Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mentidero

El hospital de la calle Carlos III que los habaneros llamamos de Emergencias o simplemente Emergencias, nunca ha llevado ese nombre. Se llama realmente Hospital Freyre de Andrade. Se inauguró en 1920 y fue, de su tipo, el primer establecimiento monumental y moderno con que contó La Habana.

La nueva casa de salud vino a sustituir al primitivo Hospital Municipal —y de ahí viene la confusión—, un pequeño Hospital de Emergencias que se ubicaba cerca de allí. Este hospitalito prestaba servicios de urgencia en caso de accidentes o enfermedades súbitas, como también lo ha prestado siempre, desde su fundación, el Freyre de Andrade.

Debe su nombre a Fernando Freyre de Andrade y Velázquez, general de la Guerra de 1895, que fue auditor mayor y, con posterioridad, jefe del Cuerpo jurídico del Ejército Libertador, cargo con el que terminó la contienda. Como representante del Quinto Cuerpo de las tropas mambisas asistió, en 1897, a la convención que elaboró la Constitución de La Yaya, y como vicepresidente de la Asamblea de Santa Cruz del Sur, en 1899, le tocó presidir la sesión en la que se destituyó a Máximo Gómez de su cargo de General en Jefe.

Ya en la República, tuvo una actuación nefasta como secretario (ministro) de Gobernación del presidente Estrada Palma, y ocupó un escaño en la Cámara de Representantes hasta su elección, en 1912, como Alcalde de La Habana. Fue durante su período como mayor capitalino que comenzó a construirse el hospital, que quedó terminado en tiempos del alcalde Manuel Varona Suárez, mencionado en La Chambelona por aquello de «Aspiazu me dio botella / y yo voté por Varona».

Durante su construcción se pensó que el hospital llevaría el nombre de Juan Bruno Zayas, médico y también General del Ejército Libertador, muerto en combate en 1896, a los 29 años de edad. Su hermano Alfredo Zayas ocupaba entonces la Presidencia de la República.

Aviadoras cubanas

Las primeras mujeres que dieron en Cuba un paseíto en avión fueron Rosalía Abreu, la de la llamada finca de los monos, la escritora Laura Zayas Bazán y Pilar Samoano, propietaria del hotel Telégrafo. No fue más que una vueltecita sobre el campo militar de Columbia, en Marianao, a bordo del aparato que tripulaba Domingo Rosillo, un pionero de la aviación. Aunque la aventura fue corta, hay que reconocer el valor de esas mujeres en un tiempo en que la aeronáutica estaba aún en pañales.

Bertha Moradela sería la primera mujer que obtuvo en nuestro país la licencia de piloto. Era difícil su situación económica y pensó en la aviación como una segura fuente de empleo. Consiguió su objetivo pese a las discriminaciones que sufrió por ser mujer. El 23 de mayo de 1930 realizaba su primer soleo y recibió su título después de 53 horas de entrenamiento. Llegaría a acumular más de 200 horas de vuelo.

Otras pocas siguieron su ejemplo. Coralia Roque de la Nuez, luego de obtener licencias como piloto deportivo y piloto comercial, se alistó, en los días de la II Guerra Mundial, en la base aérea de San Antonio de los Baños, para ir al frente de batalla. Por ser mujer, no aceptaron la solicitud. Magali Castro de Castro fue la primera mujer graduada como piloto en la Isla después del triunfo de la Revolución.

Artemisa

¿Sabe usted porqué Artemisa, la bella capital del municipio habanero del mismo nombre, se llama así?

De seguro estará usted pensando en la hija de Zeus y Leto; la hermana gemela de Apolo. La diosa griega que ama la caza y a la que se representa, generalmente, en compañía de un ciervo o de un perro, con la túnica al viento y dispuesta a disparar el arco. Protectora de los niños pequeños y las crías de animales, nombrada Diana en Roma.

Si cree que ese es el motivo, no demoraré en rectificarlo. La razón es otra. El poblado tomó ese nombre de una planta silvestre y común, muy abundante en la zona.

Ya casi ha desaparecido. Al menos, no pude ver ninguna, por más que insistí, durante una visita reciente al territorio. En su diccionario de cubanismos, Esteban Pichardo la describe como un arbusto de tallo estriado y cuatro o cinco pies (alrededor de un metro y medio) de alto, con hojas de cinco pulgadas (12,7 centímetros) que se dividen en hojuelas de color verde, por encima, y azulosas por debajo. Sus flores son verdes y amarillosas. Afirma además Pichardo que es una planta odorífera y amarga; excelente en cataplasmas.

La carretera central

Se dice que la Carretera Central no es más ancha porque funcionarios del gobierno de Machado se robaron el dinero que le hubiera permitido una extensión mayor de orilla a orilla. De no haber existido esa malversación colosal, se asegura, dicha carretera tendría dos metros más de ancho, uno a cada lado.

No hay fundamento alguno en esa aseveración. Esa vía fue construida con la misma anchura con que se concibió en los planes. Ni un centímetro menos.

