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El fuego de enero no se apaga

Como un haz de luz muy hermoso recuerda el doctor Rafael Norberto aquella primera Marcha de las antorchas. Él fue uno de los protagonistas del suceso, que 62 años atrás emprendió la Generación del Centenario para no dejar morir al Apóstol

Autores:

Dinella García Acosta
Yaima Malagón Franchi-Alfaro

Mañana gris de un sábado de enero. En el portal de su casa, en el barrio de Altahabana, justo al lado de la Escuela Salvador Allende, un hombre de mediana estatura, pelo blanco y sonrisa permanente, escribe en una pequeña agenda las experiencias de hace 62 años, cuando compraba en una ferretería de la avenida de Carlos III los materiales con que se confeccionarían las primeras antorchas que vería desfilar la calle San Lázaro.

Rafael Norberto Figueredo, temiendo que sus casi nueve décadas de vida lo traicionaran al hablar, ha escrito lo que la memoria le ha ido ofreciendo. Sus trazos recuerdan la letra de los abuelos. Comienza a leer:

«José Joaquín Peláez, más conocido como Quino, entonces presidente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), nos encomendó a mí y a un buen amigo, René Crucot, adquirir todo lo necesario para confeccionar las antorchas que llevaríamos en la marcha y que debían tener la luz resplandeciente de José Martí».

Rafael Norberto Figueredo cuenta sus impresiones de cómo los jóvenes de la Generación del Centenario se prepararon para el desfile. Foto: Dinella García Acosta.

En 1953 Figueredo estaba en el quinto año de la carrera de Medicina y ya había integrado en Cienfuegos, su provincia natal, la Joven Cuba, organización fundada por Antonio Guiteras. En 1947 llegó a la capital y desde entonces estuvo vinculado a la actividad revolucionaria de la FEU, por eso «no podía dejar morir la luz del Apóstol en su centenario». Hoy, él cumple su aniversario 60 de graduado y lo afirma con el mayor orgullo del mundo.

«El mismo día 27 por la mañana fuimos a la piquera de autos de Infanta y San Lázaro, para hablar con un conocido que nos ayudaba mucho, Merquíades. Él nos llevó en un auto a la ferretería de Feíto y Cabezón, en la calle de Carlos III. Allí compramos unos listones de madera de unos tres metros, estopa, alambre y goma arábiga en grandes cantidades». Esa goma la depositaron para que se derritiera en un caldero gigante que habían conseguido y colocado en el Estadio Universitario. Mientras unos cortaban la madera, otros le ponían estopa y al final la impregnaban bien con la goma. «Cuando le ponías un fósforo, ¡eso ardía!», cuenta sonriendo.

Recuerda que ese día había frialdad y «andaba con un saquito», que por su situación económica «no abrigaba mucho». Él era de una familia pobre que vivía en la Perla del Sur, donde nació «un día del año 1928, en manos de una comadrona llamada María Elena».

Hoy también hace frío en nuestra Habana, y él lleva un abrigo como aquel 27 de enero. Quizá sea el detalle por el que cuenta la historia, como si estuviera allí, al calor de las antorchas y bajo la excitación revolucionaria de hace 62 años.

«Durante la compra me puse al lado del teléfono para evitar que llamaran a la policía si nos veían sospechosos. Cuando todo estuvo montado en el carro, Crucot se fue para la Colina. Yo me quedé para pagar, pero cuando saqué la chequera el dueño dijo: “Aquí no se aceptan cheques… ¿de dónde es ese talonario?”. “Ese cheque es bueno. ¡Es de la FEU!”, respondí. Pero dijo que había que devolverlo todo y le manifesté que no, pues ya todo estaba llegando a la Universidad».

Para que la operación resultara, relata que con la mayor convicción posible, expresó en aquel instante: «No somos asesinos, pero la ferretería está rodeada y no queremos intervenir». El dueño, asustado, le respondió enseguida: «¡No es necesario! Yo lo regalo todo, márchese». Figueredo no partió de inmediato, se quedó algunos minutos conversando con el hombre, solo para asegurarse de que no llamara a la policía y dar tiempo a que el material fuera descargado y puesto a salvo. «Cuando pasaron algunos minutos, calculé que todo estaba en orden y advertí que nadie debía salir al menos en cinco minutos».

Termina de leer lo escrito en el papel y dobla las hojas, para adentrarse en un diálogo a pura memoria. «De esto que estoy contando ya no hay testigos, pero fue verdad. Quino y Crucot murieron y, aunque soy un joven de 86 años, me va quedando poco tiempo», expresa con la sonrisa juguetona de quien ha vivido mucho, pero tiene un corazón que aún no ha envejecido. Después del triunfo de la Revolución, Figueredo no ha vuelto a desfilar, «pero sí me gustaría».

Muchas veces recrea en su memoria aquella noche de principios del año 53. «Pasadas las 11 p.m., comenzó la marcha. La policía nos tuvo tanto miedo que fue quien nos cuidó». Dicen que cuando se informó la decisión de efectuar el homenaje con antorchas, el Partido Acción Unitaria (PAU) se negó, alegando que era un acto fascista. Manifestaciones como esta se habían puesto en práctica en la Alemania hitleriana y la Italia de Mussolini, pero Fidel respondió que no eran antorchas fascistas, sino las usadas en Bayamo.

