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Si un señor conocido como el abate Bremond preguntó qué era al fin la poesía, yo pregunto: Para qué sirve al fin la poesía. Podría decir que sirve para… ¡tantos momentos y tantas situaciones! Pero hoy no me responderé esa interrogante. Usaré el libro titulado Un pulso que golpea a las tinieblas, cuyo sumario o bajante agrega: Una antología de poesía para resistentes, y en cuya edición intervino la Casa de las Américas, y financiaron fondos que autorizaron la distribución gratuita en la feria del libro de La Habana, en 2017.
Según esta selección, la poesía sirve para resistir en circunstancias cuando el ser humano sufre el daño de fuerzas que lo pueden abatir. Un poema del mexicano Gabriel Celaya nos envía una definición que estimo exacta: la poesía es un arma cargada de futuro. Y Antonio Machado nos recuerda, con uno de sus proverbios, que Hoy es siempre todavía.
Entre los poemas escogidos para integrar Un pulso que golpea a las tinieblas, aparecen también estos versos del turco Nazim Hikmet: «Hermano mío, / enviadme libros con finales felices, / que el avión pueda aterrizar sin novedad, / el médico salga sonriente del quirófano, / se abran los ojos del más ciego». En este libro, junto con otros poetas acatados, figura el español Blas de Otero, y el poema que tengo ahora ante mis ojos dice: «Si he perdido la vida, el tiempo, todo/ lo que tiré, como un anillo al agua, / si he perdido la voz en la maleza, / me queda la palabra».
En efecto, la palabra va más allá de la voz, y la poesía perdura en la palabra. La palabra poética es fuerza, desahogo, ánimo, esperanza, dicha, bandera, empuje. En Un pulso que golpea a las tinieblas, volumen donde se reúnen numerosos poetas de diversas lenguas y culturas, nos percatamos de que la poesía es en suma un movimiento que parte del interior del ser humano, pasa al exterior y queda hecho palabra, sustancia indefinible que pervive enjugando el llanto, dando aire al clamor, y sosteniendo la fe de que vivir, soñar y resistir son sinónimos.
