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¡Que no sepan… Que no sepan dónde están!

(Una crónica de Federico Villoch)

Al enterarnos, hace unos días, de que acababa de fallecer en el hospital Lily Hidalgo, de Rancho Boyeros, Romualdo Pérez, quien con sus hermanos Ramón y Abraham, y su padre Pedro, dieron sepultura a los cadáveres de Antonio Maceo y su ayudante, capitán Panchito Gómez Toro, caídos en el combate en las proximidades del Cacahual, el día 7 de diciembre de 1896, viene a nosotros —por motivo que se verá más adelante— el triste recuerdo de aquella terrible reconcentración decretada por el general (Valeriano) Weyler, en los comienzos de nuestra gloriosa Guerra de Independencia. Entre las mil barbaridades que se le ocurrieron al general de las «patillas de mono» para exterminar aquella campaña, figura su decreto de reconcentración de los campesinos en las ciudades y cabeceras de partido de la Isla, con resultado contradictorio, como pudo verse enseguida, pues más que acabar con la guerra, lo que hizo fue acrecentarla con nuevos y numerosos aportes de aquellos elementos.

[…] Los fosos municipales fueron designados para guarecerlos. Aquel local que nunca, ni antes ni ahora tampoco fue un modelo ni de amplitud ni de higiene, ofrecía a la vista de los visitantes el cuadro más espantoso que se pudiera imaginar; ni Dante, que pintó el Infierno; ni Emilio Zola, que describió infinitas veces los antros de la miseria parisina; ni Blasco Ibáñez, que también supo reproducirlos en su novela La horda; ni Dostoievski, ni Tolstoi, ni Gorki, que se complacían en copiar en la mayoría de sus obras los más repugnantes y terroríficos cuadros del pueblo mísero de Rusia, pudieron nunca imaginar nada semejante a aquello que se veía en los fosos y demás lugares, estrechos e inmundos, que se destinaron para albergues de aquellos desdichados. Las enfermedades los devoraban antes que el hambre. Familias enteras desaparecieron unas tras otras. El beriberi, la hidropesía, el paludismo, la tuberculosis, el tifus, la malaria y mil otras enfermedades se cebaban en aquellos débiles organismos indefensos. Recordarlo, aterra. Los que podían sostenerse sobre sus piernas escuálidas salían a la calle en demanda de la caridad pública, la cual no les faltaba, valga la verdad, la mayor parte de las veces.

Cada casa particular, según su situación económica, sostenía a sus expensas un determinado número de reconcentrados: uno, dos; parejas de marido y mujer; matrimonios con sus hijos. Cada cual daba un pedazo de su pan o una porción de su comida —no siempre abundante— para los infelices que, unos por la mañana; y otros, a la caída de la tarde, venían a buscarla. Primero venía el padre, y según iban muriendo, venían después la madre, el hijo o la hija mayor, y todos los demás, hasta que ya no venía nadie, porque ya no quedaba ninguno. Se daba el caso de que el último superviviente legaba a algún amigo o compañero de infortunio, como una inestimable herencia, el favor de aquellas caritativas familias, que no tenían inconveniente, en la mayoría de los casos, en continuar socorriendo a los nuevos menesterosos. ¡Cuba bella, tierra de la caridad!

Los cuadros de dolor y miseria se reproducían hasta lo indecible. Veíanse esqueléticos niños de meses, buscando afanosos el licor de la vida en los exhaustos senos de sus madres. Nadie lloraba, porque nadie tenía lágrimas. Detrás de esta familia de espectros, veíanse seguirla sus hijos de siete u ocho años, taciturnos, sin rumbo fijo, con la mirada vagarosa, ya con el rictus de la venganza en los ojos; esos niños de la miseria que si sobreviven a su dolor, habrán de ser en el día de mañana el brazo pronto para la represalia y el castigo. Y cada día iba en aumento aquella oleada de indigentes que afluía sin cesar de todos los pueblos vecinos, y que se aposentaban en las calles, en los portales, en los parques, errando sin amparo al aire libre, bajo la lluvia, bajo el sol. No pocos agonizaban en los quicios de las puertas. […]

Entre aquellos reconcentrados de los últimos tiempos, que vinieron a La Habana, figuraba uno de los hijos de la familia del guajiro Pérez, que recogió los cadáveres del general Antonio Maceo y del hijo de Máximo Gómez cuando cayeron en Punta Brava, y les dio sepultura, jurando él con sus hijos no decir nunca donde estaban enterrados, para que no lo supiera el enemigo; ese hijo era el llamado Abraham y murió de 21 años, víctima de la reconcentración. En el delirio de sus últimos momentos repitió varias veces:

—¡Glorioso espectro que se sumió en las eternas sombras, prefiriendo morir de hambre antes de entregar un secreto que le hubiera valido tanto oro! Veinticinco mil pesos ofrecía Weyler por el cadáver de Maceo. Abraham Pérez, un humilde grande de la patria, cuyo nombre debía perpetuarse de algún modo, levantándole un monumento, dándole su nombre a una calle, a un asilo, a una institución cualquiera.*

El buen nombre a precio de la vida

Andaba cada vez más abochornado y cada día el acoso se hacía mayor. La gente, al encontrárselo en la calle, le reclamaba a cajas destempladas que cumpliera su promesa y, para colmo, en la Cámara de Representantes se le tildó de «fracasado, inepto e incapaz». Si iba al cine, procuraba el rincón más apartado de la sala para evitar que se advirtiera su presencia, pero debía soportar la rechifla de los espectadores si su figura aparecía en la pantalla. También lo abuchearon los comerciantes cuando se atrevió a concurrir, en los jardines de la cervecería La Tropical, a la fiesta por el Día del Detallista. La gota colmó el vaso el domingo 27 de abril: compartía con amigos en un discreto restaurante de la playa de Baracoa y tuvo que abandonar el almuerzo hostilizado por los pasajeros de un ómnibus que arribó al lugar… Incapaz de lograr una escapatoria al descrédito público, el doctor Manuel Fernández Supervielle optó por recobrar el buen nombre al precio de su vida. El domingo 4 de mayo de 1947, justo una semana después del incidente de la playa, el alcalde de La Habana ponía fin a sus días con un tiro en el corazón.

