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Dos leyendas matanceras

En ocasión del aniversario 326 de la fundación de la ciudad de Matanzas, el escribidor se complace en publicar hoy, recreándolas, dos de las leyendas matanceras escritas por el Doctor Américo Alvarado Sicilia antes de 1935 y publicadas por primera vez, en edición mimeografiada, al año siguiente. Desde entonces vieron la luz varias veces, y cada nueva edición —la más reciente de Ediciones Matanzas— ha gozado de una cálida acogida por parte de los lectores.

Doctor en Derecho y en Filosofía y Letras, Alvarado Sicilia cultivó la poesía y el ensayo, el teatro y la crítica literaria, y consagró su vida a promover la cultura de la ciudad donde nació el 25 de julio de 1907. Así, fundó el grupo Índice y la revista Matanzas, que pagaba de su bolsillo. Es por iniciativa suya que se construye y funda, en 1941, la Escuela de Artes Plásticas, donde laboró hasta 1968. Su casa fue sitio de reunión de intelectuales y de investigadores interesados en la vida cultural de la Atenas de Cuba. Falleció el 11 de octubre de 2003.

Carilda Oliver Labra elogió sin reserva estos textos escritos con la sencillez con la que habla la gente, en los que la ternura humana se desborda y palpita el embrujo de la ciudad, su sortilegio único. Puntualiza la autora de Al sur de mi garganta: «Gracias, pues, Américo Alvarado, por estas leyendas que retornan desde nuestro ayer y con cuya escritura ha animado usted nuestra imaginación. Gracias por iluminar con milagros y revelaciones nuestra fantasía, porque el hombre necesita siempre el apoyo en sus orígenes y de la presencia de lo increíble. Gracias por salvarnos del olvido, por la memoria y el amor».

EL perro invisible

Doña Ramonita Oramas, viuda de Solís, cincuentona y hacendosa, cosía primorosamente, hacía dulces y favores y, por estar emparentada lejanamente con familias distinguidas, era recibida en todas las buenas casas de la ciudad de Matanzas. Principiaba el año de 1770 y habitaba, pobre y sola, en una pequeña vivienda alejada de la Plaza de Armas, después Plaza de la Vigía. Tenía, sin embargo, un fiel compañero. Un perro enorme de blanco pelaje al que había puesto por nombre Capitán.

Con lluvia sofocante o calor mortificador, todo vecino curioso podía ver a Ramonita, acompañada de Capitán, camino de la iglesia todos los días del año. Ella entraba y el perro se echaba a la puerta del templo en espera de su ama.

Tenía ella un curioso secreto. Había pedido a la Virgen que le diera larga vida a su perro, de manera que Capitán, su único compañero, pudiera estar a su lado cuando la muerte la llamara. Por eso se emocionó tanto cuando una mañana, desde su banco de la iglesia, vio que Capitán, rompiendo su costumbre de esperarla en la puerta, entraba al templo y se detenía frente al altar lateral, donde estaba la imagen de la Virgen a la que ella había dirigido su ruego. Miró el perro largamente a la imagen y se echó a sus pies. En la iglesia casi desierta nadie vio a Capitán tendido ante aquel altar. Doña Ramonita lo interpretó como la respuesta de la Virgen a su súplica de larga vida para su mascota.

No sucedió así. Poco tiempo después, Capitán apareció muerto en la calle, frente a la iglesia, con la cabeza destrozada. Nadie pudo explicar lo ocurrido y la viuda lloró su muerte y rezó diariamente por él ante el altar.

Tres semanas después de la muerte de Capitán, Ramonita sintió ruido en su patio. Enseguida escuchó ladrar a un perro. No quiso creerlo, pero aquellos ladridos resultaban inconfundibles para ella… Capitán había vuelto. Se asomó entonces a la puerta y lo vio. Sí, era y no era su perro. El mismo Capitán, pero transformado, como si su pelambre blanca estuviese ahora hecha de Luna y los ojos se le hubieran vuelto luminosamente azules. Sin miedo, Ramonita lo llamó por su nombre y Capitán vino a ella meneando la cola y, jubiloso, le lamió las manos. Después se hizo invisible.

Pasaron los meses. En enero de 1771, Ramonita, en su lecho de muerte, reveló a amistades cercanas que todos los días veía a Capitán transfigurado en su ser protector aunque su presencia, bien evidente para ella, pasara inadvertida para los demás. Su ruego, añadió, había sido escuchado y Capitán sería a partir de entonces el amigo y el compañero de los buenos.

Murió doña Ramonita Oramas, viuda de Solís, y sus amigos pensaron que su historia en torno al perro invisible no fue otra cosa que el desvarío de una enferma en su agonía.

Una noche de marzo del mismo año, Capitán fue avistado de nuevo. El maestro don Pablo García, llevado desde La Habana por el regidor Waldo García de Oramas, pariente lejano de Ramonita, vio a un perro enorme de pelambre hecha de Luna y ojos azules. Apareció durante un instante. Luego el perro desapareció ante sus ojos.

Contó don Pablo el cuento a todo el que quiso escuchárselo, y el regidor don Waldo, oyéndoselo, recordó lo que decían que contó doña Ramonita el día de su muerte y llegó a pensar que ese perro no podía ser otro que Capitán.

