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Un mordisco en La Habana

«Esta isla es un paraíso. Cuba. Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba», escribe el poeta español Federico García Lorca, desde La Habana de 1930, a sus padres y hermanos. Y en el hotel La Unión, en la esquina de Cuba y Amargura, donde se aloja, dice al musicólogo Adolfo Salazar, que lo sorprende recostado en la cama rodeado de 12 o 14 adolescentes a los que lee sus poemas de Nueva York: «¿Has visto? ¿Has visto? ¡La Habana es una maravilla! Es Cádiz, es Málaga, es Huelva. ¡Qué grande es España!».

Porque Lorca, como buen europeo, más que valorar, compara. La Habana se le antoja con todo el amarillo de Cádiz, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez. Sus amigos le escuchan decir que la ciudad huele a trópico fresco, que el color de la piel de la mulata cubana le recuerda al de la magnolia seca, que no hay refresco en todo el mundo que tenga nombre más eufónico, musical y altisonante ni que sepa mejor que la champola de guanábana. El color del cielo le trae a la memoria el de Málaga… Advierte Lorca detalles pequeños e intrascendentes que casi todos pasan por alto. En verdad, La Habana será para él un Cádiz muy grande, con mucho calor y gente que habla muy alto.

El pasado día 5 se cumplieron 127 años del natalicio del poeta del Romancero gitano.  Hace ahora 95 años que estuvo en Cuba. Llegó por el puerto de La Habana, el 7 de marzo de 1930 y estuvo aquí hasta el 12 de junio del mismo año. Un docudrama reciente, Lorca en La Habana, de la productora española Plano Katharsis y bajo la dirección de José Antonio Torres y Antonio Manuel, recrea esos días bullentes y desbordados que el autor de los Sonetos del amor oscuro consideró como los mejores de su vida.

Para entonces el Capitolio había sido inaugurado y el Hotel Nacional no tardaría en abrir sus puertas. La Carretera Central era una realidad, al igual que la Avenida de las Misiones, la escalinata de la Universidad y el aeropuerto de Boyeros, y el Paseo del Prado era ya como fue después, con sus laureles, sus bancos de piedra y mármol, su bello piso de terrazo, sus copas, sus ménsulas y sus ocho leones de bronce.

Anuncios turísticos enfatizaban en que el encanto de la ciudad radicaba en la forma en que modernidad y tradición se conciliaban en ella. Había bailables en el hotel Almendares, cenas al aire libre en el Chateau Madrid, platos exquisitos en el Upper Deck del hotel Royal Palm y una excelente cocina marinera en La Zaragozana, revistas internacionales al estilo parisino en el cabaret Montmartre y juegos de azar en el Casino Nacional del Country Club. No faltaban las zonas de tolerancia, como la del barrio de Colón, ni los centros nocturnos casi marginales, pero muy frecuentados de las «fritas» de Marianao. En el cabaret Kurssal, de la calle Paula número 4, se encontraba lo que se buscara y aun lo que no se pensara encontrar.

En esa Habana de Federico García Lorca estaban también el ya aludido Alfonso Salazar, a quien el poeta llamaba «el señorito musiquito Adolfito Salazar»; el poeta y ensayista Luis Cardoza y Aragón, cónsul entonces de Guatemala en la ciudad; el compositor ruso Sergio Prokofiev, a quien Lorca escuchó en los dos conciertos que auspició Pro Arte Musical y con quien conversó luego en la terraza del hotel Victoria, y el pintor español Gabriel García Maroto, a quien conocía desde mucho antes. Se hallaba aquí asimismo el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, que presumiría luego de un romance con Federico, romance que a Cardoza y Aragón le pareció siempre muy poco probable.

Iré a Santiago

Fernando Ortiz, con quien coincidió en Nueva York, invitó al poeta, a nombre de la Institución Hispanocubana de Cultura, que presidía, a que ofreciera tres conferencias, que al final serían cinco, en La Habana. Federico, sin embargo, no se contentó con pasar por Cuba. Quiso verlo todo; palparlo todo. Estuvo en Matanzas y en Varadero. Apreció los mogotes enigmáticos de Viñales y lo sorprendieron los colores del valle de Yumurí. Se deleitó con la belleza infinita de los platanales y en medio de las vegas de tabaco se sintió en el reino de Romeo y Julieta.

