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Lázaro Carreño: El más feliz de la raza humana (+ Fotos y Video)

Referente indiscutible de la danza masculina en el mundo, el gran Lázaro Carreño, quien engendró una única y bella hija, ha «regado» los escenarios del planeta, sin embargo, de «herederos» que lo llenan del más pleno orgullo

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

A él querían parecerse todos: Carlos, José Manuel (Totó) y Joel... También algunos de los bailarines más célebres del universo, quienes de muchas maneras se convirtieron en sus otros hijos. Todavía Lázaro Carreño es inspiración, lo más semejante a una leyenda. Y justo por ello le sigue dando la vuelta al mundo, reclamado como maestro invitado.

«Es una de las mayores satisfacciones con las que vivo. Después de haber bailado 30 años con el Ballet Nacional de Cuba (BNC), no existe orgullo superior que llegar a cualquier lugar, a cualquier compañía, y que lo primero que la gente reconozca sea esa marca: el ser cubano, y yo me siento honrado y jamás los decepciono. Me conocen. Saben lo dedicado que soy para mi carrera y para la pedagogía. Que cuando entro en un salón me entrego y lo entrego todo. No guardo secretos para mis alumnos, no escondo nada. Trato de transmitir lo que sé, y lo que no sé me lo imagino para enseñarlo. Es mi vida, son mis hijos».

‒¿Y tu princesa, la que nació de ti?

‒Por un tiempo estuvo en L y 19, hasta que nos fuimos a cumplir compromisos de trabajo en España. Cuando llegamos le pidió a la madre, por favor, que no la obligara, que quería estudiar otra carrera. «Mamá, yo no quiero ser toda la vida la hija de...», le dijo, y no hizo falta más. Tenía diez años. Muy fuerte, ¿eh? Yo la adoro. Es superinteligente y lista. Culminó Economía Empresarial en la universidad y es una magnífica gestora de empresa a quien le encanta ver ballet. Le fascina, y el corazón se le emociona cuando alguien le habla de su familia de artistas.

‒Es que en realidad los Carreño constituyen una estirpe dentro del ballet cubano...

‒Empezamos tres, pero esa pasión se fue transmitiendo en las generaciones posteriores, las cuales han sabido conservar ese sello del cual hablas, esa dedicación y esa entrega a este arte que nos colma de felicidad. Yo vivo orgulloso de mi familia. Orgulloso de todos. Mi hermano Álvaro se convirtió en solista de la compañía y destacó en personajes de carácter, por ejemplo; y luego Alihaydée Carreño, su hija, ha sido amada, al igual que José, Joel... Es como un «milagro» que nos corre por las venas...«De muy niño vivía en el campo, en Fomento, en los bajos del Escambray, donde llegué a ser conocido como el hijo bailador del Chino Carreño, pues lo mío era la rumba, el chachachá, el guaguancó... Sonaba una lata y allí estaba yo, detrás de las comparsas, en los carnavales... Al triunfo de la Revolución, se dieron a conocer las convocatorias para unas becas, y con muchas esperanzas tres hermanos varones y una hembra rellenamos las planillas. Al cabo de los meses recibimos el telegrama que nos convidaba a presentarnos en Santa Clara para las pruebas de acceso.

«No te miento si te digo que había 200, 300 niños, de los cuales eligieron ocho varones: y tres éramos hermanos, nuestra hermana no fue escogida. Esto que te cuento ocurrió en junio, julio, de 1961, y ya en septiembre íbamos camino a La Habana. Recuerdo que después de estos resultados la gente venía a felicitar a mi madre, porque era como si se hubiera sacado la lotería: tres bocas menos que alimentar, vestir y calzar, pero el arte nada tenía que ver con mi familia. Mi padre, jefe de máquina del central los tres meses que duraba la zafra, llevaba a la par varios oficios: chofer, maître de cocina y repostero profesional, además de ebanista carpintero; trabajaba duro, pues había 11 hijos que mantener, así que aquello representaba un respiro. Mi mamá, ama de casa, despalillaba tabaco para ayudarlo en lo que podía. Yo era el más pequeño de mis hermanos. Había cumplido nueve años cuando entré en la Escuela Nacional de Arte (ENA)».

‒¿Quiénes les realizaron los exámenes, recuerdas?

‒¡Cómo olvidarlo! Josefina Méndez, mi primera maestra; y Fernando Alonso...

‒¿Cómo soportaste la separación?

‒Lo superé muy rápido. Mi mayor deseo era salir del pueblo hacia la capital para llegar a ser alguien. Lo tuve muy claro desde siempre. ¿De dónde esa claridad? No lo sé, pero me sucedió igual cuando, en segundo año, anunciaron la beca para Rusia; yo me dije: «esa no me la quita nadie», y así mismo fue. 

