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Industria cultural: ¿de santa y de diabla?

Autor:

Ricardo Ronquillo Bello

A la segunda temporada de Bailando en Cuba que sirve, además de para desperezarse de las abulias dominicales, para mover las neuronas, se ha unido esta semana la no menos sonada controversia entre arte y mercado, a propósito de una entrevista a Descemer Bueno publicada en el diario Granma.

Mientras me asombro de la maestría coreográfica que desfila por la pantalla con Bailando..., y de las respuestas y contrarrespuestas sobre el mencionado artículo, cuyos trasfondos quiero trascender, no he podido desprenderme de una pregunta:

¿Seguiremos estigmatizando el papel de las industrias culturales y las empresas de comunicación —tema recurrente en diversos análisis en el ámbito cultural—, o tendremos la capacidad de erigir un modelo de industria cultural y de empresas de comunicación para la participación protagónica, para la emancipación, de amplio e inclusivo carácter socialista, capaz de lidiar con el mercado y hasta de jugar con sus propias reglas en la defensa de nuestros propósitos?

Es preciso admitir que no siempre fuimos capaces de mantener un poderoso sistema de reproducción simbólica, como el que se requiere para enfrentar los desafíos que nos plantea el mundo de hoy en este ámbito, mientras, como refiere el profesor brasileño César Bolaño, en su texto Industria cultural, información y capitalismo, esta es «la victoria más estrepitosa del capital y su realización más magnífica: el capital transfigurado en cultura».

Bolaño invita a repensar los nexos entre la escuela crítica de la Economía Política de la Comunicación con aquellos procesos centrales en la mediación atendida, en los últimos 30 años, a partir de analizar el consumo de la industria cultural. Dicho libro tiene la enorme virtud de parecer un destello en medio del enorme agujero negro del marxismo occidental, y del cubano muy en particular, sobre estos controversiales asuntos.

En la Cuba que intenta sacudirse de una visión muy primaria de la comunicación y de la producción y reproducción simbólica, resulta esencial acceder a valoraciones y análisis como los realizados en el texto. Tal vez es preciso saltar de la etapa de los estigmas a la de las ideas y alternativas.

La precariedad académica, científica y práctica en este aspecto es singular. Solo los debates derivados de la actualización propuesta por el 6to. Congreso del Partido abrieron el camino a esbozos acerca de la urgencia de estructurar un nuevo modelo de gestión económica.

No puede obviarse tampoco que, dentro de un modelo económico centralizado y verticalista, que satanizó el mercado, hasta su reciente reconocimiento en los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución, junto a la planificación socialista, resultaba complejo visualizar el rumbo de esos fenómenos.

Ello, pese a que fueron extendiéndose formas de mercado subterráneo, como el llamado «Paquete», que en el ámbito cultural compiten hoy con los modelos públicos de gestión simbólica.

El debate, generado desde diversas plataformas, está poniendo en jaque los ortodoxos modelos de mediación y funcionamiento estructural de la comunicación y de promoción cultural en el país.

Ni siquiera la propaganda, que centró y caracterizó buena parte del modelo comunicacional prevaleciente en la Cuba socialista, logró desarrollarse a la par de las increíbles sutilezas que imperan internacionalmente.

Ya he dicho en esta columna que mientras paquetes y paquetazos nos advierten de la urgencia de abrirnos, incluso parecernos más al mundo, sin dejar nuestro ser nacional, no faltan quienes cualquier hendija se les asemeja a «prostitución cultural».

Frente a esa idea del aislamiento para mantener la castidad —en una Isla abierta singularmente a los cuatro vientos— solo sirve de valladar una muy acendrada vocación universal. Esa extraordinaria inmanencia le dio a este país ideas y hombres con una sorprendente vocación universal, como el Apóstol de nuestra independencia. La nuestra es una cultura de confluencias y resistencias.

Para algunos, Cuba puede ofrecer, dar y darse mucho —hasta con lo que no tiene, como ha ocurrido tantas veces—, pero debiera tomar muy poco, olvidando que, culturalmente, este conjunto de islas es hijo de lo que el benemérito Don Fernando Ortiz denominó un ajiaco. Aunque debamos admitir que el compuesto acabó por ser muy exclusivo.

El mismo ministro de Cultura, Abel Prieto, reconocía en un reciente debate parlamentario que estamos convencidos de que es muy difícil que las empresas nuestras puedan colocarse en el circuito mundial sin la alianza con otros grandes grupos internacionales, y que tenemos la obligación de buscar alianzas y alternativas sin hacer concesiones ni distorsionar el núcleo identitario que nos define. Pienso ahora mismo en aquella idea guevariana de que el socialismo debía apropiarse de las formas innovadoras de los monopolios capitalistas.

Claro que no fue de los enlatados o de la emergente industria mundial del entretenimiento —o del embrutecimiento como algunos la llaman— de donde bebieron los venerables que honran la cultura nacional. Pero ojo, algo de la espectacularidad y del divertimento, coloreado con nuestras propias aguas, nos ha de servir también para digerir de entre todo eso, en aras de hacer menos denso el panorama de nuestras vidas. No vaya a ser que como ya dije también aquí —parafraseando al gran José Martí—, de tan puros, el aldeanismo nos mate de aburrimiento.

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