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Una oligarquía en la que ya no confían

En medios académicos y especializados se redescubre el carácter oligárquico de Estados Unidos y se desenmascara su petulancia como democracia; también el ciudadano común llega a esa conclusión, no desde las teorías, sino por el conocimiento que le da su diaria vivencia de un Estado policiaco y vigilante que defiende a los superricos

Autor:

Juana Carrasco Martín

«Reto definitorio de nuestros tiempos», así lo definió Barack Obama, y el Papa Francisco afirma que es «la raíz de los males sociales». Ambas personalidades mundiales hablaban de la desigualdad.

Que el líder religioso tenga al tema como prioridad es obvio, debe ocuparse de las ovejas de su rebaño, diversas y esparcidas por todo el planeta, ya sean ricos o pobres las naciones donde habitan, o vivan en la opulencia o en la miseria.

Que sea preocupación de quien gobierna el país más poderoso del mundo, da que pensar, porque está reconociendo con ello las diferencias que no han podido eliminar, por el contrario se acrecientan cada vez en su propia sociedad, la que tildan de democracia perfecta.

¿Acaso es Estados Unidos esa república dotada de los valores y virtudes más valiosos para los seres humanos, a su real entender? Todo indica que no, y además del conocimiento empírico de quienes la viven y dudan de la tal democracia, están los estudios científicos.

Uno de estos aparecerá en la publicación académica Perspectives on Politics, en su número de Otoño-2014, y es categórica su formulación: Estados Unidos no es una democracia, es una oligarquía, donde el dinero habla… y la democracia muere bajo su agobiante peso, porque es profundamente corrupta. Así responden a las preguntas iniciales del trabajo ¿quién gobierna?, ¿quién realmente conduce al país?

Por supuesto, los autores de ese estudio, Martin Gilens y Benjamín I. Page, puntualizan el actualmente extendido control de Estados Unidos por parte de los super-ricos, los bimillonarios como también se les conoce; esos que el movimiento Ocuppy Wall Street identificó con el 1%, frente al 99% asignado al resto de la población en un sistema y una sociedad que consideran profundamente desigual y equidistante en la distribución de las riquezas.

Si en la antigua Grecia utilizaron el término de oligarquía para nombrar a la forma degenerada y negativa de la aristocracia, nada ha cambiado desde entonces y sigue siendo el sistema donde el poder supremo lo ejerce una élite, una minoría entre los poderosos, prácticamente perpetuado porque dominan la economía, son los dueños de tierras, bancos, industrias, consorcios de todo tipo y ejercen con fuerza su influencia sobre la dirección política y hasta en algunos casos lo hacen directamente, sin el político intermediario que le sirve de peón para manejar y conducir a todos los demás.

El tema se ha instalado en el mundo académico, y así el economista francés Thomas Piketty ha publicado un nuevo libro bajo el título de Capital in the Twenty-First Century (El capital en el siglo 21), donde argumenta que el capitalismo moderno ha puesto al mundo «en el camino no solo de una sociedad altamente desigual, sino en una sociedad de oligarcas —una sociedad de riqueza heredada».

Paul Krugman, Premio Nobel de Economía y columnista del diario The New York Times, decía en una entrevista que le hizo el periodista Bill Moyers que ni siquiera los que emplean el término «1% contra el 99%» pueden apreciar en toda su plenitud el desastre que la desigualdad en la distribución de la riqueza global está causando.

El debate tiene repercusión en los foros o redes sociales —la maravilla de una Internet más democratizada por masiva— y por supuesto, hay quienes lo dicen de forma clara y sencilla y definen la oligarquía como la dictadura del capitalismo o el gobierno que sigue los dictados del capital, mientras otros recuerdan lo que Marx estudió y explicó desde el siglo XIX.

La visión desde las encuestas

Una de las más importantes encuestadoras de Estados Unidos, la Pulse Opinion Research, LLC., que a diario publica el Ramussen Report, reflejo del estado de ánimo de los norteamericanos sobre los más disímiles problemas políticos, económicos o sociales que les incumben, ponía en los índices porcentuales la percepción popular.

El 24 de abril de este 2014, por ejemplo, apuntaba: el 53 por ciento piensa que ningún partido político representa al pueblo norteamericano, lo que elevaba la desconfianza de un 47 por ciento que había opinado así en junio del año 2012 durante el pasado ciclo electoral nacional. El 28 por ciento seguía confiando y un 19 por ciento no estaba seguro como para situarse entre los desengañados o los creyentes a ultranza en su sistema político.

Para más desgracia, mientras más jóvenes son los votantes encuestados, el desencanto es mayor.

Y si los partidos todavía cargan con influencia en el electorado que acude a las urnas cada dos o cuatro años, según sean parciales o presidenciales los comicios, el Congreso —el cuerpo legislativo que supuestamente representa a los estadounidenses en sus dos Cámaras, la de Representantes y el Senado— cada vez sale peor parado: solo un seis por ciento de los votantes piensa que el Congreso está haciendo un trabajo bueno o excelente, y el 72 por ciento dice que sería mejor para el país si la mayoría de los incumbentes (los que aspiran a repetir en sus curules y son la gran mayoría) fueran derrotados en el próximo noviembre…

Siguiendo ese trazo numérico, 66 por ciento afirma que son reelegidos porque las elecciones están amañadas para su propio beneficio.

