Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Hurón Azul

Autor:

Graziella Pogolotti

Era una pequeña casa de madera. Algo estrecha, la sala albergaba un escritorio, un librero, una mesa con tapa de mármol sobre la cual colgaba un curioso retrato del poeta Félix Pita Rodríguez desnudo. La habitación disponía del espacio suficiente para la cama matrimonial. Cocina y comedor conformaban el ámbito de un mismo local.

Sobre los contados escalones que conducían al piso alto, el pintor había dibujado las huellas de los pies descalzos del fantasma que, según decía, frecuentaba ese entorno. Arriba, el estudio parecía dotado de una austeridad monástica. Disponía de lo indispensable: un catre y un caballete. Pero el amplio ventanal se abría al verde paisaje punteado de palmas reales de un suburbio habanero todavía rural. La modesta vivienda estaba iluminada también por el mural de bañistas que rodeaba la chimenea de la sala y por el espléndido desnudo de Eva en la puerta del baño.

Carlos Enríquez y Marcelo Pogolotti compartieron las aulas de la primera enseñanza en el Candler College de La Habana. Luego, las respectivas familias decidieron asegurarles un futuro promisorio en lo material. Los enviaron a estudiar a Estados Unidos. Carlos estaba destinado a una carrera comercial, y Marcelo a graduarse como ingeniero mecánico. En ambos casos, la vocación artística se impuso. Abandonaron el cómodo camino trazado y asumieron los rigores de la pobreza. En el país vecino, Carlos conoció a su primera esposa, la también pintora Alice Neel.

 Al conmemorarse el primer centenario del nacimiento de ambos, el Memorial José Martí acogió una muestra de la obra del cubano, mientras en Nueva York se inauguraba una sorprendente retrospectiva de Alice Neel. A pesar de las desavenencias conyugales que los separaron definitivamente, uno y otra prosiguieron el desarrollo de un arte revolucionario en lo artístico y en lo social. La crisis económica mundial de 1929 hundió a Alice Neel en la miseria extrema. Rompiendo las barreras raciales, buscó refugio en Harlem, donde radicó de manera definitiva y radicalizó su posición en defensa de las minorías preteridas, incluidos los sectores más vulnerables. Al llegar a una edad avanzada, pintó su autorretrato, un desnudo que mostraba sus carnes deterioradas por el paso de la existencia.  Reafirmaba con ese gesto la altivez de una artista nunca vencida por la adversidad.

Por su parte, Carlos Enríquez sobrevivía con el desempeño del primer oficio que estuviera a su alcance. Desde lo alto de una ventana, protagonizó una espectacular fuga para escapar a sus acreedores. Logró viajar a Europa para completar su aprendizaje artístico. De regreso a La Habana, en plena madurez creativa, emprendió su gran saga campesina con vistas a forjar la imagen mítica de nuestra identidad.  El nombre de la serie Romancero criollo  establecía un nexo cómplice con el Romancero gitano del poeta Federico García Lorca, asesinado en su Granada natal por el franquismo en agosto de 1936. Sin abandonar su obra fundamental de pintor, Carlos Enríquez se dejó tentar por la literatura.  En su novela Tilín García desarrolló la semblanza de un «rey en los campos de Cuba», versión de un histórico Manuel García, viviente todavía en la memoria popular a lo largo del siglo XX, jinete audaz, machista y justiciero. Publicada póstumamente después del triunfo de la Revolución, La vuelta de Chencho merecería rescate a partir de un riguroso trabajo de edición. Con recursos tomados de la literatura fantástica, el autor se introduce en una áspera realidad social y humana.

El Hurón Azul, vivienda y refugio del artista, ha adquirido con el andar del tiempo un halo legendario, representación de un vivir bohemio y de celebraciones orgiásticas. En verdad, no fue así. El núcleo central de los encuentros dominicales estaba formado por sólidos matrimonios. Recuerdo al poeta español exiliado Manuel Altolaguirre junto a Concha Méndez y a Paloma, la hija de ambos, al rumano aplatanado Sandú Darié y a su compañera Lily, a Luis Martínez Pedro y Gertrudis Lutke, al caricaturista Juan David y su fidelísima Graciela, al arquitecto Jorge Fernández de Castro y Marta Sardiñas, a José Luis Galbe, fiscal de la República española, junto a la francesa Berta, fundadora de una reputada peluquería, a Marcelo y Sonia, mis padres. A la célula originaria se unían los amigos de los amigos y los visitantes casuales de la ciudad, hasta conformar un grupo heterogéneo y numeroso. El alcohol corría a raudales.

En una República neocolonial e indiferente, los escritores y artistas construían sus espacios para oxigenar el ambiente y estimular el intercambio de ideas. De una imprentica de La Habana Vieja, el diseñador Félix Ayón y el poeta Nicolás Guillén salían a compartir un plato de comida en un lugar conocido después como Bodeguita del Medio.  Los poetas de Orígenes se reunían en el hogar de los Diego en Arroyo Naranjo. Marcelo Pogolotti congregaba a sus amigos en el café Cabañas, de Cuba y Peña Pobre. Más tarde, Eva Fréjaville abriría su apartamento del Vedado un viernes de cada mes.

El Hurón Azul fue uno de esos espacios de diálogo.  Gastados los últimos centavos de la herencia paterna, Carlos Enríquez quedó solo. Víctima de atroces dolores, un cirujano ilustre, el doctor Carlos Ramírez Corría, le consiguió una cama en el hospital Calixto García. Recuerdo el horror de aquella sala, compartida con enfermos mentales que interferían el necesario sueño reparador de cada noche. Después de numerosas operaciones, con el apoyo de un bastón, pudo regresar al Hurón. En un amanecer solitario, le llegó la muerte. Permanecía a su vera el fidelísimo perro Calibán.

Acaban de cumplirse 120 años del nacimiento de Carlos Enríquez. Es el momento propicio para volver la mirada hacia la vanguardia rebelde que en la segunda década del siglo pasado unió sus fuerzas a los estudiantes, las mujeres, los obreros que retomaron la lucha en favor de nuestra plena independencia. Como parte de ese combate,  las artes plásticas, la música, la poesía, la novela y el ensayo, forjaron un imaginario renovador y exploraron, en lo más recóndito, lo que somos.

 

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