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La ciencia de los aplausos

Cuando las palmas levantan la moral de miles de trabajadores sanitarios, recorremos las lecturas de especialistas

Autor:

Iris Oropesa Mecías

Una de las cuestiones que hemos valorado mucho más desde el comienzo de la pandemia actual es la labor de cada trabajador que se ha mantenido en su sitio. Desde artistas que tocan para nosotros en sus casas, hasta barrenderos que permanecen en las calles, panaderos y cocineros, cuidadores de ancianos, inspectores de tránsito, profesores que imparten clases digitales por pura iniciativa… y sí, ellos, los médicos de cada día, a los que aplaudimos a horas pactadas, un gesto que nos parece aun pequeño ante su grandeza diaria y que en países como España se ha vuelto casi religioso en su cumplimiento.

Estos son días también en los que tenemos que aprender a tratar los asuntos de modo inteligente. Por eso, esta vez Detrás de la ciencia va a la búsqueda de ese misterio de cientos de personas batiendo palmas en sus balcones como hacemos los cubanos cada noche. ¿Es el aplauso un gesto exclusivamente humano? ¿Cómo surgió? ¿Cuáles son los secretos de su contagio? ¿Qué sabe la ciencia sobre este fenómeno social?

Ovaciones con historia

La mayoría de los seres humanos tan solo bate las palmas de sus dos manos rítmicamente. En algunos sectores hay variaciones: hay universidades en las que se golpean las mesas cuando se termina una conferencia, o las conocidas claquetas de los tabaqueros, por ejemplo. Pero, en general, los aplausos son una expresión de admiración a un desempeño bien realizado. Y nos parece tan natural que podríamos llegar a creerlo parte de nuestro ADN.

Joaquim J. Vèa, primatólogo catalán, ha explicado la exclusividad humana de los aplausos, citado por la revista Quo: «Tras un montón de años estudiando primates en las selvas, nunca he visto a un primate (no humano) aplaudir».

Este fenómeno se descubre totalmente social. No nacemos como especie sabiendo lo que es aplaudir en su concepto actual. Necesitamos aprenderlo en sociedad. La historia, entonces, es una ciencia que mucho tiene que decir al respecto.

El surgimiento de la costumbre se remonta a civilizaciones antiguas. Los antiguos griegos expresaban su aprobación a las obras de teatro vitoreando y batiendo las palmas de sus manos. Los romanos preferían chasquear los dedos, pero también aplaudían y hacían ondear la punta de sus togas, o bien, usaban tiras especiales solo para generar un sonido de admiración.

Se suele contar que el emperador Nerón pagaba a casi 5 000 plausores para que aplaudieran sus apariciones en público. Ensayaban dos tipos de aplauso: imbrex, con las manos ahuecadas, y testa, con las manos planas.

A lo largo de siglos varios sonidos se alternaron luego en el gusto para expresar aprobación a un espectáculo: chiflar e, incluso, escupir llegaron a estar entre los preferidos, muy usados en el siglo XVII.

Las iglesias, tanto durante la Edad Media y mucho más luego, en la era protestante, jugaron un papel importante a la par del teatro, en el desarrollo social del aplauso. Pero incluso cuando el clero católico prohibió estas manifestaciones en las misas, toser, tararear o soplar por la nariz pasaron a ser la forma en que se aprobaba un sermón brillante o un coro muy bien entonado.

Pero este recorrido no nos responde aún, ¿por qué lo hacemos, qué necesidades humanas satisfacemos en ese hecho cultural tan contagioso?

Piensa y siente tu aplauso

Los sicólogos afirman que cualquier forma de aplauso satisface la necesidad humana de expresar una opinión, una emoción eufórica, y la necesidad de comunicarse con un protagonista con el que no podemos entablar una conversación a nivel personal. Especialistas de la sicología social explican también que el aplauso da a la audiencia la sensación de que está participando. Como los espectadores no pueden palmear a los actores en la espalda, aplauden.