Luce en La Habana como un hombre liberado, dispuesto a olvidar el pago a convencionalismos hipócritas. Hace lo que le viene en ganas y escribe en consecuencia. Para él tiene el mismo valor el té con que lo agasajan las damas distinguidas del Lyceum que el sorbo de café que, en el patio de una cuartería, le brinda una negraza inmensa y bondadosa. Alterna con escritores y artistas que a veces, dijo, «me estrujan las entrañas» y con gente de vivir incierto. No hace un mes que se encuentra en Cuba y ya está completamente aplatanado. Conoce y sabe más de cosas cubanas que muchos de sus amigos y nos puede servir de cicerone y descubridor de lugares y tipos netamente criollos, para nosotros desconocidos, escribía en abril de 1930 el historiador Emilio Roig.

Trabajó aquí en las primeras versiones de El público y de Así que pasen cinco años; escribió o repasó textos que incluiría después en Poeta en Nueva York, y prosas «de un tipo curiosamente superrealista en la seriedad de su burla»; revisó la versión final de La zapatera prodigiosa, y, a cuatro manos con Cardoza, acometió una adaptación del Génesis para music hall.

Además de las de La Habana, ofreció conferencias en Sagua la Grande y Caibarién, Cienfuegos y Santiago de Cuba. «Siempre dije que yo iría a Santiago», dice en su son, escrito antes de aquella visita. Estuvo además en Santiago de las Vegas y en el Surgidero de Batabanó, donde descubrió las esponjas, y en Caimito del Guayabal se tumbó junto a una mata de albahaca y aseguró que no se movería de allí nunca más…

Sus amigos no olvidaron nunca su decir «grave y querencioso», la desmesura de sus ojos ni la caliente comunicación que conseguía con su interlocutor o su auditorio. Juan Marinello confesaba que luego de oírle sus poemas a Lorca ya nunca más pudo leerlos sin hacerlo en su voz, en su gesto, en su acento. «Cuando recuerdo a Federico, la primera imagen que me viene a la mente es la de sus ojos y su mano extendida. En nadie volví a ver repetidos esos ojos maravillosos», decía Dulce María Loynaz. Y su hermana Flor, a quien Lorca envió de regalo el manuscrito de Yerma, que la cubana recibió dos años después del asesinato del poeta: «Como hombre era feo, muy feo, pero, eso sí, muy abierto, muy alegre siempre».  Tan abierto y alegre, recordaba José Lezama Lima, de que daba la impresión de que caminaba por las paredes. De Santiago trajo Lorca a Flor Loynaz una estampita de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Le dijo al entregársela: «De una virgen cubana para una virgen cubana». Muchos años después aseguraba ella al escribidor: «Jamás hablé de amor con Federico».

Tres vasos de cerveza

Lorca, Cardoza y Porfirio Barba Jacob se conocieron una tarde en el bufete de Juan Marinello, frente a la Plaza de San Juan de Dios. Durante el encuentro, Federico habló hasta por los codos, fue el centro de la tertulia, mientras que Barba Jacob, tan locuaz siempre, guardaba un silencio impenetrable. Fumaba en exceso y lucía muy inquieto. Se veía a las claras que le molestaban las simpatías que Lorca despertaba en sus oyentes y, más que nada, verse relegado. Ya en la calle, quisieron refrescar en algún sitio y en un café cercano ordenaron tres grandes vasos de cerveza.

Los atendió un mocetón español, posiblemente gallego, alto y bien plantado. Cardoza contó al escribidor que Lorca y Barba Jacob comenzaron a importunar al muchacho, a piropearlo hasta que en el momento que el mozo se acercó para responder al reclamo de otros tres vasos de cerveza, el poeta colombiano lo agarró de un brazo y le propinó una tremenda mordida.

Con una agilidad increíble, el hombre saltó sobre el mostrador y, sin dar tiempo a Cardoza a reponerse de la sorpresa del mordisco ni a reaccionar, amenazaba con los puños a Lorca y a Barba.

Cardoza se arriesgó a interceder como pudo. Explicó que era gente importante y valiosa, intelectuales extranjeros que estaban invitados en La Habana y que él mismo, precisó, era el cónsul general de Guatemala en la ciudad.

Por suerte, precisaba Luis Cardoza y Aragón, el incidente no pasó a mayores. Pero los tres intelectuales debieron abandonar la cervecería perseguidos por los gritos infamantes que profería el agraviado, aquel mocetón español, posiblemente gallego, alto y bien plantado. «¡Salgan de aquí, sodomitas!», gritaba el sujeto, y sus voces los persiguieron un buen rato cuando, ya en la calle, se batían en retirada.

Bueno, recordaba Cardoza, en realidad empleaba un sustantivo mucho más sonoro y contundente.

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