Apenas ocho meses antes, el 10 de septiembre de 1946, había tomado posesión de la alcaldía capitalina y la determinación de resolver el problema del agua en La Habana con la construcción de un nuevo acueducto fue el tema principal de su campaña electoral. Bien sabía que los recursos del municipio no bastarían para tamaña empresa, pero confiaba en la ayuda que para ejecutarla le aseguró el presidente Grau, con quien lo unía una amistad fervorosa. Esperaba Supervielle que la gestión favorable del jefe del Estado decidiría a la Caja del Retiro Azucarero a conceder al Ayuntamiento el préstamo de los seis millones de pesos necesarios para la obra, pero el tiempo pasaba y el mandatario nada hacía en ese sentido y se negó a que el alcalde negociara el financiamiento con compañías extranjeras. Entonces le sugirió que recurriera al Banco Territorial de Cuba para que esa entidad presionara al Retiro Azucarero a soltar la plata. Aunque nada dijo, Supervielle debió comprender en ese momento la magnitud del engaño de que había sido víctima, pues ninguna gestión podía ser tan eficaz como la del propio Presidente de la República.

Aún tocaría a Supervielle apurar un trago amargo más cuando,  desesperado y decidido por lo menos a comenzar el acueducto por su cuenta, con una mejoría en la captación de las aguas de la Aguada del Cura, los concejales le exigieron 5 000 pesos por cabeza para aprobarle el presupuesto.

Chiflado, hostigado, señalado por la multitud que confió en él y le dio su voto, flaquearon las reservas morales de Manuel Fernández Supervielle. «Me privo de la vida porque a pesar de los esfuerzos que he realizado por resolver el problema del agua en La Habana, por múltiples inconvenientes y obstáculos que se presentaron, me ha sido imposible, lo que implica para mí un fracaso político y el incumplimiento de la palabra que di al pueblo», escribió en la carta con la que justificó su suicidio. Supervielle prefirió el honor sin vida a la vida sin honor, expresó entonces el senador Eduardo Chibás, pero, a juicio de ese combativo político, más que quitarse del camino, debió continuar su batalla por el agua mientras denunciaba a los que impedían que cumpliera su promesa.

Minutos después de hacerse pública la noticia de su muerte, arribó a la casa del extinto el presidente Grau. Dijo a la viuda:

—Señora, la nación ha perdido a uno de sus hijos más ilustres…

Y la mujer, olvidando en su dolor todo respeto a la investidura presidencial, ripostó amargamente:

—Y usted lo ayudó a morir.

Fe en la cuasa que defiene

Superadas las discrepancias con Céspedes, reasume Agramonte el mando de Camagüey con todas las prerrogativas y facultades. Sin perder tiempo organiza el cuerpo de exploradores, así como la caballería y la infantería. Pero la revolución ha sufrido serios quebrantos en el territorio. Hombres fogueados en la guerra, y con grados, se rinden al enemigo y las defecciones crecen por día. Agramonte no se da tregua a sí mismo. Anima a los patriotas, destroza a cuanta partida de españoles encuentra a su paso, a veces en una lucha cuerpo a cuerpo se enfrenta a la muerte a diario. Poco consigue. La sangrienta represión orquestada por Valmaseda ha sembrado el terror en el campo cubano.

Debe tomar Agramonte disposiciones serias. Ordena: «Todo el que pretenda desertar o rehuir sus compromisos, sus juramentos de fidelidad al Ejército Libertador, será pasado por las armas». Dispone el asalto de la Torre Óptica de Colón; no logra tomarla. Pero tiene éxito cuando se enfrenta con las fuerzas del coronel Báscones: los mambises luchan con denuedo y entusiasmo. Aunque no por entero, se frenan las presentaciones al enemigo, pero las pérdidas son dolorosas entre los jefes insurrectos. Las tropas disponen cada vez de menos recursos, no llegan las expediciones del exterior y siguen vigentes las discordias entre el Presidente de la República y la Cámara de Representantes.

Agramonte espera y confía. Tiene fe en la causa que defiende y no se agota su perseverancia.

Una tarde, en su campamento, acepta discutir el futuro de la guerra. Un oficial recién llegado no cree posible que pueda continuarse. No comparte, y lo dice, la convicción de Agramonte, que resta importancia a los reveses y cree ciegamente en que Cuba será libre, pues el Bayardo no admite la derrota ni en teoría.

El visitante lo escucha y mueve la cabeza en son de duda.

—¿No está viendo usted lo contrario todos los días? ¿Con qué recursos cuenta usted, General, para continuar la guerra?

Agramonte no demora su respuesta. Dice, rápido:

—Con la vergüenza.

(*) Fragmento de la crónica La procesión de los espectros, incluida por el autor en su libro Viejas postales descoloridas: La Guerra de Independencia, La Habana, Imprenta P. Fernández y Cía, 1946, pp. 77-79.

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