Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Entre el enojo… y el miedo

Masacres recurrentes que hacen víctimas a los jóvenes, sazonan con más terror la ancestral violencia en Colombia

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Más que el pavor se palpa la indignación. Y tanto como los muertos, solivianta a la opinión pública de Colombia la manera en que el Estado se desentiende de la trascendencia —no puede zafarse de los hechos— y adopta, mediante eufemismos, lo que algunos políticos han calificado como «actitud negacionista».

Que el Gobierno de Iván Duque llamara «homicidios colectivos» a la casi una decena de masacres registradas en el país solo en el mes de agosto, ha sido el destape de la Caja de Pandora de donde han aflorado no solo testimonios de sobrevivientes que al hablar ocultan su identidad por temor a represalias de los ejecutores, también sin rostro.

Además, políticos distantes del Centro Democrático que está en el poder escarban, alarmados, en los acontecimientos, junto a alcaldes, dirigentes sociales «de base», comunicadores, y hasta se manifiestan los jóvenes de algunas de las demarcaciones afectadas por esa violencia que, desde el establishment, se asume pero solo como resultado de presuntos ajustes de cuentas entre bandas de narcotraficantes o, incluso, como alegados crímenes de desmovilizados de las antiguas FARC-EP o del vigente ELN. Ya eso no parece especulación…

La foto de una movilización de esos muchachos que, para refutar vínculos inexistentes con la exguerrilla, portaron una enorme tela donde aseguraban «No somos juventud FARC», fue manipulada para que expresara exactamente lo contrario.

Es una manera de torcer, y enajenar a las personas de la realidad. Como tantos ciudadanos que la criticaron, tal actitud fue puesta en tela de juicio durante un panel online convocado por el espacio Semana en vivo, dedicado a comentar la visita realizada por el presidente Duque a la localidad de Samaniego, en el departamento de Nariño, después de una de esas matanzas.

En opinión de la politóloga Laura Gil, la promesa del mandatario de que construirá a los jóvenes un estadio, formulada a los vecinos en medio del luto, resultó una muestra de total falta de «empatía» del Jefe de Estado hacia la gente. Y ese despego del sentir popular, consideró la analista, no tiene remedio.

Al llegar a Bogotá, Duque habló de «justicia» en un intento evidente por poner las cosas cerca de su sitio. Pero ello será difícil si no se asumen los sucesos como son, y, menos, si no se sacan a la luz las motivaciones de los crímenes.

Hace cinco días, el anuncio del Ministerio de Defensa de que se alista un batallón de elite para enfrentarlos, no tranquilizó a nadie.

Tampoco hay alguien que crea en las presuntas riñas de bandas. Esa hipótesis fue dejada sin sustento por un sobreviviente de Samaniego invitado al panel en streameng.

Funeral de jóvenes asesinados. Foto: Getty Images

Sin mostrar la faz y con la voz distorsionada por efectos especiales de modo de no ser reconocido, el muchacho, de 19 años, narró que los asesinos irrumpieron, cubiertas las caras por pasamontañas y vestidos de negro, en una fiesta que reunía a universitarios originarios de la localidad quienes, como él, estudian en diversas ciudades y habían regresado al terruño por unos días, porque allí se sentían seguros para pasar el aislamiento impuesto por la pandemia.

Los atacantes no pusieron a las víctimas en fila, ni leyeron papeles con listas escalofriantes de personas a ejecutar como ocurre en los ajustes de cuentas. Rompieron la puerta y persiguieron por las habitaciones a quienes no atinaron a correr en busca de los campos o el río, y se encerraron en la casa. Los cazaron como conejos, pateándoles la cabeza si caían al suelo. Uno, incluso, fue baleado por la espalda y con la cabeza baja... Ocho fueron asesinados.

En total, suman más de 40 los muertos en agosto en masacres que hasta este lunes se acercaban a la decena, y que tienen como punto en común locaciones rurales como escenario, y la recurrencia de jóvenes, mayormente, entre las víctimas. Por supuesto, todos eran inocentes de alguna acusación, y estaban desvinculados de los narcos, de las guerrillas, o de cualquier banda armada u organización al margen de la ley.

Según Duque, el fenómeno no es de su mandato, y viene de atrás. Sin embargo, la práctica exhibe un auge sin precedentes que echa por tierra el deseo de justificación de un mandatario que no solo ha entorpecido la implementación de los Acuerdos de Paz, propiciadores de esa estabilidad que no existe y parece ahora todavía más lejos.

Además, el ejecutivo de Duque ha hecho poco para frenar el exterminio que ya mostraba las altas cuotas de impunidad con que el crimen campea en Colombia, y se manifiesta hace casi tres años en asesinatos, a todas luces, selectivos, contra los guerrilleros de las FARC que se acogieron al pacto y entregaron las armas, y contra los activistas sociales. Sus muertos suman en 2020 más de una veintena de desmovilizados y excede el centenar de dirigentes populares.

Aquellos vientos crearon atmósfera apropiada para estas tempestades.

La Oficina de la ONU que sigue los Derechos Humanos en Colombia ha dicho que ¡33! sucesos de este tipo han ocurrido en lo que va de año.

Para el columnista Daniel Rico se trata de una «violencia simbólica» que busca atemorizar. Y «si no pueden (las autoridades) hacer un buen diagnóstico de la realidad, mucho menos podrán resolver el problema», alertó.

¿Terror o advertencia?

El incremento de las masacres a partir, justamente, del dictamen de prisión preventiva dictado por la Corte Suprema sobre el expresidente y mentor de Duque, Álvaro Uribe, ha despertado conjeturas que no se dicen, pero se piensan cuando alguien toma en cuenta sus vínculos con el surgimiento y la acción vandálica de los grupos paramilitares en sus tiempos de gobernador en Antioquía. Pero esas bandas han resurgido luego de una dudosa desmovilización que no llevó a sus miembros ante la justicia, y hoy ocupan espacios que antes dominaba la insurgencia.

En medio de tal caos y por una decisión inédita de la Corte Suprema, Uribe fue puesto bajo investigación por presionar a testigos ante el sistema judicial; pero es obvio que con la indagación emergerá toda la violencia prohijada por el alegado deseo de venganza que dejó el asesinato de su padre —un terrateniente muerto, ha afirmado él, a manos de la guerrilla—, posible fermento también del afán militarista con que el exmandatario se ha enfrentado siempre al conflicto armado en su país, por encima de las soluciones de paz negociadas.

Según ha aseverado muchas veces el Centro Nacional de Memoria Histórica, las masacres «tienen como eje explicativo central el infundir terror en las comunidades donde se cometen para dejar un claro mensaje de control territorial por parte de los grupos armados al margen de la ley», ha citado el diario El Tiempo.

No sería un disparate elucubrar que, ahora, el mensaje de control se esté enviando a los encargados de impartir justicia: lo único que en Colombia nunca ha campeado por su respeto.

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