‒Pero tenías grandes condiciones físicas, me imagino...

‒Si supieras que no. No eran tanto las potencialidades físicas como mentales. Siempre tuve muy definidas mis metas, mis aspiraciones.

‒¿El bailador de chachachá se sorprendió con el ballet?

‒Empezamos las clases y todo me pareció muy extraño. No entendía por qué para bailar rumba y chachachá había que levantar las piernas, estirarse, «abrirse»... Fueron muy inteligentes: para atraer nuestra atención y, como un premio, traían a la compañía a los que mejor se portaban, a los que mejor trabajaban para que vieran clases y ensayos de los profesionales; a las funciones... Así fue como los ojos se me encandilaron. 

«Mi primera maestra de ballet, Josefina Méndez, me marcó para siempre. La maestra más excepcional que conocí: lo que me enseñó lo hizo tan bien, que solo quedó perfeccionar, continuar superándome en la Escuela Coreográfica Agripina Vagánova, de Leningrado, donde no tuve tropiezos, porque me dio una base tremendamente sólida. La admiré toda mi vida.

«Con Josefina me ocurrió algo hermoso. Cuando regresé de Rusia y entré a la compañía, primero bailé como cuerpo de baile y luego vinieron los roles de solista. Mas la primera vez que me otorgaron un papel protagónico, en Estudios y preludios, de Roland Petit, mi pareja fue mi maestra. Yo estaba feliz, me sentía radiante...».

‒Rusia: te lo propusiste y lo lograste...

‒El gran reto de mi vida: un encuentro con otras idiosincrasia, cultura, costumbres, lengua..., pero no hubo traumas. Estaba preparado para darle forma a mi sueño. La mayoría de los estudiantes que salían de Cuba para la antigua Unión Soviética, pasaban antes un año de preparatoria, pero a mí me montaron en un barco y estuve navegando 31 días para tocar puerto en Moscú, en lugar de en Leningrado, mi destino final. Me metieron en un obshchezhitiye (albergue universitario) y anduve perdido como un mes. Los rusos intrigados se preguntaban qué iba a estudiar aquel niño en la Lomonosov (apenas había cumplido 12 años), mientras tanto en Leningrado andaban desesperados porque el cubanito no acababa de aparecer... 

Tras culminar la ENA en Cubanacán, Lázaro viajó a Leningrado a superarse en la Escuela Coreográfica Agripina Vagánova. Foto: Natalia Harvey.

«Fui un alumno afortunado porque estudié en la época de oro de la Vagánova, cuando estaban sus maestros más renombrados. Viviré eternamente agradecido por haberme acabado de formar en esa prestigiosa academia».

El gallo de pelea 

Prácticamente había olvidado el español cuando Lázaro Carreño regresó a Cuba. Le costaba tanto, que se vio obligado a pasar algún que otro curso para anivelar. Mas eso no impidió que se graduara en el Parque de las Cotorras de la entonces Isla de Pinos, donde le entregaron el diploma antes de que interpretara las tres piezas de la noche. El próximo paso: el Ballet de Camagüey, que acababa de nacer y donde bailó absolutamente todo, dirigido por el maestro Joaquín Banegas. Hasta que un buen día lo llamaron Fernando y Alicia: querían prepararlo para el V Concurso Internacional de Ballet de Varna. Corría el año 1970.

Lázaro Carreño estuvo entre los miembros fundadores del Ballet de Camagüey, entonces dirigido por el maestro Joaquín Banegas. Foto: Natalia Harvey.

«Viajé a La Habana con ese objetivo, debuté como junior, con Mirtica García y Caridad Martínez como acompañantes, en ese afamado certamen, el primero que se creó en la historia de la danza. Cuando iba a volver para Camagüey, Fernando me dijo: “¡Usted se queda aquí!”. “Pero, mire, que Joaquín me espera...”. “No se preocupe, nosotros lo arreglamos...”.

Cuando participó por vez primera en el concurso de Varna fue acompañado por Caridad Martínez, destacada bailarina con la que bailaría en varias ocasiones. Foto: Cortesía del entrevistado. 

‒Ese concurso tenía fama de ser complicado...

‒Las condiciones son difíciles realmente, porque se realiza al aire libre. Si llovía por la noche, el escenario amanecía mojado y podías resbalar. El piso, de madera, se hinchaba, pero, como decían Alicia y Fernando, yo era un gallo de pelea.

