Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Novatada Africana

El cuento que presentamos a los lectores es inédito y forma parte del libro que la autora estaba preparando cuando la sorprendió la muerte este abril, en La Habana. Sirva de homenaje su publicación a esta excelente narradora cubana 

Nancy Alonso (1949-2018). Graduada en Ciencias Biológicas en la Universidad de La Habana. Laboró durante diez años en la Editorial Boloña, de la Oficina del Historiador de La Habana. Publicó tres libros de cuentos: Tirar la primera piedra, Cerrado por reparación y Desencuentros. En 2014 preparó, junto a Mirta Yánez, Damas de Social.

Autor:

Nancy Alonso

 

 

La noticia nos llegó desde Addis Abeba un domingo por la mañana con la llamada telefónica del jefe del contingente. Esa tarde llegarían a Jimma cinco médicos, procedentes de Harare, de tránsito hacia Misan Teferri, un pequeño pueblo cercano a la frontera con Kenya. Para evitar el viaje nocturno, pasarían esa noche en nuestro compound, como llamábamos al conjunto de casas donde vivíamos. Tres hombres y dos mujeres, incluido un matrimonio etíope. Así me lo dijeron.

A diferencia de la mayoría de los cubanos integrantes de la brigada médica de Jimma, yo llevaba solo diez días en África e ignoraba el significado de una visita de ese tipo. Bien pronto empecé a entenderlo al integrar la comisión de recepción. No solo teníamos que organizar el recibimiento con un jolgorio a la altura de nuestra idiosincrasia, musical y etílica, sino también garantizar la comida de esa noche y el desayuno del día siguiente; tener listos platos, cubiertos y vasos; arreglar las habitaciones donde dormirían los visitantes; vestir las camas con sábanas limpias. Todo eso un domingo, día en el que ni siquiera Dios estaría dispuesto a trabajar.

Debo reconocer, con un poco de vergüenza, mi resistencia a participar en la comisión de embullo. Pero me llamé a constar: dónde estaba la solidaridad, el espíritu de sacrificio; qué quedaba del desprendimiento y de la necesidad de ayudar al otro; del amor al prójimo, típico del colaborador internacionalista. No podía dejarme ganar por la filosofía de estar rodeada de seres próximos detestables, mientras edulcoraba a los lejanos, al estilo de Nietzsche. Era imposible aceptar la contradicción de estar dispuesta a separarme de mi familia por dos años, a pasar todo tipo de dificultades en Etiopía con tal de ayudar a su pueblo, y no ser capaz de preparar una fiesta para unos compañeros agotados por un largo viaje. Y por si fuera poco, entre ellos había un matrimonio etíope.

Sustituí flagelación por trabajo. Me obligué a sentir entusiasmo, y con frases como «qué edificante resulta hacer el bien sin mirar a quién y tratándose de colegas cubanos y etíopes ni qué hablar», fui dejando atrás mis reticencias. Vencí en la pelea contra mis propios demonios y la prueba de ello fue la frase elogiosa de Jesús, el jefe de la brigada, al terminar los preparativos: «Debemos felicitar a los compañeros, en particular a la novata, por el cumplimiento de la tarea asignada».

Al atardecer todo estaba listo para acoger a los visitantes. Nuestras casas estaban implicadas en la recepción. Siempre me pregunté si aquellos inmuebles transmitían su personalidad a los habitantes o si estos, agrupados por afinidades, imponían un sello particular a cada vivienda, por la buena armonía entre viviendas y personas, evidenciada entonces al dividir las tareas de atención a la visita.

