Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¿La diplomacia de las «ilustraciones»?

Autor:

Enrique Milanés León

Yo camino bastante. Si un día de estos me encontrara por ahí la lámpara que ustedes imaginan, la frotaría intensamente con un deseo muy claro en la cabeza: ser ungido con el don de la omnipresencia, ese poder que, hace rato, los espías informáticos arrebataron a Dios. Le pediría al mayordomo de los caprichos: «Oh, genio esclavo, dime qué cuentan de Cuba a sus gobiernos los informes de ciertas embajadas».

Me explico: las fakenews siguen haciendo de las suyas, pero son una estafa clara que engaña sobre todo a quien disfruta llevar en su testa «los cuernos» de una noticia. Como los pillos en el timo de la semilla escondida en uno de los tres cuencos, las redes sociales y la prensa sin alma ocultan elementos, mueven de sitio las cifras, distraen del foco para hacer su «movimiento» y al cabo volcar contra sí mismos a millones de cándidos seres que terminan perdiendo… con una sonrisa de oreja a oreja.

La mentira no solo viaja cada vez más rápido, sino que llega cada vez más lejos, sin embargo cualquier colega de una nación enviado a otra sabe bien —aunque no lo diga y menos lo escriba— que no es lo mismo estar acreditado que ganarse el crédito.

Esa, la de los periodistas invidentes que asombrosamente escriben sus notas sin requerir del Braille sería otra historia milagrosa; en cambio, ahora que muchos ven a Cuba con espejuelos de realidad virtual y la presentan desde mundos paralelos, me intriga más qué reportarán realmente a sus gobiernos, por correo secreto, algunos representantes diplomáticos que han de vivir el dilema, digo yo, entre saber que lo que allende los mares peroran sus ejecutivos sobre el nuevo «episodio cubano» no tiene nada que ver con la realidad que ellos palpan aquí —piensen lo que piensen de nuestro proyecto de nación—, y el temor de contradecir a sus jefes.

A diferencia de otros países, en Cuba no solo nada ha alterado la paz de las embajadas formales, sino que —pasada la triste jornada del 11 de julio que no podríamos ni queremos ocultar— incluso en los barrios precarios nada ha robado la serenidad del primer cuerpo diplomático con que cuenta la nación para amigarse con el mundo: su ciudadanía.

Todavía hay que asomarse al buscador de internet —donde «protesta» parece una palabra endémica de Cuba— con cautela porque se puede recibir una pedrada virtual, lo único que les queda a los gestores de esta campaña de desestabilización. Son las trazas de la prensa y las redes sociales del marabú, pero impacta más comprobar que se pronuncien igual, desde gobiernos y organizaciones internacionales puntuales, fulanos y fulanas despistados, de alto perfil, que hacen preguntar si su estructura de representaciones en La Habana está ocupada por personas reales o por bots de puros comandos.

En seis décadas, los diplomáticos del mundo lo han constatado y, tanto en activo como en sus despedidas,  muchos han dicho que pocos países pueden dar al representante extranjero tranquilidad semejante. La explicación es más que sencilla: la paz es una receta nacional, hecha con viejos ingredientes de la identidad, pero puesta a punto al fuego de la Revolución.

No tengo dudas de que infinidad de amigos de carrera diplomática en La Habana —que sabrán que su tarea es leer a un pueblo, no denigrar un país— ven y comunican a sus ejecutivos la Cuba real. Ello sería un contraste con la eficiente labor de desinformación que la legación diplomática estadounidense lleva a cabo contra un ciudadano de aquel país, dizque el hombre más importante del mundo, llamado Joe Biden.

Hay que imaginar el desespero de los menguados ocupantes de ese edificio cada vez que desde sus hermosas residencias, sus tranquilas oficinas —aburridas puede decirse, desde que impusieron cesantía a sus propios trámites— y las frías ventanillas de sus carros, no encuentran señales del caos que han pagado. Tampoco puede agradar la recuperación de la paz a quienes, al amparo de otras banderas y de su condición, financian proyectos para sabotearla.

Sea embajador o turista desorientado, en Cuba se trata bien al que llega, pero el visitante que no aprecie esa acogida y quiera «hacerse el extranjero» puede charlar con el primer paisano que encuentre y sabrá de qué hablo. Lo han visto, mejor que nadie, los diplomáticos, tanto entre empleados criollos, que siempre tienen, como en transeúntes fortuitos en la calle más agujereada del país. Si la cancillería de la calle proclama a los cuatro vientos que este es un archipiélago en paz, ¿cómo es posible que algunos poderosos escriban, respecto al tema, su ensayo sobre la ceguera?

Asomadas las nuevas intenciones, este misterio entre verdad invisible y mentira impuesta no es solo cosa de reporteros, de youtubers ociosos ni asunto menor. Aunque no encuentre lámpara alguna —el «genio» lo llevo dentro, ante la nueva emboscada— un WikiLeaks de la vida develará quién tenía embajada en la Cuba real y quién soñaba una sede diplomática hostil y ficticia, a lo Juanito Guaidó.     

¿Por qué un excelentísimo fulano, que está entre nosotros, no le cuenta la verdad de esta tierra a su señor presidente…? Esa no es más que la duda, o la candidez, de un periodista cubano acreditado en su pueblo. Quién sabe si algún poderoso del mundo se cree William Randolph Hearst —aquel dueño del New York Journal que se robó la verdad— y, ante la tranquilidad que le molesta, ha ordenado a su enviado aquello de «Usted ponga las ilustraciones, que yo pondré la guerra». En todo caso, Cuba tendría de nuevo un par de cosas que responder.

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