humanos». Frank supo captar el espíritu de esta pieza que, como el resto, fue presentada al público por el maestro Héctor Quintero. Como pocos saben hacerlo, leía el premio nacional de Teatro las consideraciones del instrumentista franco-suizo, profundo conocedor de la obra de Federico Chopin, y el premio nacional de la Música ofrecía una impresionante «clase» práctica.

Es así como Frank enfrenta la «entrada», como si toda la rabia estuviese concentrada en sus virtuosas manos, para luego, recuperado el sosiego, pasar a interpretar la mencionada parte central cual si fuera una canción de cuna; como si las teclas se movieran no por la presión que ejercen sobre ellas sus mágicos dedos, sino porque la energía indescriptible que emana de ellos provocaran melodías que parecen decirnos: aún en tiempos de odios y guerras, en tiempos de muertes, todos tenemos derecho a la paz.

Más tarde, como si defendiera su antológico Zapateo por derecho, el también compositor, pedagogo y productor, eligió tocar cuatro mazurcas donde afloran los más disímiles recuerdos hechos melodías; piezas que, junto a sus polonesas, son las que más reflejan el sentimiento nacional que siempre distinguió a Chopin y expresan los más disímiles estados de ánimo. Inmediatamente después llegó la balada Op. 23 No. 1, que el auditorio agradeció con una larga y merecida ovación, puesto de pie.

Y es que esta magnífica pieza, plagada de puntos con giros dramáticos como la mejor de las novelas épicas, nos coloca frente a una composición que da la idea, en un inicio, de ser muy sencilla (repitiendo un leitmotiv que crea una sensación de angustia) para luego ir tomando una fuerza descomunal, como si representase una batalla, la epopeya que le inspirara, según apunta Cortot, «el verbo patético de Mickiewicz».

Un impromptu (Op. 29 No. 1) y los valses (entre los que sobresalió el Gran vals brillante Op. 18 en La bemol Mayor, cuya apasionada interpretación conllevó a que sus seguidores aplaudieran largamente sin poder esperar a que concluyeran los cuatro valses), dieron paso, al final, a la versión que hiciera el mismo Chopin para piano solo de su Gran Polonesa brillante Op. 22 para piano y orquesta, en la que Fernández, no obstante, se las ingenió para transformarse en la más completa agrupación sinfónica.

Ya a estas alturas no quedaban dudas de que Fernández, más que aprovechar su actuación para «lucirse» y mostrarse como el gran concertista que es: ejemplo de limpieza, de rapidez envidiable en la ejecución; alejado de cualquier virtuosismo efectista, se impuso el reto de captar la atención de quienes colmaron la sala Roldán con obras menos conocidas, para penetrar, eternamente, en nuestros sentidos.

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