«La primera vez en Varna bailé los pas de deux de La fille mal gardée, Don Quijote, Las llamas de París y Plásmasis, obra creada especialmente para la ocasión y con la cual Alberto Méndez se estrenó como coreógrafo... En lo adelante trabajaríamos muchas veces juntos y se desarrollaría una linda amistad, una admiración mutua.

«En el 73, para Moscú, donde obtuve el Premio a la Maestría Artística con María Elena Llorente como partenaire, me montó su famosa pieza El río y el bosque, con la cual conquistó el galardón a la mejor coreografía; alegrías que ambos recibiríamos también en Bulgaria, un año después, cuando me otorgaron, además, la medalla de plata...

«Había decidido no participar más en concursos, pero dos meses antes de la convocatoria de Japón de 1980, fuimos con Alicia a París a una gala de la Unesco, donde nos encontramos con Azari quien nos presentó a una señora, exbailarina, cuyo esposo había sido Paul Goubé, Danseur Etoile de la Ópera de París. Madame Goubé deseaba que su hija, Jennifer Goubé, ya solista, compitiera. Como no fue elegida por su compañía, decidió que lo hiciera a título personal. Tras verme bailar creyó que era el partner ideal. Lo conversaron con Alicia y acepté con la condición de que también buscaría una medalla.

«Considero que esa resultó una de las etapas más fructíferas de mi carrera, desde el punto de vista profesional y artístico. Siempre he dicho que he sido un artista y un bailarín afortunado. Mi primera fortuna: haber conocido, trabajado y bailado con Alicia. Y este par de meses fue un regalo que me dio la vida.

«Me quedé en Francia preparándome con Jennifer, con unos profesores verdaderamente eminentes, gracias a la influencia de Madame Goubé. Por ejemplo, llevamos a Japón, Tschaikovsky Pas de Deux y nos lo ensayó la bailarina para la cual Balanchine lo había creado. Resultó muy interesante el proceso de trabajo con un contemporáneo precioso como Serait-ce la Mort, a cargo de la experta de Maurice Béjart en la Ópera en París. Lo mismo sucedió con Grand Pas Classique, una coreografía por demás francesa...

«Pero en Osaka me pasó algo: en la primera vuelta, a pesar de que bailé bien (estaba en un momento de madurez plena), me perjudicó enormemente que más de la mitad del jurado proviniera de los países socialistas y me viera junto a Jennifer Goubé, con lo cual creyó que había desertado, y me castigó con una puntuación tan baja que ya fue tarde cuando se quiso arreglar en la segunda ronda, después de que, al encontrarse conmigo en el hotel, la búlgara Vera Kirova se enterara de la historia.

«En la tercera nos lucimos, pero no había remedio: tras la suma total quedamos en cuarto lugar. Debes saber que este es el único certamen donde solo se compite en pareja. Y no obstante, de manera excepcional decidieron inventar para mí la Medalla de Oro por el Premio especial a la excelencia individual masculina (sonríe)».

‒Ahí sí cerraste con broche de oro...

‒Bueno, no... En el 83 surgió el I Concurso Latinoamericano de Ballet en Río de Janeiro... ¿Y Cuba no va a participar?, se preguntaban todos. Hacía 25 años que se habían roto las relaciones con Brasil. A través de la Embajada nuestra en Panamá se nos otorgó una visa especial. Dos semanas antes me llamó Alicia: «El único bailarín preparado para enfrentarte de hoy para mañana a esa competencia eres tú. Te doy plena libertad para que elijas tu pareja». Competí con Amparo Brito.

«En Brasil arrasamos. A mí me dio cierta pena con los demás concursantes, en su mayoría gente joven, distante de nuestra experiencia: yo era un batallador de concursos y ya llevaba unos cuantos años de primer bailarín de Cuba. La cosecha fue amplia: primer premio en pareja, a la coreografía (Rítmicas, de Iván Tenorio), Especial masculino Medalla de Oro Aldo Lotufo... Y ahí sí ya cerré».

Impronta 

‒Más de 45 años como maestro de ballet. Es decir, muy pronto empezaste a enseñar...

‒Es que en esos momentos los muchachos no contaban con las bases, la metodología ni la técnica que actualmente mostramos con orgullo al mundo. Se necesitaba de alguien preparado y yo estaba fresco: era portador, además, de otra escuela, la rusa. Entonces Alicia y Fernando hablaron conmigo para que me entrenara y comenzara a transmitir esos conocimientos a los varones. Me inicié dándole clases al cuerpo de baile pero a los dos años ya era maître de la compañía...

«Trato de transmitir lo que sé, y lo que no sé me lo imagino para enseñarlo», asegura quien encontró en la pedagogía la misma felicidad que cuando bailaba. Foto: Natalia Harvey.

