Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Más que orgulloso de ser cubano

Este sábado, quienes habitamos este archipiélago, recibimos la triste noticia de la muerte del Acuarelista de la poesía antillana. Juventud Rebelde le rinde merecido tributo publicando fragmentos de una de sus últimas entrevistas

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Por las estocadas mortales que le está asestando al alma, a la espiritualidad de las naciones de Latinoamérica, es muy posible que el 2014 pase a la historia como el año en que con más insistencia se ha golpeado a la cultura de estas tierras, llevándose físicamente a esos genios a quienes, aunque  persistirán en la memoria colectiva, nos hemos acostumbrado a sentirlos muy nuestros, muy cercanos. No puede ser de otro modo cuando tenemos la certeza de que han venido a este mundo para que comprendamos, a través de su legado, la verdadera esencia del arte.

Quizá ese sea el porqué de que, con la llegada de la triste nueva, nos invada la sensación de que se acerca una catástrofe; como si supiéramos que han quedado heridos para siempre la música, el teatro, la literatura, el cine... Lo vivimos con la muerte de Esther Borja, Juan Formell, Gabriel García Márquez, Cheo Feliciano, Santiago Feliú Sonia Silvestre, y ahora, sin tiempo para recobrarnos, parte el gran Luis Carbonell. Otro indiscutible Maestro de Juventudes con quien estarán en deuda perenne no solo los noveles creadores que reúne en sí la Asociación Hermanos Saíz (AHS), sino también no pocos renombrados escritores y artistas de la Isla que si brillaron más fue porque supieron asimilar sus sabios consejos.

Y claro que no faltarán quienes, siguiendo sus enseñanzas, consigan conquistarnos declamándonos, como si esa manera de decir fuera lo más natural del mundo, Elegía a María Belén Chacón, Balada de los dos abuelos, En el club o Me voy de flirt... Pero  tal vez nos demoremos en hallar otra voz que nos haga creer que la poesía o la estampa solo adquieren real sentido cuando sorprenden a nuestros oídos porque llegan destilando odio y amor, ternura, rabia y dolor; ironía y criollo humor; oliendo a mariposas, azúcar, café, tabaco; sonando a veces como rumba, y otras cual perfecta trova o canción.

Así de cubanísimo fue este hombre increíble que nació en Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1923, y que en nueve décadas de extraordinaria existencia logró esos reconocimientos que lo colocaron en lugar cimero de la cultura nacional: los premios nacionales de Música y Humor, la Orden Félix Varela... Un hombre que murió con la tranquilidad de no haber defraudado a su madre, quien se propuso que tanto él como sus hermanos fueran «gente de bien, y eso es más que suficiente».

De su madre igual heredó esa pasión por el magisterio que siempre le acompañó. «Desde chiquito en mi casa se oía hablar de educación, lápices, libros, notas, cursos, asignaturas, julio, vacaciones... Ese fue el ambiente en el que crecí», me contó en una de sus últimas entrevistas, que se publicara en Juventud Rebelde con motivo de su 90 cumpleaños, y cuya salida agradeció con la humildad de quien, con una obra de tamaña estatura, consideraba, sin embargo, que no merecía tanta gloria.

Lo cierto es que permanecerá indeleble la huella de este inmenso creador que se contagió con la literatura y la música, gracias, en buena medida, a su hermana Silvia, discípula de la Dra. Camila Henríquez Ureña, quien la condujo a que se interesara lo mismo por los poemas españoles clásicos que por la poesía revolucionaria de la década de los años 30. «De ahí que aprendió —y yo muy cerca de ella— la poesía de Guillén y del manzanillero Navarro Luna, de Regino Pedroso; de Emilio Ballagas, quien por aquel tiempo escribió su Cuaderno de poesía negra, en la actualidad un modelo para ese género...

«Y, bueno, mi mamá de pronto se sentaba y se ponía a recitar en voz alta poemas románticos de Julio Flores, Agustín Acosta... En fin, que sin quererlo me acostumbré a oír literatura, música clásica, al tiempo que me inscribieron en la Academia de Bellas Artes de Santiago de Cuba».

A eso de los 13 años, Luis Carbonell no consiguió finalmente dominar el violín, pero con el solfeo conoció la Clave de Fa, esencial para adueñarse del piano. Pero su madre tenía otros planes para él: la medicina o la abogacía. «¡Y ni médico ni abogado!, porque mi carácter no daba para eso. Seguí tocando y empecé a acompañar a diferentes intérpretes. De ahí nació mi vocación de magisterio, porque tenía la costumbre de que si hallaba algún defecto en los cantantes que se iniciaban en la emisora o en cualquiera que escuchara cantar, enseguida lo corregía. Me acostumbré a hacerlo de esa manera.

«Más tarde me encontré con una maestra que sí me dio clases, Josefina Farré, y llegó el día en que mi madre lo aceptó: “Si quieres estudiar piano, estúdialo”, pero ya contaba con 22 años, era maestro de inglés y me daba cuenta de que no era tiempo para eso».