A tal grado llega el desencanto que un porcentaje nunca antes visto (el 70 por ciento) de la ciudadanía considera que no importa cuán malas están las cosas, el Congreso siempre va a encontrar la manera de hacerlas peor. El punto es que muy pocos electores creen que los miembros del Congreso les escuchan en sus intereses o demandas.

Hay informaciones adicionales que sustentan este escepticismo y mucho tiene que ver con las brechas e iniquidades que respaldan la descripción de Estados Unidos como un estado oligárquico.

Los miembros del Congreso reciben una paga anual de 174 000 dólares, y el 63 por ciento de los estadounidenses perciben que están sobrevalorados.

A pesar de ese sentimiento, recientemente un representante del estado de Virginia, ya retirado, Jim Moran, se quejaba de que era poco el salario, opinión totalmente opuesta a la notable mayoría que conoce de los recortes presupuestales en servicios esenciales como la salud o la educación como medida para balancear el presupuesto federal, donde otros acápites más derrochadores siguen en aumento, como es el caso de las partidas destinadas al Pentágono o a las agencias de vigilancia que atentan cada vez más contra los derechos civiles en una sociedad que se dice democrática.

Agréguese otra piedra al camino al infierno. En los Reportes Ramussen el 61 por ciento ratifica que su representante o senador ha vendido su voto. O más claro, el Congreso es una institución en venta. Dinero contante y sonante o como contribuciones para las campañas electorales son el medio de pago. De ahí que en Estados Unidos no pase ninguna legislación que restrinja el poder de unos pocos, porque detrás están los grandes donantes, las corporaciones y grupos financieros que dan tanto dinero, no importa si a demócratas o republicanos, y también es variada la fuente, lo mismo petroleras, la poderosa industria farmacéutica o los contratistas del Pentágono.

Grandes fortunas

Pero más allá del salario y de las donaciones, son cada vez más los políticos estadounidenses que están registrados en las listas de las grandes fortunas, ya sean millonarios o bimillonarios, y no pocos de ellos también son herederos o están formando ya la dinastía propia, cementando la oligarquía estadounidense.

He aquí el evidente conflicto de intereses que, sin embargo, no se rechaza, aunque muchos estadounidenses se quejen de las riquezas de sus políticos. Y no es para menos, los 50 más ricos en el Congreso tienen una fortuna sumada de 1,6 billones de dólares. Se afirma que el republicano de California Darrell Issa tiene la cuenta bancaria mayor: 355 millones de dólares.

El capital promedio de un representante, según dato del año 2012 en un artículo publicado en Random Celebrity, era cercano al millón —exactamente 913 000 dólares—, pero también aseguraba esa indagación que la cifra ascendía mucho más cuando se hablaba de todos los políticos, gobernadores, senadores, presidentes, alcaldes y etcétera.

Unos pocos ejemplos: Michael Bloomberg, quien fue alcalde de Nueva York por tres términos a partir de 2001, posee una fortuna personal de 19,5 billones; y otro ex gobernador famoso, que tomó la decisión «ética» de renunciar a su salario de 175 000 dólares cuando estuvo al frente de California, es Arnold Schwarzenneger con sus 400 millones; a Michael McCaul, representante texano, se le calcula 305 millones; y la de Mitt Romney, quien aspiró a la presidencia se calcula en 294 millones; John Kerry, el actual secretario de Estado acumula 194 millones; Bill y Hillary Clinton tienen de conjunto 101,5 millones.

Incluso, no pocos han dejado atrás a algunos de los oligarcas tradicionales, cuyas familias están incrustadas hace mucho en la política, como Jay Rockefeller con 86 millones y Richard Blumenthal con 53 millones. El presidente Barack Obama cuenta con una «modesta» fortuna de 11,8 millones…

Se justifica entonces tanto escepticismo y también tanta preocupación por el sendero que va tomando un estado oligárquico, al que el mundo ve y también rechaza por su poder imperial.

La conclusión la trae otra encuesta de Rammusen, que saca a relucir una aseveración hecha por el Presidente de EE.UU. en un discurso ante la Cámara de Comercio el 7 de febrero de 2011: Gobierno y negocios «pueden y deben trabajar juntos». Esto se traduce en la opinión pública con el criterio del 63 por ciento que dice que los contratos del Gobierno van para aquellos con las mayores conexiones políticas, y el 68 por ciento de los estadounidenses «creen que el Gobierno y los grandes negocios trabajan juntos contra el resto de nosotros».

Las cosas van de mal en peor, cuando ya han pasado más de seis décadas de cuando Charles E. Wilson, uno de los mayores accionistas de la General Motors Company fue designado secretario de Defensa por el presidente Dwight Eisenhower, y en la audiencia del Senado para confirmarlo en su cargo dijo una sentencia alfa y omega del sistema: «Lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos».

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