Yo temía que el matrimonio etíope se sintiera incómodo entre tantos cubanos. Por eso sugerí su ubicación en la «Casa de las Mujeres», la más tranquila del compound, aunque parezca increíble. La otra mujer del grupo visitante dormiría en «Cumbres Borrascosas», con fama de albergar a los más altivos de la brigada. Los otros dos médicos pernoctarían en la «Casa de los Viudos», y se les pidió a sus solitarios habitantes un esfuerzo para poner un poco de orden en el lugar. Al chofer del vehículo lo ubicamos en la «Primera Casa», la más cercana a donde se quedaría el jeep. La «Casa de las Hienas», la más alejada y asediada noche a noche por esos animales, se transformaría en comedor, y la fiesta sería en «Cumbres Cochambrosas», la más alegre y escandalosa de todas las casas.

La llegada de desconocidos al compound provocaba una atmósfera tensa, de espera casi angustiosa. Demasiados secretos guardaban las paredes de aquellas casas como para exponerse a la curiosidad de personas potencialmente indiscretas. Nadie en Cuba hubiera apostado por la legitimidad de alcobas que cobijaban a parejas unidas, en su mayoría, solo por la soledad y el aburrimiento. Sin embargo, la visión en África era distinta. Sobraban las razones para justificar aquella búsqueda de compañía, mas también para extremar cuidados que impidieran la llegada de los rumores a la Isla, sobre todo a oídos de esposas y esposos coronados por la virtud de una espera, no siempre triste, por cierto, y a veces en compañía.

Dentro de la brigada, el miedo a que alguien violara el código no escrito del mutismo, se compensaba con el poder del chantaje, quién no tiene en el techo algún vidrio, o del soborno, pues hay muchas formas de pagar el silencio. Los extraños eran otra cosa. Cualquiera podía ser, por ejemplo, primo de la cuñada del hermano del administrador del hospital donde trabajaba la esposa o el esposo de alguno de los nuestros. Y si el tal primo pasaba por el compound y seguía de viaje, se escapaba a la neutralización. Esa era la causa del pánico.

Me apenaban los penitentes de aquel domingo. Tal vez los tranquilizaba que el chofer era el mismo de siempre, un muchacho muy conocido por todos en Etiopía y el primero interesado en mantener las reglas del juego. Mientras observaba el nerviosismo de una de aquellas parejas pensé que su preocupación se reducía a la identidad de tres personas, porque obviamente el matrimonio etíope no contaba, ninguno podía ser el primo indeseado y en amhárico el chisme no llegaba a Cuba. Imposible.

Aún me faltaba mucho por aprender en Etiopía. Nada iban a dejar al azar los amantes hostigados; tomarían todas las precauciones: se cambiaron de habitación, incluso de casa, mudaron sus pertenencias, hasta desempolvaron las fotos de la familia que habían sido guardadas en el fondo de una maleta. Yo me alegré por el matrimonio etíope, resultaba feo mostrarles esa intimidad sin saber cómo juzgarían ellos esas relaciones, si descubrían de qué se trataba. Se organizó todo un «Bienvenido Míster Marshall» y al día siguiente volverían al nido de amor y a guardar las fotos.

Otra razón nos tenía impacientes al acercarse la hora de llegada del jeep: nos traían un paquete con correspondencia, el alimento vital, la savia de la tierra. Esa noche muchos irían a la cama con noticias de la familia, aunque siempre alguien se quedaba sin carta y se le consolaba con frases como «eso me ha pasado a mí también, la próxima vez tendrás muchas, tú vas a ver, te las están acumulando en algún lugar para luego darte la sorpresa, te están probando a ver cuánto resistes». Y los miembros de las parejas desparejadas esa noche, leerían sus cartas sin molestos testigos y sin tener que simular emociones.

Yo estaba segura de no recibir carta ese día pues hacía muy poco tiempo de mi llegada a Etiopía. Me consolé asignándome la tarea de entretener al matrimonio etíope mientras otros disfrutaban su correspondencia. Tal vez los etíopes habían estudiado en Cuba y hablaban español. En tal caso, tendría que resistir el embate de la nostalgia por su segunda patria, hasta ese momento mi única patria, que yo también empezaba a extrañar.

