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Las sutilezas del escamoteo

Autor:

Juan Morales Agüero

Robar es una palabra repulsiva. Por su tenebrosa catadura, las personas decentes, amén de abominarla, pasan por su lado de puntillas y tapándose la nariz. Sin embargo, ¡cuánta virtud ha venido a menos con sus engañifas! Porque no pocas veces su modus operandi embrolla a los incautos y les vende gato por liebre.

Recuerdo lo que me sucedió años atrás con un amigo con quien solía charlar regularmente sobre literatura. Una tarde tocó a mi puerta con «algo» guardado dentro de una jabita de nailon. Después de los saludos de rigor, extrajo del bolso un libro. «Mira la joya que acabo de conseguir», me mostró. Y puso el volumen en mis manos.

En efecto, era un best seller de un autor sudamericano ilustre. Mi favorito, por más señas. Por su cubierta deduje que pertenecía a una tirada de lujo de alguna editorial famosa. «¿Por cuánto tiempo te lo prestaron?», le pregunté, al reconocer en la primera página la marca de un gomígrafo con la identificación de una biblioteca.

«¿Quién dijo que es prestado?  —respondió—. ¡Me lo llevé!». Quise rectificarle: «Querrás decir que te lo robaste». Pero no aceptó que eso fuera robar. «Y si lo fuera —objetó— Martí dijo que robar libros no es delito». Y me fulminó con una mirada triunfal, a pesar de que ni él ni los otros bibliocleptómanos que lo citan han leído jamás en la copiosa obra del Apóstol semejante desatino.

Ante situaciones así, Cantinflas hubiera replicado con su célebre bocadillo cinematográfico: «¡Ahí está el detalle!». Porque, ¿acaso robar no es el acto deliberado de adjudicarse lo ajeno? Desde una perspectiva ético-moral, caben en el mismo saco quien sustrae un libro y quien desfalca un almacén. Hacerlo con solo estirar un brazo o con una pata de cabra no establece diferencia alguna.

Se trata de una cuestión de gradaciones. Tal vez haya quien piense que una humilde tuerca carece de categoría como para tildar de ratero al que se la apropie para remediar un imperativo hogareño. O quizá alguien se figure que la cultura no entrará en coma solo por retirar furtivamente un texto de una biblioteca pública.

Algunas modalidades de la orfandad de honradez —es un eufemismo, ¿eh?— pueden parecer inocuas y de pequeño calibre. Pero no. Todas, sin excepción, van al banquillo de los acusados cuando se juzga la moral. Y la pone en cuarentena tanto quien birla una onza de carne en la báscula como quien desfalca las arcas de una empresa.

Y otra cosa: más allá de lo que un acto de apropiación indebida —es otro eufemismo— constituye como fechoría de lesa honradez, ¿adónde iría a parar un país si cada uno de sus hijos se sintiera en el legítimo derecho de llevarse a casa todos los días «algo» de lo que produce, oferta, elabora o promueve su centro de trabajo?

No existe rapacería mayor y rapacería menor. Desde la ética y la decencia solo existe una. Y con ella ocurre como con las peloticas de nieve lanzadas ladera abajo. Crecen y crecen hasta que se vuelve virtualmente imposible controlar sus dimensiones.

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