Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El último brindis.

Autor:

Juan Morales Agüero

Por estos días festejo mi primer cuarto de siglo como licenciado en Periodismo. Fue en junio de 1993 cuando defendí mi tesis en la Universidad de Oriente. Es curioso, pero escribirla no me resultó tan complicado como conformarla. El período especial apretaba el cinto, y conseguir hasta un alfiler devenía una odisea.

Por entonces, el acceso a una computadora o a una impresora era tan difícil como viajar a la Luna. Así, tuve que resignarme a teclear mi texto en una vieja máquina de escribir. Adquirir las hojas fue como un ejercicio de persistencia. Y encontrar quién me hiciera la carátula, una pesquisa digna de Sherlock Holmes.

Varios días antes de la presentación mi tutor revisó por última vez mis folios y dio su conformidad. «¡Listo!», dijo. Empero, yo no lo estaba por completo, pues aún tenía pendiente un detalle extra-académico también importante: garantizar «algo» espirituoso y fuerte para brindar después de la discusión. Porque, ¿alguien concibe finalizar una carrera universitaria sin celebrarlo con un cañangazo? Pero, —¡ay!—, en aquel contexto, dar con un litro de ron al alcance de mi billetera era una misión muy peliaguda. 

En busca de un modesto litro de cualquier mejunje que contuviera alcohol, me aparecí en la casa de un amigo la tarde antes de la discusión. Luego del saludo, lo puse al tanto de mi trance y le rogué que, por favor, hiciera algo por mi causa y me gestionara por ahí aunque fuera un «sábado corto» de aguardiente barato. «Quiero tener algo para brindarle a la gente, tú sabes cómo es eso…», argumenté. Y él, sarcástico y sonriente, añadió: «Y para brindarte a ti mismo, que te conozco muy bien». En fin...

Me invitó a sentarme y le pidió a su mujer que me hiciera café. «Vengo rápido», aseguró. Y salió. Al rato regresó con una mochila de cuyo interior sacó... ¡dos botellas de ron Santiago! Madre mía, ¡el más popular de la época y el favorito de los dipsómanos! Nunca supe dónde las obtuvo (no lo pregunté) y —¡vaya alegría!— se negó a cobrármelas. «Especial para los amigos», dijo cuando me las dio. Y la frase me hizo recordar cierta película cubana.

Después de mi efusiva gratitud, y como él no iba a estar presente en mi discusión, le propuse (quizá por pena) descorchar una botella y celebrar con un traguito —¡uno solo!— el providencial hallazgo etílico. Pensé que mi amigo rehusaría de plano. Pero, para mi sorpresa (y para mi inquietud), aceptó. «Solo uno, ¿eh?, que son para la tesis», remaché. Asintió con la cabeza. Y, acto seguido, buscó dos copas y las llenó hasta los bordes.

«¡Por el cinco que te darán mañana!», brindó, copa en alto. Yo lo secundé. Estaba poniéndole el tapón a la botella y me preparaba para irme cuando mi amigo, abruptamente, se interesó por conocer el tema de mi tesis. Con mi explicación a medias, advertí que las copas estaban vacías. Me pareció ruin no rellenarlas. «Un trago más y ya», avisé. Repetimos el ritual del brindis. Y entonces él, conocedor de mi fanatismo por el fútbol, decidió provocarme.

«Maradona es el mejor jugador de la historia», afirmó, tajante, al tiempo que le echaba mano a la indefensa Santiago y vertía generosamente su contenido en las dos copas. No hice nada por evitarlo, pero no dejó de alarmarme. «Hermano, afloja, recuerda que es para mañana», reiteré sin mucha convicción y ya con algo de mareo. Bebimos. Como discrepaba de su criterio, le refuté: «¡No, el mejor es Pelé!». Polemizamos un rato y nos servimos dos o tres veces más, sin que yo opusiera demasiadas objeciones.

Al poco rato, mi amigo comenzó a sentir los efectos de la Santiago. Entre copa y copa, me repetía gangosamente: «hermano… hip… ¡mañana vas a sacar cinco…! hip… ¿Tú me estás oyendo? hip… No te preocupes… hip… ¡Vas a sacar cinco, que yo lo sé, compadre! hip… ¡Te lo digo yo que vas a sacar cinco…! hip… Oye, atiende, ¡vas a sacar cinco…! hip…». Finalmente, y a pesar de la cantinela de que «ni una copa más», terminamos por bebernos la botella completa.

Animado por los tragos (¡ah, perverso ron!), propuse descorchar la segunda, irresponsablemente. Pero, para mi fortuna, la mujer de mi amigo salió de la cocina y me espetó, enérgica: «Usted no va a abrir nada. Arranque ahora para la Universidad, que mañana tiene la discusión de su tesis». Y casi me puso de patitas en la calle. Para entonces a mi amigo se le había enredado la lengua de tal forma que no entendí ni media palabra de lo que me dijo a guisa de despedida.

Recuerdo que agarré mi mochila con la Santiago sobreviviente dentro y tomé rumbo a los altos de Quintero, no muy distante de allí. Una ducha y unas horas de sueño bastaron para que me recuperara y amaneciera «entero». Entré a discutir la tesis sobre las diez de la mañana. Minutos antes, le pedí a un periodista amigo que me cuidara la botella hasta que yo terminara mi exposición.

«Compadre, cuídala como oro. Es la única y quiero compartirla con ustedes cuando termine», casi le imploré. ¡Craso error! ¿Se le puede encargar a un lobo cuidar las gallinas? Tan pronto entré a discutir, la abrió, derramó en el suelo un poco de ron «para los santos» y el resto se lo bebió con mis compañeros de carrera que aguardaban por la calificación final en las inmediaciones. 

Culminada la discusión, me acerqué al grupo. Todos, eufóricos, vinieron hacia mí. «¡Felicidades!», exclamaron a coro. «Bueno, ahora a descorchar la Santiago», propuse, feliz. «Es que ya lo hicimos —confesó con fingida vergüenza mi colega—. Celebramos por adelantado. Pero, para que veas que te tuvimos en cuenta, mira la botella: ¡dejamos para ti el último traguito!». Y me la mostró con una migaja, una miseria, una tristeza de ron en el fondo.

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