Entonces vino la radio, que incidió profundamente en su formación... «Estuve en todas las emisoras importantes, pero sobre todo en CMKC, donde me desempeñé como director artístico. Ahí llegué a tener un programa que yo, vanidosamente, llamaba estelar, donde presentaba a artistas con potencialidades para desarrollar una carrera. Ahí empezaron Pacho Alonso, las Hermanas Reyes, y otros tantos que no conquistaron el estrellato, porque es una carrera dura...».

Inmensamente lo marcó, como confesó en reiteradas ocasiones, colaborar con Esther Borja, —quien falleciera a finales de 2013—; de ella dijo: «una gran artista que fue fundamental en mi vida», y con quien se reencontró en Estados Unidos, tres años después de haberla conocido en su tierra. «Ella y yo estuvimos donde vivía el Cónsul cubano en Nueva York, casado con Natalia Aróstegui. Allí me presentaron a Lecuona y a Alberto Gandero, programador de la NBC para América Latina. Esa resultó una noche mágica, porque de ese modo este guajiro de Santiago de Cuba pudo recitar en la NBC. Ahora me pongo a pensar en lo que eso representaba y tiemblo, sudo, se me revuelve el estómago, pero entonces acepté ni corto ni perezoso, porque la juventud es arriesgada, atrevida.

«También Lecuona me introdujo con la afamada actriz puertorriqueña Diosa Costello, The Puerto Rican bombshell (la bomba atómica puertorriqueña), responsable de mi actuación en el Teatro Hispano, lo cual me abrió las puertas del prestigioso Carnegie Hall, donde llegué a ofrecer un recital, pero en Cuba no era conocido».

¿Y la declamación? Empezó en CMKC, donde existía un programa mensual, auspiciado por una organización católica de los Hermanos de La Salle. «En él yo acompañaba a muchos artistas, pero un día el director me pidió que recitara algo, porque había demasiados cantantes. Bueno, y recité. Y antes de que se acabara el programa volvió y me dijo: “Tienes que decirlo de nuevo, porque han llamado por teléfono para que lo repitas”.

«Tiempo después, lo que había hecho como un “juego” en Santiago tomó mucho más seriedad, tras mi regreso de Nueva York. Al llegar a La Habana, por intervención de Esther Borja, pude participar en un homenaje que se realizara a René Cabel, el tenor de las Antillas, en el Auditórium Amadeo Roldán. Allí me vio Pepe Viondi, el gran comediante argentino (por él surgió lo del Acuarelista de la poesía antillana) y por recomendación suya logré el contrato que marcó mi desarrollo como profesional, en el entonces Teatro Wagner, hoy Yara.

«En enero del 49, cuando apareció De fiesta con Bacardí en la CMQ, comencé a recitar, lo que hice durante los siete años que duró el programa».

¿Cómo se le ocurrió vincular la percusión con la poesía?, recuerdo que le pregunté en aquel concurrido Encuentro con..., que tuvo lugar en el Pabellón Cuba, sede nacional de la AHS. Entonces me respondió:

«Sentí que algunos poemas necesitaban un apoyo rítmico, musical; un fondo, una atmósfera, para darle ambiente. Y se me ocurrió recitar con percusión, algo que nunca se había hecho así. En la actualidad se denomina rap, un género que surgió en los años 60 en Estados Unidos, pero que yo puse en práctica en el 45, en Santiago de Cuba».

En aquella, que resultó ser una tarde de confesiones, Carbonell le habló a un auditorio que lo escuchaba fascinado acerca de su método infalible para declamar correctamente: aprender a articular los versos, buscarle sentido. «Yo estudio todos los días, por la mañana y por la tarde. Me aprendo incluso textos que nunca declamaré. Me paso el tiempo fraseando, repitiendo, articulando, para poder pronunciarlo bien y lentamente, de modo que sea asequible a todos. El fraseo es esencial, hay muchos cantantes y locutores que no saben frasear, lo digo con la autoridad que me permiten mis 90 años, no quiero herir a nadie, lo digo como enseñanza, como ejemplo».

—¿Algún consejo para los jóvenes que quieran seguir sus pasos?

—Leer mucho, escuchar mucho y ver mucho. Asistir a todos los espectáculos, leer y escuchar incansablemente. Es lo que he hecho. No digo que soy de otro planeta, ni más inteligente. Cierto, he descollado, no lo niego, pero a base de mucho estudio.

—¿Y su Santiago de Cuba?

—Hace poco me entregaron la condición de Hijo Ilustre, y me puse tan nervioso, que no me salían las palabras. Solo atiné a asegurarle a los presentes que hoy me siento, más que nunca, orgulloso de ser cubano. Y les agradecí de la mejor manera que puedo hacerlo: con un poema. Esa vez declamé Libre, la tierra más pura, de Rafaela Chacón Nardi, quien lo escribió durante la dictadura de Batista: No quisiera haber nacido/ en otra tierra que en esta:/ el cielo siempre de fiesta/ con el azul más erguido,/ el aire tibio y herido/ desde el monte a la llanura,/ verde tierra en su ternura/ a un tiempo tan firme y leve/ que ni el invierno se atreve/ a desvelar su hermosura.

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