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Hombres que quisieron la paz

Nuestro Héroe Nacional José Martí describió como corresponsal de prensa los sucesos de Chicago de 1886, acontecimiento que inspiró la celebración del Día Internacional de los Trabajadores

Autor:

Luis Hernández Serrano

El 1ro. de mayo de 1890 por primera vez miles de obreros de La Habana celebraron su día.

El origen de lo que después pasó a ser fiesta obrera mundial estuvo en el Congreso Internacional Socialista realizado en París, en 1889. Allí se acordó convertir el día inicial de mayo en homenaje a los trabajadores.

Todo comenzó tres años antes, cuando se desencadenó la furia policial contra una manifestación obrera en Chicago, Estados Unidos. Como resultado de estos hechos, después de un juicio injusto y amañado, fueron condenados ocho obreros. Tres de ellos a largas penas de prisión y los otros cinco, a morir ahorcados. Desde ese instante el mundo los conoció como los Mártires de Chicago.

En esta ciudad del estado de Illinois, a la orilla del Gran Lago Michigan, pese a las enormes riquezas que atesoraba, las condiciones de vida de los trabajadores y sus familias eran extremadamente desesperadas.

La policía arrestó a ocho de los manifestantes que protestaban por la situación infrahumana en que laboraban y vivían. Hubo heridos y muertos. De los acusados y sometidos a juicio, fueron finalmente llevados a la horca cuatro: Adolf Fischer, George Engel, Auguste Spies, los tres periodistas de origen alemán; y Albert Parsons, estadounidense, veterano de la guerra de Secesión y ex candidato a la presidencia de Estados Unidos.

Oscar Neebe, nacido en Filadelfia, de padres alemanes y vendedor de levaduras, fue condenado a 15 años de cárcel, mientras que Louis Lingg, de origen alemán y carpintero, el día antes de cumplirse la sentencia, se suicidó en su celda.

A Michael Schwab, tipógrafo, y a Samuel Fielden, pastor metodista y obrero textil, de origen inglés, la noche antes de cumplirse la sentencia se les conmutó la pena por la de cadena perpetua.

Martí corresponsal

Nuestro Apóstol José Martí fue testigo de excepción y le dedicó un seguimiento constante a estos sucesos que sacudieron el mundo, a la par que denunciaba el crimen. Los cubrió como corresponsal de varios periódicos latinoamericanos, entre ellos La Nación, de Buenos Aires. Veamos algunos fragmentos suyos, luego de cumplida la sentencia:

«Nueva York, Noviembre 13 de 1887.

Señor Director de La Nación:

(...) Esta república, por el culto desmedido a la riqueza, ha caído (…) en la desigualdad, injusticia y violencia de los países monárquicos (…) ¡Trescientos presos en un día! Está espantado el país, repletas las cárceles (…) La prensa entera, de San Francisco a Nueva York, falseando el proceso, pinta a los (…) condenados como bestias dañinas (…)».

En el periódico La Nación, el 1ro. de enero de 1888 Martí describió el ahorcamiento de los condenados: «(…) Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando. Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa. Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere. Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como la marejada, y se ahoga: Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborilea: y al fin expira, rota la nuca hacia delante, saludando con la cabeza a los espectadores.

En su artículo el Maestro opinaba: «(…) ¡Estos no son felones abominables, sedientos de desorden, sangre y violencia, sino hombres que quisieron la paz, y corazones llenos de ternura, amados por cuantos los conocieron y vieron de cerca el poder y las glorias de sus vidas (…) su sueño, un mundo nuevo sin miseria y sin esclavitud: su dolor, el de creer que el egoísmo no cederá nunca por la paz a la justicia: ¡Oh cruz de Nazareth, que en estos cadáveres se ha llamado cadalso! (...)».

Cita Martí una publicación alemana que alude al crimen: «(...) Y decía el Arbeiter Zeitung de la noche: “(…) ¡Hemos perdido una batalla, amigos infelices, pero veremos al fin el mundo ordenado conforme a la justicia: seamos sagaces como las serpientes, e inofensivos como las palomas!”».

De protesta a fiesta proletaria

Durante la primera mitad del pasado siglo XX, el movimiento sindical cubano mantuvo las banderas obreras en alto y cada celebración por la fecha servía de protesta contra la situación imperante en la isla, que sufría de los desmanes de Gobiernos corruptos y entreguistas.

Por ejemplo, en 1930, junto a la huelga del 20 de marzo y la manifestación estudiantil del 30 de septiembre, la movilización obrera formó parte del inicio de la etapa final de la lucha contra la tiranía machadista.

Pero no es hasta el triunfo revolucionario que los trabajadores tienen ante sí motivos suficientes para celebrar y homenajear con resultados a los mártires de aquella matanza que estremeció al proletariado mundial y que tan bien describió Martí.

Es por ello que en el propio 1959 se realizaron dos grandes celebraciones del Primero de Mayo: una en La Habana, y la otra en Santiago de Cuba. El Comandante en Jefe se encontraba entonces de visita en Argentina para participar en la Conferencia Económica de los 21.

Ese día, en la entonces Plaza Cívica habanera, desfilarían por primera vez las milicias populares, integradas por obreros y campesinos. El resumen del acto de la capital estuvo a cargo del entonces Comandante Raúl Castro Ruz, quien lo presidió. El de Santiago de Cuba lo encabezó el Comandante Ernesto Che Guevara.

A partir de entonces, cada año el pueblo cubano, a lo largo y ancho del país, ha celebrado esta fecha como una verdadera fiesta de los trabajadores, al compás de canciones e himnos como La Internacional, interpretada por disímiles voces proletarias en el mundo.

Ha sido invariablemente una jornada de reafirmación del apoyo a la Revolución y a sus dirigentes, y de repudio a la hostilidad imperialista.

Fuente: Asomos, encuentro con la historia de mi patria, de Marcos A. Louit Lescaille, 1994.

De izquierda a derecha: Adolf Fischer, Auguste Spies, George Engel y Albert Parsons, los cuatro llevados a la horca después de un juicio amañado en Estados Unidos.

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