Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un músico que se deja querer

Interpretar su música, con el trombón siempre como compañero, es la mejor manera que Eduardo Vargas ha encontrado para retribuir esos abrazos, consejos y enseñanzas que recibió durante sus primeros años de vida

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Le dicen el Kerendón porque desde pequeño se agencia con facilidad el cariño de la gente. Por eso se siente tan feliz retribuyendo, de la mejor manera que lo sabe hacer, esos abrazos, sonrisas, consejos, enseñanzas... que recibió durante sus primeros años de vida: interpretando su música, con el trombón siempre como compañero.

Así lo hizo en este julio y agosto, protagonizando los conciertos que nombró Verano en mi barrio, como el que tuvo lugar en el afamado Cayo Hueso, donde se mudó cuando contaba con  11 años de edad. «Es un compromiso que contraje conmigo mismo: llevarle alegría a mi gente, sobre todo a aquellos cuyos padres a veces no tienen la solvencia económica para llevarlos a lugares recreativos. Mas no se trata únicamente de contagiarlos con mis canciones e invitarlos a bailar...

«Mi propuesta consiste, además, en contar historias de los barrios donde actúo, de sus calles, de los sitios más emblemáticos, preparar juegos de participación, etc. Por ejemplo, cuando me presenté en Cayo Hueso le rendimos homenaje al maestro Eduardo Rosillo, les hablé a mis seguidores del parque Maceo, de la Fragua Martiana... Cada actuación exige no solo ensayar hasta el cansancio para que todo quede bien, sino también buscar información en bibliotecas, indagar entre las personas que llevan más años viviendo en esas localidades... Sí, el esfuerzo es enorme, pero después la satisfacción es mayor cuando la gente se te acerca para agradecerte».

Nacido en el reparto capitalino de la Víbora, Eduardo Vargas, asimismo uno de los vocalistas de La Tabla, comenzó a encaminar sus sueños, sin embargo, allí donde surgió el filin. «Desde pequeño me apasionó la música, de hecho no me interesaba ni siquiera la pelota, ni me gustaba ensuciarme... Mis neuronas solo estaban centradas en aprender canciones y cantar. Eso sí: cada vez que había una actividad cultural allí estaba yo, daba lo mismo si era 4 de abril que 22 de diciembre o 20 de octubre. Yo siempre quería participar: ¿Que había que bailar? Perfecto. ¿Recitar? Igual. No tenía miedo escénico alguno, pero mi familia, lastimosamente, no se daba cuenta de nada de eso».

La suerte del Kerendón fue que se cruzó en su camino un proyecto comunitario como la Casa del niño y la niña que, con el apoyo del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) en Cuba y la Dirección de Educación de Centro Habana, prepara los más diversos talleres, porque su objetivo es encaminar la vida de los niños y convertirlos en personas útiles y felices... Gracias a esa institución aprendí lo que eran las figuras musicales, como la negra, y cosas por el estilo. Así que cuando tenía 13 o 14 años ya estaba buscando con desespero la manera de convertirme en músico».

—¿Cómo lo conseguiste?

—Recuerdo que un día estaba en la Casa del niño y la niña cantando y tocando mis bongoes, cuando un señor se me acercó y me dijo: «si en verdad te gusta, debes prepararte en un instrumento más difícil, que tenga más peso». Fue cuando decidí seguir el camino de mi padre, que nos había dejado, pero su instrumento, el trombón, se había quedado en la casa.

«Tanto era mi interés por dominar el trombón, que cuando estaba terminando mi noveno grado, una vecina me llevó a ver al maestro Álvaro Collado, uno de los magníficos trombonistas de Van Van. Mas ya tenía 15 años arriba, y estamos hablando que este estudio se inicia en quinto grado. Pero, en vez de amilanarme, creció mi afán por conseguirlo.

