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Acuartelados con Chávez

Así como todo venezolano, cada latinoamericano tiene su Hugo Chávez. De un sitio y otro, más de un millar de personas van a verle diariamente a este Cuartel llano como la remembranza. No le faltan rosas rojas ni testimonios profundos como los jóvenes que se tatúan su firma

Autor:

Enrique Milanés León

El cañonazo de salva, cada día a la misma hora, no deja de sorprender: las 4 y 25 de la tarde marcan la muerte de Hugo Chávez, pero todavía pocos parecen preparados para un acto que suelen llamar «partida física» o «siembra» de un hombre, de modo que, casi cinco años después, cuando ese estruendo vespertino sacude el capitalino barrio de Monte Piedad, en la parroquia 23 de Enero, las reacciones pueden ir del sollozo común al inédito erizamiento de piel. Entonces, una frase retumba por encima del cañón: «¡Chávez vive, la lucha sigue!».

En el Cuartel de la Montaña uno pasa bajo las 33 banderas de los países de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), ese ramo de pueblos abonados por él junto a Fidel y, al entrar, de salón en salón, palpa enseguida la semilla y el fruto del líder, del niño de Barinas al héroe que al pie de los Andes llevaba las sienes mojadas de nubes.

Estampas de familia, querencias sencillas, objetos personales: un guante de pelota, un peine, un traje tradicional, el sable de graduación, la boina escarlata, distintivos militares… En un mapa, su obsesión bienhechora: anotaciones propias de un conductor de pueblos.

Y fotos, muchas fotos; todas impactan, pero acaso la que más conmueve es aquella de un Chávez, convaleciente de operación y de químicos, empapado bajo el aguacero para no dejar a solas a la multitud que en el último octubre del jefe bolivariano fue a escucharle en pleno cierre de campaña para que la Revolución no perdiera la presidencia. «Agua bendita; si mi pueblo se está mojando, yo me mojo con mi pueblo», dice incesante la imagen.

Tal vez la niña venezolana que, pizpireta, hace el recorrido con sus padres, no conozca esa anécdota, pero sin dudas la sabe de memoria la mujer de recia estampa que en toda la tarde no cesa un llanto silente, lagrimeo lento, sereno y discreto que por ello merece más respeto.  

Al cabo, el grupo sale al patio central del coloso de inicios del siglo XX que, además de Museo Histórico Militar, fue academia castrense y sede ministerial, y ahora es simplemente otro estado mayor del hombre que allí mismo, fracasada la rebelión que condujo en 1992, trastocó su derrota con aquel «por ahora» que más tarde enderezó un continente.  

En el patio, sus restos, en un sepulcro de gloria al centro de «La flor de los cuatro elementos». Fruto Vivas, el renombrado arquitecto venezolano que en la misma noche del 5 de marzo de 2013 diseñó el mausoleo en solo 20 minutos, dijo entonces que el paladín del pueblo debía descansar sobre una orquídea. Y ahí está Chávez como siempre le vimos, hecho fuego, viento, tierra y agua entre pétalos de granito y mármol de la flor nacional. 

Nadie le ha olvidado. Dicen que acostumbraba a asomarse todas las mañanas al Balcón del pueblo, en Miraflores, y mirar hacia el Cuartel de la Montaña mientras tomaba un café. Ahora, en la altura dominante del mausoleo sagrado, tiene otro balcón con que observar a su pueblo.

¡Chávez vive…! Cuartetos de soldados jovencísimos, vestidos como húsares de la Independencia, se relevan cada dos horas la custodia del guía que será para siempre, más que jefe de un cuartel, Comandante de un pueblo. A la vista de la ceremonia, la venezolana sigue llorando en silencio, la niña del grupo se hace fotos con mamá y papá y el cubano recuerda al límpido habanero del mundo que en otro siglo llegó a Caracas preguntando por Bolívar…

Así como todo venezolano, cada latinoamericano tiene su Hugo Chávez. De un sitio y otro, más de un millar de personas van a verle diariamente a este Cuartel llano como la remembranza. No le faltan rosas rojas ni testimonios profundos como los jóvenes que se tatúan su firma. 

En ello y en mil cosas más piensa el cubano que proyecta estas notas. Entonces recuerda la historia del niño que hace tiempo vio en la televisión un viejo Aló, presidente y preguntó a la abuela, entusiasmado: «¿Chávez ya se despertó?». La anciana, sabia como toda abuela, le respondió: «No, mijo, fue él quien nos despertó a todos».

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