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De cuando Laura de la Uz fue Sherezade

El filme cubano Espejuelos oscuros desafía al espectador, tanto desde lo narrativo como desde lo emocional, invita a mirar más allá de las apariencias y propone un enfoque osado sobre la mujer y sobre el acto de narrar historias

Autor:

Cecilia Meredith Jiménez

Espejuelos oscuros, estrenado el 12 de diciembre de 2015 en la edición 37 del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, es el primer largometraje de ficción de la cineasta cubana Jessica Rodríguez Sánchez. El filme se inserta en el llamado cine independiente y oscila entre el drama y el suspenso sicológico, con tintes de comedia negra.

Rodríguez Sánchez escribió el guion de la cinta en su veintena y consiguió materializarlo casi una década después. Con su propuesta, abiertamente feminista, intenta reivindicar la posición de la mujer, tanto en el ámbito cinematográfico como desde el punto de vista histórico. De este modo, ofrece una mirada diferente —quizá arriesgada o atrevida, pero necesaria— del sujeto femenino. Rompe con su estereotipada representación, lo erige ente activo de la acción y eje central de la narración: la (anti)heroína o (anti)villana, según se la perciba.

Entre los múltiples elementos que hacen que la película no pase desapercibida —incluso a diez años de su estreno— se encuentran los evidentes guiños literarios. Esta obra, con los recursos propios del cine, es una maravillosa pieza de metaliteratura. Es una historia sobre el arte de contar historias (valga la redundancia), en la cual se deja entrever la función del escritor/narrador que, inevitablemente, tiene que ser un manipulador para lograr retener la atención del lector/oyente, de manera que está obligado a maniobrar con las emociones y expectativas del otro.

Además, establece un juego dialógico entre oralidad y escritura, ficción y realidad; y problematiza sobre la importancia del conflicto: todo el mundo tiene uno que contar, sin él no hay progresión dramática y la historia se acaba cuando este termina. Para ello se vale de una clara alusión a Las mil y una noches y, al igual que en esa popular colección de cuentos, se entretejen varios relatos utilizando el recurso de la caja china.

Así, se construye una narración embebida: una trama principal que contiene dentro de sí otras capas o niveles argumentales (subtramas), con carácter interdependiente (cada una posee introducción, nudo y desenlace), pero estrechamente enlazadas con el marco central.

Para esta osada ficción, la guionista-directora no quiso arriesgarse más de lo que ya lo había hecho y apostó por un elenco actoral consagrado: los estelarísimos Laura de la Uz y Luis Alberto García como protagonistas, y en los roles secundarios los no menos destacados Mario Guerra y Yadier Fernández.

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En una apartada casa (se dice que el pueblo más cercano está a más de 20 kilómetros), Esperanza, una mujer ciega, vive sola con su gato. Todo cambia cuando Mario, un burdo delincuente que huye de la policía tras cometer un robo, irrumpe en su morada para esconderse, la obliga a darle asilo e intenta aprovecharse
sexualmente de ella.

Entonces, Esperanza, quien escribe historias reales para que no se pierdan, no sean olvidadas y desaparezcan con las personas que las saben, mediante artilugios, tendrá que atrapar la atención de Mario para que este se olvide de sus pecaminosos propósitos.

Y lo hará a través de la palabra. Como mismo la princesa Sherezade burló la muerte con los cuentos de Las mil y una noches, a Esperanza le tocará hechizar a su captor con sus relatos, si quiere escapar de su «terrible» destino.

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En la construcción de esos relatos se usan como telón de fondo importantes momentos de la historia cubana: la efervescencia de la década de los 70, el auge de los movimientos estudiantiles revolucionarios (1957) y los últimos años de la guerra de independencia (1897). Pero estas aproximaciones históricas están desprovistas de encartonamiento, de los arquetipos y la clásica heroicidad que se espera de ellas. Incluso, se inserta un cierto tono sarcástico para contribuir con esta ruptura.

Jessica Rodríguez quiere mostrarnos personajes imperfectos y desestabilizarnos al revelar que nadie es tan bueno ni tan malo. Muchos símbolos se esconden tras unos espejuelos oscuros. «No siempre las cosas son lo que parecen», le dice Esperanza a Mario, mientras lo instiga a que continúe con su lectura, porque «lo más emocionante de las historias es casi siempre el final». Y en efecto lo es.

Lo mismo ocurre con muchas escenas que, a primera vista, pareciera que nada aportan al desarrollo de la trama, pero no es así. Este no es un filme superficial, cada subtrama esconde un desenlace demoledor y varios mensajes subyacentes.

Esperanza juega con la curiosidad de Mario y la utiliza a su favor; Jessica lo hace todo el tiempo con la de sus espectadores. Es esa constante tensión dramática la que aumenta el deseo de avanzar y de detectar las verdades ocultas tras ese laberinto narrativo, que discurre entre frecuentes transiciones.

Para lograr una mayor unidad de sentido, en un largometraje en el que los ambientes y los hilos argumentales cambian de una época a otra y se desafía la linealidad, se repiten los mismos actores en diferentes personajes. Por consiguiente, Laura de la Uz encarna a Esperanza, Marlene, Adela y Dulce; cuatro mujeres aparentemente frágiles y sumisas, que actúan movidas por el deseo o la venganza.

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«Dicen que las personas que usan espejuelos oscuros lo hacen porque ocultan algo (los utilizan) algo así como una especie de máscara», comenta Adela en la segunda historia. ¿Será así? «Continúa leyendo. Si te aburres, paras. Pero te advierto una cosa: no vas a parar», desafía, con aires como de hechicera, Esperanza a Mario.

Discurren las transiciones, los cambios de escenario entre una trama y otra. Esperanza logra escapar una y otra vez de los asedios de Mario. Le pide contar un último relato y ya luego cederá a sus prosaicos deseos. Se nos viene acostumbrando a lo largo del argumento a las transiciones ingeniosas en el momento justo.

Se narra la historia final. Un mismo elemento transita por dos escenas y épocas diferentes: un frasco de cristal con un líquido oscuro adentro. Fin (de la historia de Dulce). Esperanza se salva. Descubrimos que no solo colecciona historias, sino también espejuelos oscuros y personajes. Teclea en su máquina de escribir el nombre de Mario. La historia continúa, una real, como las que ella escribe y cuenta.

La película es una historia sobre el arte de contar historias y mantiene plena vigencia.

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