Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La toma de la Bastilla

Autor:

Graziella Pogolotti

Más allá del sitio y de las circunstancias que le dieron origen, toda revolución verdadera tiene enormes repercusiones. Así ocurrió con la francesa, en el siglo XVIII; la mexicana de 1910; la bolchevique de 1917 y la cubana de 1959.

En la Francia del siglo de las luces, la Enciclopedia imbricaba, en sus textos y en sus numerosas ilustraciones, los fundamentos de la ciencia y la técnica para contribuir al impulso de una revolución industrial que ya ofrecía perspectivas promisorias en la vecina Gran Bretaña. Sobre esa base, ratificaba una confianza absoluta en las posibilidades abiertas al progreso material, aunque una voz disidente y cargada de futuridad, la de Juan Jacobo Rousseau, privilegiara la preocupación por el desarrollo pleno del ser humano y se interrogara, por primera vez, acerca del origen de la propiedad privada.

La burguesía emergente necesitaba, ante todo, romper las últimas ataduras feudales que lastraban el desarrollo del capitalismo. La toma de la Bastilla, prisión siniestra que simbolizaba el uso arbitrario del poder absoluto por el antiguo régimen, señaló simbólicamente el inicio del torrente revolucionario.

La pérdida de sus prerrogativas llevó a la nobleza a instalarse en Coblenza, ciudad cercana a la frontera francesa, desde donde forjó alianzas con elementos reaccionarios que se proponían invadir el país con el propósito de derrocar el movimiento revolucionario. La fuerza expansiva de la Revolución francesa se tradujo en ideario independentista para los pueblos de Europa, sometidos al imperio austro-húngaro y para la América Latina sujeta al
coloniaje español. Adquirió su más profundo carácter emancipador en Haití, donde el reclamo de igualdad implicaba la abolición de la infame esclavitud.

Sabido es que la sociedad criolla que emergió en nuestras dolorosas repúblicas una vez sacudido el dominio político de España asumió como propias las estructuras económicas heredadas. Se mantuvo la gran propiedad terrateniente usufructuaria del trabajo de las masas campesinas, a la vez que se fortalecía la dependencia del imperio británico en el cono sur del subcontinente y de la expansión territorial norteamericana hacia el oeste y hacia el sur, tangible en el apoderamiento de buena parte del territorio mexicano. 

En esas circunstancias, la revolución agraria era apremiante. Estalló en México en 1910. Se convirtió en torrente incontenible a partir del asesinato del presidente Madero. Nacidos en lo más profundo del pueblo, Pancho Villa y Emiliano Zapata devinieron símbolo y leyenda para una América Latina que padecía los mismos males. Muchos entonaron entonces «si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar….». Vendría luego la cristalización artística de los grandes muralistas mexicanos que concedieron rostro e identidad al indio preterido. Se pusieron en práctica políticas culturales que, por mucho tiempo, resultaron ejemplares. El ciclo cerró con la nacionalización del petróleo decretada por el general Lázaro Cárdenas, iniciativa que también inspiró a muchos en nuestra América.

Octubre de 1917 estremeció al mundo. Todas las miradas se volvieron hacia el este de Europa. La reacción pudo ahogar el movimiento revolucionario de Alemania y Hungría. Sin embargo, la resonancia de las ideas socialistas echó raíces en áreas insospechadas, en las masas hambreadas de China y más tarde, en la llamada Indochina francesa. 

En la América Latina, una nueva generación intelectual se estrenaba en la política. Llegadas las noticias de la Revolución, estuvo al tanto del acontecimiento, teniendo en cuenta las condiciones concretas de nuestros países. La perspectiva socialista se planteaba en el contexto específico de países que no habían logrado desembarazarse del legado colonial cuando el imperialismo se definía ya, según Lenin, como fase superior del capitalismo.  Por citar tan solo unos pocos nombres, así maduró el pensamiento del peruano José Carlos Mariátegui, además de los cubanos Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena.

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, tomaban cuerpo en todas partes proyectos descolonizadores. Para detener la oleada emancipadora, los imperios tradicionales hicieron concesiones en el plano político, con el propósito de consolidar fórmulas de dominio neocolonial.

Un 1ro. de enero, mientras el mundo festejaba el año nuevo, los titulares de la prensa y los informativos de la televisión daban a conocer una noticia sorprendente. Contra todo pronóstico, los guerrilleros desprovistos de apoyo internacional habían derrocado en Cuba un ejército profesional respaldado por Estados Unidos.

En 1960, Fidel mantuvo en vilo a la Asamblea General de las Naciones Unidas con un discurso que sentaba bases para una plataforma descolonizadora. El ejemplo de la Isla repercutía en los más apartados rincones del planeta. Para contrarrestar esa influencia, el imperialismo implementó una variante contemporánea de la vieja fórmula del garrote y la zanahoria.

Kennedy impulsó para la América Latina la llamada Alianza para el progreso, un plan de ayuda con escasos resultados. Al propio tiempo, se perfeccionaban los planes de contrainsurgencia. La tortura se instrumentalizó de manera refinada. Se instauraron dictaduras a sangre y fuego. Todavía hoy son muchos los que reclaman justicia para las víctimas.   En ese proceso, se acentuaba el dominio del capital financiero transnacionalizado, debidamente protegido en caso de necesidad en los llamados paraísos fiscales. 

El neoliberalismo cualificaba el capitalismo contemporáneo. La manipulación de las conciencias pervertía el cabal funcionamiento de la democracia burguesa.

La Revolución de enero, nacida en una isla del Caribe, desbordó la circunstancia geográfica del agua por todas partes. Inspiró la profundización del anticolonialismo en medio de la Guerra Fría, atemperado al contexto de un imperialismo en marcha hacia la globalización neoliberal. Las ideas de Fidel y el Che permearon el Movimiento de Países No Alineados en el empeño por salvaguardar la unidad de propósitos entre los territorios que entonces accedían a la independencia e integraban el conglomerado heterogéneo de lo que empezó a denominarse «tercer mundo».

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