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De la mano con Borges… bajo el aliento de Cortázar

En Buenos Aires, la huella de Jorge Luis Borges quedó en muchos lugares y, afortunadamente, el velo del olvido no se tendió sobre él

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

Buenos Aires, Argentina.— Julio de 2013. Cuatro grados Celsius afuera y busco abrigo, guantes, gorro y bufanda para que la temperatura no sea el pretexto que me haga quedarme en casa. Caminar por la capital porteña siempre trae sorpresas y, a solo unos metros de la Avenida Corrientes, eje central de la vida bohemia de Buenos Aires, no puedes escapar de la seducción de una ciudad en la que muchos confiesan «andar sin mirar para arriba».

Lo cierto es que este día del frío julio no quiero caminar como otras veces, Corrientes arriba y de vuelta, auscultando cada detalle al azar y captando con el lente —como puede hacerlo una aficionada— lo que me sorprenda al paso. Hoy quiero seguir los pasos de Jorge Luis Borges, porque en esta ciudad su huella quedó en muchos lugares y, afortunadamente, el velo del olvido no se tendió sobre él. Tomo entonces su poema Buenos Aires, escrito con mi letra en un papel, y sigo sus pistas.

Borges nació en una casa típica del siglo XIX en la calle Tucumán 840, en la madrugada del 24 de agosto de 1899, noche de San Bartolomé, como él escribiera, «cuando el diablo sale a cazar ángeles». Llegar no es difícil, sobre todo cuando el «subte» B me deja a cuatro cuadras apenas, en la estación de Carlos Pellegrini, y debido a que muchos conocen el restaurante El Poeta, radicado en su antigua residencia. Sin embargo, hace poco más de cinco años una inmobiliaria compró el lugar y por eso no pude conocer la morada del escritor de Las ruinas circulares.

Sigo viaje. Su infancia transcurrió en la calle Serrano No. 2135, en el barrio de Palermo, entre 1901 y 1914, y aunque en ella una pequeña tarja es el único recuerdo palpable de Borges, esta cubana curiosa vio y admiró el pequeño espacio en el que creció un erudito de la literatura argentina y universal.

No fue un «encuentro» único; fue más bien el contacto sensible que arroja el pensar que entre esas paredes y asomado a esas pequeñas ventanas, este gran hombre encontró algunas de sus musas. Tomar un té en el café El Aleph, cerca de allí, fue entonces mi homenaje.

Después la familia Borges marchó a Suiza y a España y mi recorrido se resume a conocer lugares que frecuentó, junto a sus amigos, y en los que escribió muchos de los poemas que conocemos.

Uno de estos sitios es el café Tortoni, que integra la lista de los 73 bares notables de la capital argentina, y al que le acompañan 150 años de cultura. Estatuas de Carlos Gardel, de Alfonsina Storni, de Federico García Lorca y del mismo Borges, quienes concurrían a La Peña, organizada desde 1926 por el pintor Benito Quinquela Martín, te reciben y no puedes dejar de estremecerte.

Este sitio es de los más visitados aquí y muchos vienen atraídos por la historia y no tanto por el tango ni el café, me dice el portero. «Andáte hasta el salón del fondo; allí hay muchos libros y cartas inéditas de Borges», me dice, y compruebo que es cierto mientras me ofrecen un té o un café, «a usted, que es cubana de Cuba y no de Miami».

Es, en la deshabitada noche, cierta esquina del Once en la que Macedonio Fernández, que ha muerto, sigue explicándome que la muerte es una falacia...

Leo estos versos del poema y mis pasos se dirigen al Once, una zona del barrio Balvanera, «en la que debes tener mucho, mucho cuidado», me advirtieron. En Once se mezcla la historia argentina con el «peligro» de una marginalidad creciente. En 1775 empezaron a funcionar los Corrales de Miserere, en la actual Plaza Once, y la estación del ferrocarril, cuyo nombre hace referencia al 11 de septiembre de 1852, fecha en la que Buenos Aires se separó del resto de la Argentina.

