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Honduras: la «terquedad» de los escuadrones

La represión selectiva sigue siendo parte de una preocupante realidad. ¿Auge de los ejecutores clandestinos?

Autor:

Marina Menéndez Quintero

«Si el domicilio no es seguro, ya no hay un solo sitio seguro». Con esa sencilla pero rampante verdad, el Comité de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (COFADEH) reclama otra vez el respeto a la vida en Honduras, luego del feroz allanamiento de otra vivienda donde no asesinaron, pero entraron por los balcones, forzaron ventanas y puertas, revolcaron hasta el último rincón, y rociaron con sangre los closets y sus gavetas…

La tortura sicológica, varios secuestros con suplicios, tres muertes violentas y unos cincuenta arrestos arbitrarios desmienten la presunta reconciliación anunciada por Porfirio Lobo al asumir la presidencia hace casi un mes.

La reiterada acción aparente de la «delincuencia común» esconde algo con todas las trazas de eso que llaman represión selectiva y solo puede ser atribuible a escuadrones de la muerte. Es lo lógico. Crímenes políticos y torturas tienen carta blanca en Honduras gracias a la impunidad otorgada al alto mando militar que protagonizó el golpe del 28 de junio, y a la amnistía proclamada casi al unísono para todos los que delinquieron en los duros meses de plena dictadura civil-militar: «civil», porque no debe olvidarse que Micheletti fue el títere que puso traje y corbata a la asonada castrense; «plena», porque el Gobierno de Lobo, «elegido» en  medio de aquel régimen, sigue siendo considerado por muchos como una extensión del golpismo.

A ello se sumó la salida a escena de personajes como Billy Joya Améndola, cuya reaparición como asesor del régimen de Micheletti constituyó un escándalo silenciado después, lo cual no quiere decir que haya desaparecido —no raptado, desde luego— de la escena política hondureña. Ahora, tal vez, trabaje en tramoya.

Desapariciones reales fueron las que dejó el accionar de los grupos élite con funciones paramilitares que Joya ayudó a fundar en la década de 1980, época de la que se han podido certificar, muchos años después y escasamente, 184 secuestros. La cifra quedó por debajo de la realidad, según declaró a JR Bertha Cáceres, la titular de COFADEH, y solo resultó convincente muchos años después, cuando de la tierra empezaron a aflorar los llamados cementerios clandestinos.

Ahora, al parecer, el borrón y cuenta nueva prometidos a cambio de esa impunidad en que quedaron —¡otra vez!— la veintena de luchadores sociales asesinados en el lapso que duró el dueto Romeo-Micheletti y las golpizas a cientos de manifestantes arrestados no significó, sin embargo, la destrucción de las listas negras donde estaban anotados esos desobedientes. Las relaciones con los nombres de los pecadores siguen ahí, y engordan. Así lo hace suponer la muerte aún no explicada de Vanessa Yaneth Zepeda, una joven enfermera madre de tres niñas, activista y líder sindical, cuyo cadáver fue arrojado desde un auto en marcha el pasado 3 de febrero sin impactos de bala, ni heridas de arma blanca, ni otra señal de presumible causa de muerte… aunque los empleados de la morgue no dejaron ver el cuerpo.

A ello se sumó el asesinato, el martes, del dirigente obrero Julio Benítez, muerto de varios balazos en la cabeza por sicarios, se denunció casi al tiempo que COFADEH daba cuenta del allanamiento de la vivienda de otro dirigente social, Porfirio Ponce, perteneciente a la Junta Directiva Central del Sindicato de Trabajadores de la Industria de la Bebida y Similares, que COFADEH identifica como «sindicato base del Frente Nacional de Resistencia Popular». Otro asesinato precedió a esa intimidación: el de Julio Funes Benítez.

Ese puede ser el final que aguarde a dos jóvenes camarógrafos de Globo TV que captaron escenas del secuestro de Manuel Zelaya y quienes, ha denunciado el colega Dick Emanuelsson, fueron secuestrados a punta de pistola por hombres de civil el pasado 2 de febrero, torturados e interrogados acerca de presuntas armas y dólares relacionados con la Cuarta Urna: la votación abortada sobre una Asamblea Constituyente, que constituyó el detonante de un golpe pensado desde antes, contra Zelaya.

Los hechos advierten de la ola represiva que podría abatirse sobre miembros activos y seguidores de la Resistencia y contra todos quienes, mediante la protesta social, desafíen el estatus, aunque ni siquiera sean parte de una organización partidista. Y desafiar el estatus en esta Honduras puede ser la movilización contra la salida del ALBA o por la derogación de leyes que los golpistas adoptaron y vuelven a poner al país, de plano, en manos del poder transnacional. Esos han sido algunos motivos de las últimas manifestaciones de «los resistentes», trabajando ahora hacia el interior, ha explicado su líder Juan Barahona, y no siempre en silencio, como lo han demostrado.

Los camarógrafos salieron vivos. Pero no debe olvidarse que la intimidación también es instrumento cuando no puede desalentarse a los que, pese a todo, prosiguen el camino.

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