Todos los de la comisión de recepción, junto al jefe de brigada, comenzamos a intranquilizarnos cuando se hizo de noche y aún no llegaban los visitantes. Yo iba y venía por el compound comprobando si todo estaba en orden, cuando en realidad buscaba distracción para no pensar en la hora. Etiopía era un país en guerra. Una guerra fratricida. Y aunque los cubanos éramos queridos por los dos bandos, en el grupo venía el matrimonio etíope, no había necesidad de provocar al destino.

Al filo de las ocho, vimos unas luces enfocar hacia nuestro compound. Respiramos tranquilos. Casi todos los integrantes de la brigada salieron de sus casas y se congregaron en el camino, frente a las casas Primera y de los Viudos, para participar del recibimiento. Las parejas atemorizadas por el encuentro que podía resultar fatal para ellos, se separaron y mezclaron con el grupo.

Al acercarse el vehículo pude precisar la giba del techo del jeep, típica del equipaje de cubanos en África. Me pregunté si el matrimonio etíope también andaría por esos parajes con tantas cosas como nosotros.

Cuando se apagó el motor del jeep, comenzaron a descender sus ocupantes. Al chofer ya lo conocía. Por la otra puerta delantera se bajó un muchacho joven, bajito, con barba y entre los saludos escuché su nombre, Leonardo, cirujano y nuevo jefe del grupo de Misan Teferri. De atrás salió una mujer gorda, cuarentona, la pediatra, no entendí su nombre, que a su vez dio paso a un tal Juancho, el clínico del grupo.

Entre saludos y preguntas, qué tal el viaje, por qué se demoraron tanto, el camino estaba infernal, menos mal que no ocurrió ninguna desgracia, yo trataba de acercarme más al jeep para ver al matrimonio etíope. Me sorprendí al ver a dos cubanos tratando de abrirse paso entre una veintena de personas, interesadas más por el paquete de cartas que por otra cosa. Él se presentó como Julio, el ginecobstetra, y su cara me resultó muy familiar, mientras ella era Clara, la anestesista.

El responsable del correo estaba de guardia en el hospital, así que me dieron a mí el sobre de la correspondencia y de pronto me enfrenté a una multitud deseosa de cartas. Por eso perdí de vista a los recién llegados, conducidos rápidamente a sus respectivas casas. Luego irían a comer y finalmente los esperaba la gran fiesta.

Repartí las cartas y me contagié con la alegría de cada uno de los privilegiados. No había ninguna para mí. Tampoco para el jefe de la brigada, así que nos consolamos mutuamente. Fue a él a quien hice la pregunta: ¿por qué no vino el matrimonio etíope anunciado? Jesús me miró desconcertado, sin comprenderme, hasta que sus ojos se iluminaron con una mirada de picardía. Cómo que no viste al matrimonio etíope, me respondió, están en la «Casa de las Mujeres», como acordamos, Julio y Clara se llaman. Te falta mucho por aprender en Etiopía, se trata de un matrimonio a lo etíope, de los que hay varios en el compound, tú sabes. Aquella fue mi novatada en África.

Participé en la fiesta aunque deseaba acostarme. Me sentía estafada por lo del matrimonio etíope. En eso me abordó Julio, acompañado de Clara, y me preguntó si nos conocíamos. Yo le respondí que su rostro me resultaba familiar, pero al tratar de saber de dónde podíamos conocernos, resultó que no habíamos sido ni vecinos, ni habíamos trabajado juntos; nada de trabajos voluntarios agrícolas en común, ni de movilizaciones militares; no teníamos familiares en el mismo pueblo del interior, ni habíamos coincidido en ninguna escuela de idiomas. Nada, todo parecía indicar que no nos conocíamos. Comprendí su alivio.

Al darnos las buenas noches, Julio hizo una última pregunta: ¿tú no estuviste el año pasado en la fiesta de cumpleaños de Ricardo, el administrador del Hospital Nacional? Sí, estuve, le dije, yo soy la prima de la cuñada del hermano de Ricardo. Entonces, el matrimonio etíope palideció.

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