Justo ahí, muy cerca, en la esquina de las avenidas Rivadavia y Pueyrredón, abre sus puertas el legendario bar La Perla, reconocido como la cuna del rock argentino. En uno de sus baños los músicos Litto Nebbia y Ramsés Vil (Tanguito) compusieron el tema La Balsa, durante la década de los años 60, cuando los amantes del rock se reunían allí. Fue ese el primer tema que, por su trascendencia popular, impulsó el género en esta nación. La Balsa es recordada, entre fotos y discos de Tanguito, con la presencia de nuevos grupos, pero, en las mismas paredes, se encuentran imágenes de Borges, quien también frecuentara el lugar.

Cada sábado se reunía allí con el escritor y amigo Macedonio Hernández y otros como Xul Solar y Scalibrini Ortiz a compartir oraciones, a degustar dulces vinos y a dejar su estela artística. Dicen que también lo hizo, años después, el joven Julio Cortázar, a la salida de la Escuela Normal Mariano Acosta, y que entre el bullicio de las mesas de La Perla se gestaron algunos de sus primeros cuentos.

En la continuidad de las calles y los parques de Chivilcoy —un pueblo del interior que visité el domingo anterior, luego de dos horas y media de viaje en un «colectivo»—, conocí el colegio donde el autor de Rayuela impartió clases, la pensión donde durmió e incluso la vivienda en la que se inspiró para escribir el cuento Casa tomada, lugar que ha pasado a la historia oral popular y al que acompañan leyendas lúgubres.

Mucho de Chivilcoy se queda conmigo luego de mi estancia en Argentina. «Tienes que conocer mucho más que la capital, plena de edificios, tiendas y gente apurada», me dije, y el nuevo pretexto de buscar ahora a Cortázar fue perfecto. Conocí una familia hermosa, «totalmente pro-K», que es la manera de reconocerse a favor del Gobierno Kirchner. Compartí una vida más pausada, más humana, más limpia y pude percibir el orgullo de algunos de sus más de 70 000 habitantes de vivir en un pueblo preferido por Cortázar y en el que, además, se realizan muchas obras sociales.

Chivilcoy no es un pueblo cualquiera, me dice una señora. Y es que en la premiada película argentina El secreto de sus ojos se le menciona, confirma ella. Lo sé, le respondo, y aunque así no fuera he hallado en sus pupilas el secreto de la nobleza y de los brazos abiertos «para el que viene de la tierra de Fidel».

Pero tuve que regresar al revuelto Buenos Aires y, al otro día, volví a tomar a Borges de la mano. Releí sus versos e indagué en el gran árbol de la calle Junín que, sin saberlo, nos depara sombra y frescura (...); en el arco de la calle Bolívar desde el cual se divisa la Biblioteca... Regresé a la Plaza de Mayo a la que volvieron, después de haber guerreado en el continente, hombres cansados y felices...

Y aun así, presiento que me quedará mucho por conocer y sentir de Borges en esta ciudad, y que al irme coincidiré con él en que Buenos Aires será la otra calle, la que no pisé nunca; el centro secreto de las manzanas, los patios últimos. Tal vez no logre descubrir lo que las fachadas ocultan ni recordar aquella modesta librería en la que acaso entramos... Será Buenos Aires, después, lo ajeno, lo lateral, el barrio que no es tuyo ni mío, lo que ignoramos y queremos.

 

 

La Balsa

Autores: Litto Nebbia y Ramsés Vil (Tanguito)

Estoy muy solo y triste acá

en este mundo abandonado.

Tengo una idea y es la de irme

al lugar que yo más quiera.

Me falta algo para ir,

pues caminando yo no puedo,

construiré una balsa y me iré a naufragar.

Tengo que conseguir mucha madera,

tengo que conseguir de donde pueda,

y cuando mi balsa esté lista

partiré hacia la locura,

con mi balsa yo me iré a naufragar.

 

El bar La Perla atesora la letra de la

primera canción del rock argentino, compuesta

en uno de sus baños por los músicos Litto

Nebbia y Ramsés Vil (Tanguito).

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