Otro misterio estudiado por los sicólogos, que se publicó en un estudio de la revista Nature, por cierto, fue el de la naturaleza altamente contagiosa del aplauso.

Los especialistas que analizaron miles de grabaciones de aplausos masivos en diferentes lugares del mundo concluyeron que el gran contagio de los aplausos no se debe al imperito que se reconoce en sí, sino a la naturaleza social del hecho de aplaudir.

Otro estudio, de la Universidad de Uppsala, en Suecia, y publicado en el Journal of the Royal  Society Interface, establece modelos matemáticos para medir los aplausos en un grupo social, y demuestra que si una persona empieza a aplaudir 2,1 segundos después de que acabe una conferencia o presentación, 0,8 segundo más tarde comienza todo el grupo a aplaudir, les guste o no lo visto.

«Utilizamos la selección del modelo bayesiano para probar entre varias hipótesis sobre la propagación de un comportamiento social simple, aplausos después de una presentación académica. La  probabilidad de que las personas comiencen a aplaudir aumentó en proporción al número de otros miembros de la audiencia ya “infectados” por este contagio social, independientemente de su proximidad espacial», explicó el autor principal.

El griego Plutarco (46-127 d.C.) cuenta que debido a los plausores pagados, por ejemplo, Filemón de Siracusa (361-263 a.C.) logró superar varias veces al famoso Menandro (342-291 a.C.) en las representaciones teatrales, no necesariamente porque lo superara en lo dramatúrgico.

La física de las palmas

Pero la ciencia, esta vez la Física, ha descubierto rasgos más que misteriosos de esta acción social. Los autores de un artículo sobre el aplauso publicado hace varios años en Nature apuntaban que se alternan en períodos en los que la ovación es una suma incoherente de palmas junto con otros períodos en los que el público aplaude de forma rítmica y sincronizada, y comprobaron que en el aplauso sincronizado la frecuencia de las palmas de cada espectador es la mitad que en el aplauso incoherente.

La dinámica del aplauso grupal quedaba resumida: en el comienzo de la ovación la mayoría de los aplausos son entusiastas y la sincronización no es posible; pero pasados unos diez segundos los espectadores reducen a la mitad su frecuencia de aplauso y comienza un período de sincronización. Si usted es amante del ballet, no dejará mentir a estos científicos.

El periodista Juan Manuel Rodríguez Parrondo lo explicaba así: «Imagínese al término de una obra que le ha gustado especialmente y aplauda tal y como lo haría en el teatro; cuente el número de palmas que da durante diez segundos y obtenga la frecuencia del aplauso; repita el experimento, pero imaginándose que se encuentra en la situación de aplauso sincronizado. Verá que la frecuencia en el segundo caso es aproximadamente la mitad que en el primero».

Este misterio de la duplicación de frecuencia y la sincronización de la ovación es un fenómeno muy extendido en la naturaleza y no hay una razón determinada para ella, pero sí se ha comprobado que a la naturaleza le gustan las oscilaciones periódicas.

Los ritmos del corazón, el ritmo menstrual, el balanceo de un columpio… Así, una persona tiende a aplaudir siempre con dos frecuencias, una doble de la otra, dependiendo de su entusiasmo. Pero en resumen, parece ser cierto que tenemos una atracción inconsciente al sincronizar nuestro aplauso con el resto del público.

¿Cuál de estas explicaciones científicas es la que ponemos en práctica cuando personas de varias regiones del mundo salen a sus balcones a ovacionar a sus doctores? Probablemente, la explicación sicológica de desear ser parte de algo, de comunicarnos con actores que no podemos palmear en la espalda, esta vez, los mejores actores y actrices: todo el personal sanitario que cada día se pone en línea de batalla contra el virus que nos azota. Para compensarnos, el sicólogo clínico español Juan Castilla nos asegura: «Es un gesto de un valor incalculable. No somos conscientes del impacto positivo que eso genera».

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