«Entonces Collado me dijo: si en verdad ese es tu sueño, tendrás que prepararte para presentarte al pase de nivel elemental a medio de la ENA, y hacer en tres años y medio, lo que otros han recibido en muchísimo más tiempo, para lo cual debía centrarme muy bien.

«Iba a las clases como oyente, y busqué otros maestros que me ayudaran. No me perdía ni un solo detalle de las clases y practicaba el trombón y el piano hasta quedar rendido. Mis compañeros de aula eran mis monitores y me enseñaban los métodos que ellos habían utilizado para dominar las diferentes materias. Solo vivía para eso, pero valió la pena: aprobé el pase de nivel con muy buenos resultados. Se dice fácil pero exigió una entrega ejemplar. Me gradué hace tres años de mi instrumento».

—Entonces la escuela te fue muy provechosa...

—Mucho. Primero, me creó un sentido de la disciplina, de la responsabilidad, que son fundamentales para todo aquel que en verdad quiere dedicarse con seriedad a la música, porque esta es una carrera que exige estudio permanente. Hay que prepararse diariamente, incluso aunque sientas que estás agotado, que necesitas «desconectar». Debes sacar deseos hasta de donde no hay.

«Yo no dejé pasar ninguna oportunidad que se me presentara: toqué en la Orquesta Sinfónica Juvenil de la escuela, dirigida por el maestro José López Marín; formé parte del Coro de Cámara, de la Jazz Banda del maestro Joaquín Betancourt, estuve en el grupo Ifá, de Francis del Río, todo eso antes de graduarme. Y durante todo ese tiempo, continuaba escribiendo mis poemas, cantando mis canciones...».

—¿Cómo llegas a La Tabla?

—Ocurrió un año antes de graduarme. Ya estaban todos los músicos de esa maravillosa orquesta y solo necesitaban un cantante. Me hicieron la prueba y me aceptaron. Como tenía mi trombón, empecé defendiendo temas y tocando mi instrumento. Es un proyecto que ya es profesional y pertenece a la Empresa de la Música Benny Moré. Ahí hice primero mis prácticas preprofesionales y me quedé haciendo el servicio social. Es una agrupación en la cual me siento muy a gusto, que interpreta también canciones mías, como La riki, que aparece grabada en el disco La tabla de Cuba, cuyo productor fue Manolito Simonet. Esa fue una experiencia muy valiosa para mí, porque el director del Trabuco es una escuela. Él nos ayudó, con su experiencia, a llenar algunas de esas lagunas que uno arrastra de la escuela.

«Estar con gente muy joven es genial; músicos graduados como yo de la academia. Tanto para La Tabla, como para mi grupo, no nos es suficiente divertir y hacer bailar, nos interesa también dejar alguna idea rondando en la cabeza de los bailadores. Somos jóvenes que defendemos esta música nuestra, uno de los principales orgullos de los cubanos. Pero no creas que ha sido sencillo lograr no parecerse a nadie. Ello ha sido resultado de un trabajo de mesa muy serio; de buscar y buscar, de estudiar cada tema, los montunos, los mambos, los textos...».

—De cualquier manera, también tienes tu propio proyecto...

—Efectivamente. Se llama Eduardo Vargas y su banda, un proyecto que tiene dos años y llevo de manera paralela, sin afectar mi rendimiento en La Tabla. Con él realicé los conciertos Verano en mi barrio y lo integran otros cinco estudiantes de la ENA (trombón, trompeta, percusión, bajo y piano), quienes hacen sus prácticas preprofesionales conmigo. Hasta el momento, las canciones son de mi autoría: textos frescos con los que trato de comunicarme con el público todo, y especialmente con mis contemporáneos, que disfrutan de temas como Yo no sé, Sonrisa de mujer, Sin tu amor no soy nada, Ya no puede ser, Mujeres de mi país...

«Para nosotros es esencial transmitir mucha cubanía sin perder la elegancia. Nuestro objetivo es llenar de felicidad, con mi música, los hogares de los cubanos».

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.