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¿Una mala herencia aceptada?

Obama visitó a las tropas en Afganistán cuando era candidato presidencial. Repasando acontecimientos de la administración Bush —fracasados por cierto— que tienen cuerpo todavía en estos días finales de su presencia en la Casa Blanca, noto que cuando entraba en la lid el último trimestre de 2007 y la situación se iba calentando nuevamente en Afganistán, los contendientes principales de la entonces «guerra casi olvidada» (los talibanes) se pronunciaron en estos términos: no aceptaban la apertura de paz ofrecida por el presidente en Kabul, Hamid Karzai, como tampoco la posibilidad de entrar en su gobierno si dejaban a un lado las armas. Por el contrario, aquellos que habían sido desplazados del poder por la invasión y la ocupación estadounidense, insistían en que nunca negociarían mientras las fuerzas militares internacionales estuvieran en su país.

Entonces, unos 50 000 soldados occidentales estaban en Afganistán bajo la OTAN y el comando de Estados Unidos. Por supuesto, Karzai consideró «inaceptable» la respuesta del movimiento talibán y no se hicieron esperar nuevos y más letales ataques a las caravanas militares, así como una intensificación de las operaciones de las tropas «otanianas» y estadounidenses, que incluso extendieron el campo de guerra hasta territorio paquistaní fronterizo, persuadidas de que apenas son perceptibles los límites en la zona montañosa donde una misma tribu tiene parientes en uno u otro lado.

Aviones sin pilotos de Estados Unidos se han encargado de la sangrienta tarea que ha elevado el número de víctimas civiles tanto en Afganistán como en Paquistán.

Poco más de un año después de aquel intento de Karzai de sacarles las castañas del fuego a los ocupantes, la candela está más que avivada y los aires que bufaron y soplan desde el Pentágono que dirige Robert Gates, seguirán resoplando puesto que este se mantiene al frente del Departamento de Defensa, pues esa es la decisión del presidente electo Barack Obama, quien lo invitó y presentó como parte de su gabinete —y es bien difícil que el Congreso que se instale a finales de enero vete ese nombramiento...

Las cosas en Afganistán están en su punto. El general estadounidense David McKiernan, quien comanda las fuerzas de la OTAN allí, defiende a capa y espada un aumento permanente de la cantidad de tropas y de armamentos, fundamentalmente aviones de reconocimiento y de bombardeo. Específicamente le solicitó a Gates tres brigadas más, además de la que le concedió Bush —siempre dispuesto a dejar su mala herencia— «para contrarrestar la creciente violencia y acelerar el progreso en la guerra». Solo que bien harían los norteamericanos en preguntarse: ¿de qué progreso habla?

Gates es partidario de esa medida, y durante la campaña electoral, Obama dio esperanzas a quienes ansían una retirada de Iraq, pero dejó claro que consideraba a Afganistán y Paquistán el eje donde desarrollar el próximo combate de Washington, siempre dispuesto a la búsqueda del «incapturable» Osama Bin Laden.

Hoy los efectivos de Estados Unidos allí ascienden a unos 33 000 soldados, y si en 2009 los pedidos se cumplimentan, podría crecer esa cifra en 20 000 más, para situarse junto con el desempleo en los número en alza, porque en el resto prosigue cuesta abajo, y no referimos a la situación económica, a la crisis global que tiene al planeta y a la mayoría de sus habitantes en ascuas.

Y Afganistán puede ser el infierno sustituto de Iraq si la tendencia que se ve venir sale vencedora, aunque afiance realmente el tufillo a perdedor dejado como rastro por un villano en retirada y con la cola entre las piernas.

En septiembre pasado, la publicación especializada Asia Times Online daba a conocer que tanques pensantes occidentales como Senlis Council, había considerado que los talibanes tienen una presencia predominante en más de un 54 por ciento de Afganistán.

En este diciembre de 2008, otras fuentes hacen crecer esa zona de influencia y dominio mucho más, y como Estados Unidos traspasa la frontera paquistaní, la presión en la olla guerrera complica las relaciones en una región llena de conflictos limítrofes y de por sí volátil.

Dadas las condiciones económicas estadounidenses —nada boyantes por supuesto—: el rechazo a la guerra, bastante generalizado entre la ciudadanía; el alto costo monetario de siete años de irracional práctica bélica y todo lo que falta por gastar, más los intereses que irán cobrando las secuelas, recomendarían una marcha atrás también en ese árido terreno centroasiático.

Está por ver si la nueva administración aplica la cordura o acepta el nefasto legado bushiano.

Condoleezza Rice —la recuerdan— acaba de declarar que a Obama le gustaría proseguir la política exterior de su jefe Bush. ¿Será cierto, o apenas un bluff en la mesa de póker por parte del team derrotado?

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