No sería esa la única aparición del perro que se tornaba invisible. Se sabe que en el año de 1779 lo vio el teniente ingeniero don Dionisio Baldenoche. Lo vio, en el año 1801, don Ignacio de Lamar, alcalde de la ciudad. Y en 1815, el brigadier don Juan Tirry, primer gobernador de Matanzas…

Pero todos esos testigos de la vida invisible y al parecer eterna del perro de pelaje lunar y ojos luminosamente azules, quitaron importancia a sus respectivas visiones y terminaron afirmando que lo que cada uno de ellos vio fue tal vez una sombra en la noche llena de Luna que confundieron con un perro. Pero el perro invisible de Matanzas se hizo tradición.

El pintor Alejandro Odero, matancero asentado en Niza, pintó al perro invisible de Matanzas, pero la obra desapareció. Y Bonifacio Byrne le dedicó un soneto. ¿Lo vio él también? Nadie lo sabe y no podrá saberse nunca. En febrero de 1863 afirmaba el poeta José Jacinto Milanés que él conocía al perro invisible y lo calificó como apoyo y consuelo de los solitarios, de los infortunados, de los poetas… un fiel protector del alma inmortal de la ciudad de Matanzas.

Dicen que el perro invisible sigue cumpliendo su misión misteriosa en las calles de la Ciudad de los Puentes, y los que pueden verlo saben que es el mismo animal que describió doña Ramonita Oramas, viuda de Solís, en su lecho de muerte, en el ahora apenas recordado mes de enero de 1771.

El Cristo de la cueva

Se llamaba Don Pedro… Su apellido se perdió en el tiempo, en la bruma de la leyenda. Corría el primer tercio del siglo XIX en la ciudad de Matanzas, y en una casona palaciega de la calle Del Río vivía Don Pedro. Tenía 48 años de edad, lo servían muchos esclavos y eran cuantiosos sus bienes. Su hijo de 17 años, Fernando, estudiaba en La Habana.

Era el sujeto lo que se ha dado en llamar un hombre de cáscara amarga y corazón de oro. Recto, cumplidor de sus deberes, bondadoso, de mano abierta para el pobre y cristiano de misa diaria y comunión semanal. En realidad, había dos Don Pedro, el bueno y el irascible. Se dice que lo único que alteraba la placidez de aquella casona era la irascibilidad del amo, escribe Américo Alvarado Sicilia en una de sus Leyendas matanceras.

Goyo, uno de los esclavos de la casa, se había convertido en la mano derecha de Don Pedro. Era un negro cincuentón, también viudo, y padre de una muchacha de 14 años, Isabel; cuerpo de mujer escultural, cara de niña traviesa y ojos donde la alegría ponía a diario su luz cascabelera. Don Pedro la había visto crecer en su casa y la favorecía. Cuando en las mañanas ella entraba a su cuarto para servirle el desayuno, Don Pedro trataba siempre de demorarla con cualquier pretexto y conversaba con ella en tono paternal.

Llegó el verano y regresó el niño Fernando, de vacaciones, y volvió a ser lo que había sido siempre para su padre: el centro de la vida; la vida misma. Y la alegría de Isabel, la esclava mimada, apuntó hacia el niño Fernando. El desayuno diario en la cama… La belleza de la muchacha… Los 17 años de él, los 14 de ella… Las ocasiones propicias… Todo se hizo laberinto de amor y la esclava terminó entregándose al imposible. Un hijo de Fernando quedó en el vientre de Isabel cuando él regresó a sus estudios en La Habana.

A partir de ahí la alegría de Isabel se convirtió en escondido llanto. Nadie sospechó de su embarazo. Confesó, sí, sentirse enferma, con el vientre lleno de agua. Quiso Don Pedro traer al médico, pero la muchacha se las arregló para aplazar la consulta. Cuando llegó la hora, huyó de la casa. Sabía que en la Cueva del Indio, en el Abra del río Yumurí, encontraría refugio.

Caía la tarde. La cueva se llenaba de sombras cuando Isabel sentía los dolores de parto. Tuvo miedo. De rodillas, apretada contra una de las paredes de la caverna, ovillada de dolor, pidió ayuda a Dios. Y el pedido fue escuchado. Sobre la cabeza de la muchacha apareció, incrustada en la roca, una cruz negra y clavado en ella un Cristo de blancura deslumbrante. Desclavó Cristo sus manos y las extendió sobre Isabel. No temas, dijo. Yo estoy aquí.

Mientras, en la casa de la calle Del Río, Don Pedro, hecho una furia, supo que Isabel se hallaba escondida en la cueva. Él mismo la buscaría y le daría su merecido. Látigo en mano entró en la caverna y, cegado por la ira, avanzó hacia la muchacha que imploraba perdón con voz llorosa. De repente, Don Pedro vio la cruz negra incrustada en la piedra y, clavado en ella, el Cristo blanquísimo. El látigo cayó al suelo y Don Pedro, arrodillado, sintió esperanza, miedo y amor en su corazón.

Esta mujer te ha dado un nieto, dijo Cristo. Obligado quedas a velar por ella y por el niño.

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