‒¿Cuál es el truco para que los cubanos giren tanto?

‒Eso no es truco, sino técnica. Hay unas bases académicas que tienen una técnica que yo dominaba y que traté de enseñar con buenos resultados. No pocos de los que formé y gradué salieron girando como trompos: Totó, mi sobrino; Carlos Acosta, Joan Boada, Jesús Corrales, Rolandito Sarabia... Y este rasgo se convirtió en un estandarte de la Escuela Cubana que no ha podido abandonar jamás. Por el contrario: cada día se perfecciona más. Hoy en día ves a los niños en sus clases y te quedas con la boca abierta, es una característica que se arrastra, que ha quedado como tradición dentro de la danza masculina.

‒¿Cómo pudiste llevar a la vez una carrera brillante y una labor tan extraordinaria como maestro?

‒Mucha dedicación. Y agota, agota mucho. Al principio no me ocupaba tanto tiempo y estaba joven, lleno de energías, pero a medida que fueron transcurriendo los años, la carga fue aumentando, porque además ya tomaba ensayos. Eso, llevando una carrera que fue muy rica, colmada de trabajo, experiencias, éxitos, alegrías, pero que exigió una entrega desmedida. Mas siempre me sentí feliz: esa felicidad que encontré como bailarín, me sonrió con fuerzas también como maestro. Desde que descubrí la pedagogía me embargó una satisfacción enorme. Tanto que cuando decidí dejar de bailar, me realicé completamente como profesor.

«Esa felicidad que encontré como bailarín, me sonrió con fuerzas también como maestro», confiesa este maître altamente demandado en el mundo. Foto: Natalia Harvey

‒¿Cuándo te otorgaron la categoría de primer bailarín?

‒En 1972 me hicieron solista; en el 74, bailarín principal, y en el 76 ya sucedió, coincidiendo con que viajé a Estados Unidos invitado por un creador que revolucionó la danza en ese país, Alvin Ailey, a bailar con su compañía en el City Center, durante un mes. Me nombraron cuando regresé, justo antes de que iniciara el Festival Internacional de Ballet de ese año, donde sabía que me iba a estrenar en Giselle.

«Por aquella época para alcanzar ese puesto cimero primero el bailarín debía desarrollarse, coger experiencia escénica. No salías de la escuela y ya eras primer bailarín; debías pasar por todas las categorías: cuerpo de baile, corifeo, solista, bailarín principal..., para cuando llegara el momento de asumir un rol de envergadura, estuvieras listo técnica, artística y emocionalmente. Había que quemar etapas, no pasarles por encima. Yo hice, con mucho orgullo, de arconero en Giselle y me paré en el escenario con la lanza; y primero y segundo bailable, y los amigos, hasta que me dieron el Albrecht. No sucedió directamente, a pesar de que poseía una técnica poderosa.

«Para mí esa práctica es esencial. Cuando alcanzabas ese lugar de primera figura, podías dar por sentado que dominabas los pormenores, los detalles de las obras, los estilos, las características de los diferentes personajes..., porque lo habías vivido, te lo habían trabajado y exigido. Y esa riqueza no hay quien te la quite.

«Si no ocurre de este modo, se nota, aunque te trabajen mucho el rol, porque no podrás echarle mano a esa experiencia acumulada. Sí, gira bien, se ve muy elegante, pero está perdido en lo que hace grande un personaje: los detalles. No me canso de repetirlo: un gran bailarín no está hecho de grandes pasos, sino de pequeños detalles. Los destalles son los que agigantan al bailarín, al artista... En el BNC toda esa práctica se fue perdiendo por la necesidad misma, por el salto de generaciones, por la falta de patrones».

 

Los primeros bailarines del Ballet Nacional de Cuba, Rosario Suárez y Lázaro Carreño en el Grand Pas de Paquita. Primera variación: Gladys Acosta; segunda: Caridad Martínez.

‒¿Cuánto hay de cierto en que te sentiste más a gusto bailando Don Quijote que Giselle?

‒Por mis características, siempre clasifiqué como un bailarín demi-caractère, de mucho temperamento; mi físico no entraba ciertamente dentro de los llamados bailarines nobles, quienes con solo pararse ya dan un Albrecht, un Sigfrido... Lo mío era más el virtuosismo técnico. Por tal motivo había grandes clásicos que representaron un reto para mí: Giselle, Las sílfides...

«Sin embargo, cada desafío que aceptaba gustoso, me obligaba a crecerme como artista. Lo demostré durante mi carrera: interpreté como Dios mandaba un príncipe, e interpreté como Dios mandaba Chopiniana, Bella durmiente, El lago de los cisnes..., porque los trabajaba con esmero, los estudiaba minuciosamente. Claro, el día que me tocaba Don Quijote, Coppelia, La fille...

