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El rostro de la lealtad

¡Cobardes, suéltenlo..!, fueron tal vez sus últimas palabras, antes de que una andanada de golpes y una larga ráfaga de ametralladora acribillara su cuerpo junto al del jefe

Autor:

Juventud Rebelde

—¡Cobardes, suéltenlo..!, fueron tal vez sus últimas palabras, antes de que una andanada de golpes y una larga ráfaga de ametralladora acribillara su cuerpo junto al del jefe que había jurado proteger.

Ese era Raúl Pujols Arencibia. Aún no había cumplido los 39 años de vida cuando entró en la historia como el rostro de la lealtad. «El Movimiento me ha responsabilizado con tenerte aquí, y si ocurre algo muero contigo…», tal fue su respuesta cuando Frank, evitando poner en riesgo su vida, le indicara volver a su trabajo aquella tarde del 30 de julio.

Y supo estar a la altura de esa responsabilidad con la misma determinación con que se vinculó temprano a la lucha activa contra la tiranía.

Nacido el 2 de diciembre de 1918 en el central Palma, en el actual municipio santiaguero de Palma Soriano, desde muy joven experimentó los rigores de la injusticia social que sometía al pueblo cubano.

Cuando era apenas un niño pequeño sus padres se trasladaron hacia la ciudad de Santiago de Cuba, donde inicia sus estudios, pero siendo un muchacho aún tuvo que comenzar a trabajar como mensajero y aprendiz de dependiente de ferretería.

Así, desde las penurias y el trabajo temprano se convirtió en activo colaborador del Movimiento 26-7 y de las fuerzas revolucionarias en todo tipo de actividades clandestinas, las que supo alternar con la masonería y su gran afición por la pesca.

En los días del asalto al cuartel Moncada ayudó a varios de los sobrevivientes a escapar de la represión y les proporcionó ropa y dinero para su regreso a La Habana. Fue uno de los organizadores de la Resistencia Cívica santiaguera y puso su casa y su ferretería a disposición del Movimiento.

En 1954, ya inmerso en las actividades insurreccionales contra la tiranía, asume la encomienda de la recepción y el traslado de armas para diversas acciones.

Al decidirse la organización del II Frente Oriental, Pujol fue uno de los encargados de la confección de los implementos necesarios y de la adquisición de equipos y suministros. Su ferretería, la Boix, fue un verdadero centro de los revolucionarios.

Su casa, de San Germán esquina a Callejón de Capdevila, también sirvió a la causa. Allí se realizaron, en reiteradas ocasiones, reuniones del Movimiento; allí se había escondido Frank en otras dos ocasiones anteriores; una, acompañado del moncadista Léster Rodríguez; la otra, de Agustín Navarrete.

Por eso, aunque el Movimiento había analizado que aquella casa no era el mejor refugio —pues estaba en una esquina y no tenía ninguna posibilidad de escape—, no es casual que en aquellos días finales de un julio aciago, Frank País decidiera, a pesar de todo, esconderse allí.

Sin dudas, el cariño y la fidelidad a toda prueba de Pujols y de su esposa Eugenia San Miguel, contaron. Ninguno lo defraudó.

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