Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Ciento diez

Autor:

Yunet López Ricardo

Aunque gastada por el tiempo, su mano estrechó muy fuerte la mía y él sonrió igual que los niños recién llegados al parque. Debajo del sombrero negro, como faros guiando botes brillaron sus ojos pequeños, los mismos que hace más de un siglo se abrieron por primera vez en una casita del batey de San Luis, en Santiago de Cuba.

Silvio Bandera Cosme cumplió hace unos días 110 años, y desde aquellas mañanas en que corría junto a sus cinco hermanos hasta ahora, cuando lo sorprenden los relojes ante un soplo largo de velitas, ha llovido bastante.

Aunque muchos no lo crean, este centenario hace solo un mes que dejó de trabajar la tierra en su finca habanera de El Calvario, y con la energía envidiable de los campesinos robustos, conversó conmigo casi dos horas en su casa en Arroyo Naranjo, donde vive desde hace más de 15 años.

Lúcido, optimista y con todas sus lluvias a cuestas, confiesa sentirse muy bien. «Hay algunos achaques por la edad; sin embargo todavía camino, veo, converso...».

Pero entre sus más de 40 000 días vividos, los cuidados de 18 hijos, el retozo de 25 nietos, más de 15 bisnietos, algunos tataranietos y el amor de su esposa Flor Marina, Silvio se llena de orgullo para hablar de la mañana en que conoció a Raúl Castro.

«Fue en los primeros tiempos de la lucha en la Sierra. Yo era arriero, estaba en mi finca de San Luis aparejando unos caballos cuando él llegó con una tropa y me pidió que lo guiara hasta Bayate. Ya le habían dicho que yo me conocía muy bien la zona.

«Hay que caminar bastante», le dije, y me respondió que no me preocupara, pero eso sí, que en el recorrido no lo pasara por ningún batey. Y así lo hice».

Silvio huele aquel pasado de uniformes verde olivo; no estuvo en la vanguardia guerrillera, no disparó frente al ejército de Batista, pero «hice mi guerra de apoyo. Lo di todo, toda mi plata. Quise quedarme a pelear en la tropa de Raúl, pero él me dijo que regresara a mi casa. Entonces desde allí mandaba alimentos para el Segundo Frente».

Y es que para este «jovenzuelo» conversador, la satisfacción más grande no está en haberle ganado al tiempo 110 batallas, sino en servirle a Raúl como práctico.

«¿Ves ese retrato ahí?». Y señala la foto del General de Ejército en la pared de la sala. «Nosotros estamos hablando y él está oyendo», asegura, y otra vez sonríe con picardía, como los pequeños ante un juguete.

Silvio me recuerda a las viejas locomotoras que luego de rodar durante muchos años aún siguen llevando caña al central. Su presencia, desobediente a las leyes de la naturaleza, me hace sentir como un viajero de paso que disfruta mirar uno de los andenes más viejos de la estación.

«A este mundo todos llegamos con un destino y cada quien tiene su hora. Desde los siete años yo estoy trabajando. Siempre le he hecho bien a la gente; si en el camino había piedras, las quitaba para que pasaran mejor las carretas».

De piel oscura, alto, delgado y fuerte a pesar de los vientos del almanaque, quien durante unos años fue curandero, espiritista y siempre campesino, confiesa que el secreto para vivir tanto tiempo es haber nacido con una estrella.

«Eso tiene su cosa. Todos los ríos, como la vida, poseen su corriente, y el mío nació y ha llegado más lejos que otros. El secreto está en lo que siempre aconsejo a los muchachos: ser respetuosos, no dejar camino por vereda y cuidarse mucho».

Le gusta tener la casa llena de familia y madrugar. Dicen que a todos saluda de la misma forma, con un fuerte apretón de manos que evidencia su fortaleza de árbol robusto y vencedor ante los huracanes del reloj. Así nos despedimos, y allí, rodeado de una nube de hijos, amigos y sobrinos quedaron sus ojos pequeños, los mismos que hace más de un siglo se abrieron y hoy se alumbran ante un soplo largo de 110 velitas.

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