«El gran haz de luz que se formó fue hermoso. Nos dirigimos hacia el lugar donde José Martí cumplió condena, con un pico en la mano y un grillete en el pie derecho. Allí, en la cantera de San Lázaro, durante unos meses de 1870, realizó trabajos forzados con solo 17 años. Cuando llegamos se hizo un acto y Quino cerró diciendo: “Con esta marcha se da inicio al homenaje al Apóstol”».

El día se ha oscurecido; comienza a llover. Figueredo decide entrar a la casa. Retrocede en el tiempo y rememora sus luchas estudiantiles. «Yo vine para La Habana en 1947 a cursar la carrera de Medicina y en octubre de ese mismo año asistí por primera vez a una reunión de la FEU. Estaban discutiendo si salían o no a la calle a manifestarse y decidieron que no.

«Entonces, al final de la habitación se subió en una silla un joven con una chaqueta negra y dijo: Compañeros, esto es una traición al estudiantado y al pueblo, yo me voy para la calle, los que quieran seguirme que me sigan.  ¡Era Fidel! Y así fue cómo lo conocí».

Pero esta no fue la única vez que vio al líder cubano. Días después del triunfo revolucionario, el 3 de enero, Figueredo se dirigió a Matanzas para unirse a la Caravana de la Libertad.

Aunque quizá la historia más impactante no son los momentos en que coincidieron, sino en los que no lo hicieron. Muchos de los jóvenes de la Generación del Centenario asaltaron los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes el 26 de julio de 1953, para intentar terminar de una vez y por todas con el régimen batistiano. Figueredo no estuvo allí. La lluvia que ha comenzado a caer, parece unirse a la pena que muestran sus ojos cuando relata por qué no participó.

«Yo vivía en casa de Crucot, en la calle  San Francisco, entre Jovellar y Vapor, porque no tenía dinero y mi familia no podía pagarme un alquiler. El lunes 27 de julio, cuando salieron los periódicos con una foto de Raúl en primera plana, Ñica, la madre de Crucot, empezó a llorar y nos abrazó gritando: “¡Los salvé, los salvé!”. ¿De qué Ñica? “Este muchacho —dijo señalando la foto— vino a buscarlos y les dejó el recado de que lo llamaran”. Nada, que lo que no está pa’ uno, no está».

Otro de los infortunios de su vida ocurrió cuando Fidel partió hacia México y Figueredo se enteró de que necesitaba un médico para venir en el yate Granma. «Me metí prácticamente a la fuerza en la Embajada de Guatemala. Pedí asilo político y me fui para ese país». Allí intentó cruzar la frontera con México, pero lo apresaron. Finalmente, después de 1956, cuando ya Fidel estaba en la Sierra Maestra, llegó a Miami, donde se unió a la sección de profesionales del Movimiento 26 de Julio.

En Estados Unidos quiso preparar una embarcación y entrar por Guanabo, al este de La Habana, pero las adversidades lo sorprendieron en la madrugada del 1ro. de enero de 1959 en Miami. «Recuerdo que llegaron gritando: ¡Figueredo, Figueredo!». Él, perplejo, pensó que alguien se había vuelto loco para gritar así tan entrada la noche.

No imaginaba que eran los alaridos de libertad: ¡Se cayó Batista, se cayó Batista! «Inmediatamente empezamos a prepararlo todo para regresar». Saca un móvil del bolsillo de la camisa para comprobar un dato, allí también tiene un bolígrafo y un pequeño bloc de notas. «El día 3 arribamos por el puerto de La Habana».

«Cuando llegué me puse a trabajar en la policía para mantener el orden en las calles. Al finalizar enero no tenía dinero para pagar el alquiler». Además, Figueredo tenía que mantener a la recién creada familia: su primera esposa, Gema García, con quien se había casado durante la clandestinidad, y los hijos que estaban por llegar: un varón y dos hembras. Su vida laboral como dirigente de Salud comenzó con el cargo de jefe local de Salubridad en Cienfuegos. A lo largo de los años fue director provincial de Salud durante una década y jefe de la brigada médica cubana durante la guerra de Vietnam.

Haber sido director provincial de Salud Pública durante diez años y jefe médico de la campaña nacional contra el Aedes aegyptis desde 1982 hasta 1997, no es algo de lo que se arrepienta: «Si volviera a nacer, haría lo mismo».

Cercano a las nueve décadas de existencia, Figueredo se desempeña como asesor del programa para erradicar el dengue en Cuba. A la pregunta de por qué con 86 años continúa trabajando, levanta la mirada y responde: «Nosotros somos la juventud del Centenario. Mientras esté cuerdo, seguiré colaborando. ¿Está claro?».

Su vida es un constante viaje entre La Habana y Cienfuegos, donde se queda a veces hasta 20 días laborando; pero sobre todo es un recorrido en el tiempo, entre la suya, la Generación del Centenario, y los pinos nuevos de una familia cienfueguera que este 27 de enero de 2015 confeccionarán sus propias antorchas y desfilarán por la tradición que creó su abuelo, junto a otros jóvenes,  hace 62 años.

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