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Truman y el infierno sobre Hiroshima

El 6 de agosto de 1945 Estados Unidos intentó borrar del mapa japonés a Hiroshima, y tres días después repitió la letal arremetida en Nagasaki

Autor:

Ernesto Limia Díaz

En cumplimiento de una orden del presidente Harry S. Truman, el 6 de agosto de 1945 un bombardero estratégico B-29 de la Fuerza Aérea de Estados Unidos partió rumbo al sur del archipiélago de Japón portando una bomba con un centro de 60 kg de uranio 235. El piloto llevaba la orden de lanzarla sobre Hiroshima, sede de la jefatura del segundo ejército japonés. La ciudad era habitada por 400 000 personas —el 75 % concentradas en el centro de la urbe—, incluido un pequeño grupo de prisioneros de guerra estadounidenses. Nunca había sido bombardeada.

A las 8:15 a. m. el B-29 arrojó su carga. La primera detonación, semejante al rugido de un huracán fuerza 5, generó tal luminosidad que los enceguecidos transeúntes se alarmaron. No tuvieron tiempo de entrar en consideraciones, en cuestión de segundos le siguió una explosión descomunal cuando el artefacto estalló a 570 m sobre la superficie de la tierra con una potencia de 12,5 kilotones. El hongo se levantó a más de 12 000 metros, por varias horas. Fue uno de esos días que ponen a prueba la naturaleza humana y dejan una huella indeleble entre los sobrevivientes. Incluso en los alrededores se sintió una ventolera fuerte, espantosa, y la gente vio los papeles quemados que caían sobre las casas junto a una lluvia negra y pegajosa.

El padre Pedro Arrupe, rector de la orden jesuita en la localidad de Nagatsuka, a unos de 6 km del centro urbano, describió lo ocurrido:

«En todas direcciones fueron disparadas llamas de color azul y rojo, seguidas de un espantoso trueno y de insoportables olas de calor que cayeron sobre la ciudad, arruinándolo todo: las materias combustibles se inflamaron, las partes metálicas se fundieron, todo en obra de un solo momento. Al siguiente, una gigantesca montaña de nubes se arremolinó en el cielo; en el centro mismo de la explosión apareció un globo de terrorífica cabeza. Además, una ola gaseosa a velocidad de quinientas millas por hora barrió una distancia de seis kilómetros de radio. Por fin, a los diez minutos de la primera explosión, una especie de lluvia negra y pesada cayó en el noroeste de la ciudad, un mar de fuego sobre una ciudad reducida a escombros» (Arrupe, 1952: 66-67).

Entre 90 000 y 140 000 personas acabaron destrozadas o carbonizadas en Hiroshima por los efectos de la onda de choque, la radiación térmica y la radiación ionizante —solo 3 243 eran militares. No pocos murieron sin causas o heridas visibles; otros estaban cubiertos de brillantes manchas multicolores. Muchos vomitaban sangre. Nada laceraba tanto como los gritos de los niños que corrían en busca de socorro o sollozando sin saber dónde hallar a sus padres. Toda aquella masa necesitada de auxilio no tenía a quién acudir. De los 260 médicos de la ciudad, 200 murieron en el primer momento, y entre los que se salvaron, muchos requerían atención por su extrema gravedad. Nadie comprendía lo sucedido. Al día siguiente, cuando llegaron los socorristas y los voluntarios, pudieron saber algo: ¡Ha explotado la Bomba Atómica!. Pero ¿qué es la bomba atómica?: Una cosa terrible (Arrupe, 1952: 90). Antes de que se acabara el año la cifra de muertos se elevó a 270 000; las futuras generaciones sufrirían las secuelas de la precipitación radioactiva.

Truman estaba como presa de un estado de odio epiléptico, y con sangre helada exacerbó el espíritu de revancha mientras comunicaba la noticia: «Hace poco tiempo un avión americano dejó caer una bomba sobre Hiroshima y destruyó su utilidad al enemigo. Los japoneses iniciaron la guerra por el aire en Pearl Harbor. Han saldado las cuentas de múltiples formas. Pero el fin aún no llega. Destruiremos sus fábricas y sus comunicaciones. No habrá ningún error. Destruiremos por completo las capacidades japonesas para hacer la guerra. Es una bomba atómica. Saca provecho de la forma de energía básica del universo».

Tomado del perfil en Facebook de Ernesto Limia Díaz

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