Resaltar su importancia resulta ocioso. Demeritarla carece de sentido. Ninguna obra acometida en la Isla durante la primera mitad del siglo XX la supera. Acortó el tiempo y la distancia entre un lugar y otro del país y su beneficio redundó en todos los órdenes de la vida social y económica de la nación. Sigue ahí pese a sus 80 años.

Un negro cubano alcalde de París

Un negro cubano, matancero, Severino Heredia, fue alcalde de París y con posterioridad, en 1887, ministro de Obras Públicas del Gobierno francés. No tengo a mano datos sobre esta figura a quien Gastón Baquero incluye en su texto El negro en Cuba.

Otro cubano negro, José Domingo Hércules (1761-1820), se distinguió en el ejército napoleónico y llegó a mandar una fuerza de élite conformada por mil soldados negros. Mereció varias condecoraciones, entre otras la Cruz de Honor francesa. Sustituyó a Víctor Hugo en la Sociedad Filotécnica.

Un caso insólito es el de Guillermo Sanguily, hermano de Manuel, patriota, político y escritor cubano, y del general Julio Sanguily. Llegó a ser alcalde de la ciudad australiana de Sydney en extrañas circunstancias de infortunio y suerte.

Graduado de una escuela náutica en Boston, Guillermo, como oficial de un barco de bandera de EE.UU., naufragó cerca de las costas de Nueva Zelanda. Toda la tripulación se dio por desaparecida y su familia en La Habana lo consideró muerto al recibir la noticia que le transmitieron los armadores de la nave. Pero Guillermo logró llegar a una isla desierta donde vivió como pudo durante casi tres años. Un buen día arribó al lugar un barco norteamericano y su capitán se sorprendió con la historia de aquel Robinson Crusoe que se expresaba perfectamente en inglés, francés y español. Lo llevaron a Australia. Y allí rehizo su vida: fundó familia, se dedicó a los negocios marítimos, pero sin abandonar el puerto, y lo eligieron alcalde de Sydney. Se desconoce si escribió a su familia en La Habana o si sus cartas quedaron en el camino. Lo cierto es que los suyos no volvieron a tener noticias de Guillermo hasta varias décadas después del naufragio, cuando un hijo suyo, de paso por Londres, se enteró por la prensa de la muerte de su tío Manuel. Escribió entonces a La Habana y la relación familiar se reanudó.

Meras referencias estas para un libro sobre el cubano en el mundo que algún día alguien debe escribir.

A Prado y Neptuno

En esta céntrica esquina de La Habana hubo, en el siglo XIX, un bodegón famoso. Era propiedad de los hermanos Álvarez de la Campa, padre y tío de uno de los estudiantes de Medicina fusilados en 1871. Pasó el tiempo y el establecimiento, convertido en un café, se llamó Las Columnas. La cosa no quedó ahí y más tarde el lugar fue conocido, primero, como el restaurante Miami y después, el restaurante Caracas. En fecha más reciente, después de una remodelación, empezó a llamarse A Prado y Neptuno. En los altos de ese café estaban los amplios salones del Centro Castellano, que se alquilaban para bailes los fines de semana. Allí nació La engañadora, el primer chachachá, compuesto por el maestro Enrique Jorrín.

Se han dado varias versiones sobre el hecho que inspiró la célebre melodía. La más extendida y aceptada es la de la mujer, de generosa anatomía, que atacada por otra en ese mismo salón fue perdiendo todos sus encantos anteriores y posteriores, que eran artificiales; relleno nada más. Añaden los que esto cuentan que el compositor, que presenció la escena del desenmascaramiento, se retiró al sanitario y allí mismo escribió su tema musical.

La versión que contó Jorrín, en 1987, a la periodista Erena Hernández, es bien distinta.

Un sábado caminaba el compositor por la calle Infanta y vio a una mujer muy provocativa y de formas exageradas. Detuvieron su marcha los vehículos, el policía de tránsito se desentendió de lo suyo, todos los hombres la siguieron con ojos codiciosos. Era algo descomunal. Un tipo se arrodilló en la acera, que todavía era ancha en la esquina de Sitios e Infanta, y empezó a rezarle como si fuera una virgen. Ella pasó junto a él y le lanzó una mirada despectiva. Al hombre le molestó aquello. «Tanto cuento y cuando vienes a ver es de goma», dijo el hombre a los presentes y todos rieron con su ocurrencia.

Esa noche Jorrín tenía baile en Prado y Neptuno. Siempre le llamó la atención una muchacha asidua al salón. Vestía invariablemente de lino blanco y había algo extraño en su figura. No jugaban las partes visibles de su cuerpo con las que tapaba la ropa. Era como si fueran dos personas.

La noche en cuestión, Jorrín va vio entrar. Ella, siempre tan elegante y vistosa, lucía desarreglada. Se fue directo al tocador y cuando salió era como si hubiese recuperado su porte. A Jorrín, que reparaba en lo que estimaba una desproporción en su figura, le sorprendió mucho más verla reaparecer como siempre a la vuelta de pocos minutos. Fue entonces que relacionó a esa muchacha con la que vio en la calle Infanta y con la frase que dejó oír el sujeto despreciado. Concluía Enrique Jorrín: «Esta es la verdadera historia de La engañadora. Hay quien cree que la escribí porque vi a una persona con relleno y no fue así».

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