«Tuve la dicha, el placer, de bailar con todas las divas del BNC. Fui partenaire de Alicia, Josefina, Loipa, Mirta Plá y Aurora. Pero también de Marta, Mirtica, Ofelia, Charín, María Elena, Amparo, Caridad... Me gustaba demostrar que podía ser el partner de todas, y hacerlo bien. Si un bailarín no es un buen partenaire, para mí deja mucho que desear. Mal está el que no se dedique a la bailarina al ciento por ciento, la cual tiene que ser su prioridad. Es ella quien debe lucir, sentirse cómoda, segura, protegida. Ella quien debe bailar, nosotros estamos para servirla. Y sin olvidar esa relación viva, de complicidad, de humildad, que hay que mantener con tu pareja, con la cual te comunicas a través de las miradas. Es ese otro rasgo esencial, una distinción de la Escuela Cubana de Ballet». 

La felicidad 

‒Viviste una de las etapas memorables del Ballet Nacional de Cuba.

‒¡Y qué honor! Era la etapa en que el BNC constituía una gran familia. Una etapa en que las categorías marcaban la diferencia, y al primer bailarín se le respetaba su puesto en la barra, porque se lo había ganado. Una etapa en que si Alicia Alonso entraba o atravesaba el pasillo, quien estuviera a su alrededor se paraba y la saludaba con respeto. Se cuidaban esos valores que dieron renombre a la compañía en los cinco continentes: la unidad, el respeto, el profesionalismo, la dedicación... Una etapa inolvidable, bella...

‒Si te pidiera que me mencionaras los momentos culminantes de tu carrera dentro del BNC...

‒Cuando estrené Giselle, Don Quijote, Lago... Cada uno de esos grandes clásicos representó un nuevo escalón que se ascendía. Cada uno exigió un trabajo profundo de estilo, de estudio de los caracteres... A título personal recuerdo varios momentos excepcionales, entre ellos, las primeras veces que bailé con Alicia. Ocurrió ya en la última etapa de su carrera, pero compartir el escenario con aquella leyenda, ser su partner aunque fueran diez segundos, significaba una emoción que no me cabía en el pecho.

«Mi primera fortuna: haber conocido, trabajado y bailado con Alicia», dice con gran orgullo Lázaro Carreño. Foto: Cortesía del entrevistado.

‒¿Cómo se dio el: «hasta aquí, no bailo más»?

‒Salí de Cuba por petición de Alicia, quien quiso que me ocupara de la parte académica de la Cátedra de Danza de la Universidad Complutense, recién creada en Madrid. Acepté ese contrato con dos condiciones: poder seguir bailando, lo cual hacía cuando el BNC andaba de gira por España; y poder estar con mi familia: mi mujer y mi hija.

«Siempre que hubo posibilidades participé en galas internacionales, junto a etoiles de la Ópera de París, estrellas del Royal Ballet... pero cada vez era el más viejo, el de mayor experiencia, ese con el cual todos querían calentarse y tomar la clase antes de la función, y constantemente escuchaba: maestro, maestro, maestro...

«Recuerdo que en el año 1999 se organizaron cuatro de estas actuaciones en Canarias: dos en Las Palmas y dos en Lanzarote. Y después de la última, luego de que nos tomamos de las manos para saludar en una fila, me solté cuando se cerró la cortina y acabaron los aplausos. Caminé hacia adelante en el escenario, le di la espalda al telón, me quité las zapatillas y las cogí en la mano con la cual les dije adiós a todos. “¿Qué pasó, maestro?”. “Nada, que esta es mi última función, me retiro”. Fue así de sencillo...».

‒Hubiera sido tremendo que esa despedida se hubiese realizado con tu público...

Sí, algo grandioso, me hubiera encantado, pero nunca tuve la satisfacción, ni la suerte de que me homenajearan mi carrera o de que me hicieran una gala... Y, no obstante, me siento dichoso, porque mi público ha sabido reconocer y premiar mi entrega, mi pasión, mi amor por un arte que vivió en mí para hacerlo feliz. Lo demuestra su cariño cada vez que me ve, o me paro en el escenario, aunque sea a saludar. Ese gran púbico jamás lo olvidaré. 

‒¿Quedó algún sueño por realizar?

‒Te juro que he sido el más feliz de la raza humana.

Mi público ha sabido reconocer y premiar mi entrega, mi pasión, mi amor por un arte que vivió en mí para hacerlo feliz, enfatiza orgulloso. 

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