Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Donde nací y me crié

Invitados a narrar las aventuras, venturas y desventuras de sus barrios, en un concurso de nuestra sección La Tecla del Duende, decenas de lectores compartieron vivencias conmovedoras. Estos son algunos de los textos galardonados, que develamos a propósito del 9no. Congreso de los CDR, que comienza este miércoles en la capital

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Juventud Rebelde

Soy una gente de zona

De alamar casi nunca se habla —se ha quejado mi hija en más de una ocasión—, ni siquiera en las canciones populares se menciona cuando se saluda a los residentes en los distintos barrios de La Habana. Es más, muy pocas veces he oído utilizar el término «barrio» para referirse a una parte de él, porque la organización del trabajo de los microbrigadistas, que fueron los que poblaron de edificios este reparto, introdujo la palabra «zona» para identificar cada grupo poblacional a construir, con su respectiva escuela, círculo infantil, centro comercial, etc. y por ello, como herencia de «los cascos blancos» y, por obra y gracia del léxico popular, pasamos a convertirnos en habitantes enmarcados en la cuadrícula «virtual» de las «zonas».

Si usted visita Alamar no pretenda preguntar por la avenida «equis» entre las calles «ye» y «zeta», porque nadie va a saber responderle, probablemente lo miren como a un extraterrestre; si no conoce la «zona» adonde quiere llegar, está literalmente perdido. Recuerdo que cuando yo me mudé tuve que hacer un croquis a mano alzada para poder indicar a mis conocidos cómo visitar mi nueva morada y me resultó tan útil que tuve que renovarlo en varias oportunidades de lo borroso que se me puso. Todavía, en aquel entonces, los taxis iban para donde uno quería, no como ahora que uno debe ir hacia donde ellos van, y para poder indicarles mi dirección tenía que acudir constantemente a mi «mapa del tesoro».

Sin embargo, no por eso tiene menos condiciones de «barrio» que otro cualquiera, al contrario. Nada hermana más que el trabajo en común, y aunque muchas personas ya se han mudado, o incluso fallecido, todavía quedan un sinnúmero de residentes que sudaron la camisa juntos levantando estas paredes o dando el derretido a los azulejos de lo que ahora es tu baño o tu cocina. Por ello, si usted pide ayuda a un vecino porque tiene una tupición, por ejemplo, es muy probable que te digan «busca a Fulano» que él trabajó en la instalación de esos fregaderos y «se las sabe todas».

Además de esas características que hacen que exista tanta familiaridad entre sus vecinos, ¡es tan hermoso saber que tu hijo asistió al círculo y a la escuela que ayudaste a levantar con tus propias manos y al que ahora asisten también tus nietos! No será muy lujoso, ni estará situado en una gran avenida, pero fue fruto de tu esfuerzo...

Por si fuera poco, mi barrio es «lo máximo» para desintoxicarse de cualquier cosa: del hollín que generan las industrias, porque no las posee; de los restos de la combustión que produce el exceso de vehículos circulando, porque carecemos de ese exceso; del humo de los cigarrillos, porque basta con una bocanada de este aire puro para que tus pulmones respiren agradecidos. Pero, sobre todo, de cualquier estrés: no hay problema que te acongoje, ni ansiedad que padezcas, ni dolor que sientas que no se disipe cuando te asomas a una ventana o a un balcón, si vives en altos o, mejor aún, cuando caminas hasta la costa y te sientas, aunque sea un rato, a contemplar el mar.

En fin, mi barrio es humilde y sencillo, como sus habitantes, pero siento el orgullo de ser «una gente de zona» y no lo cambio por nada del mundo. (Vivian Rodríguez Chamizo, La Habana).

La esperanza en un papel

Mi barrio, el barrio Tetuán/ donde nací y me crié/ y mi juventud pasé/ sin poderla disfrutar/ allí había que trabajar/ sin esperanza ninguna/ en esas noches sin luna/ qué tristeza me invadía/ viendo a la familia mía/ sin comida y sin fortuna

Un Gobierno abusador/ la vida nos exprimía/ en ese ambiente crecía/ sin esperanza ni amor./ Con tristeza y con dolor/ pensaba en el porvenir./ Yo nunca pude asistir/ a una escuelita rural/ para así poder lograr/ saber leer y escribir.

Vivíamos 11 hermanos/ con nuestros padres queridos/ descalzos y mal vestidos/ oyendo hablar del tirano./ Cuando un día, muy temprano/ temprano al amanecer/ oímos las bombas caer/ cerca de nuestro bohío./ Cuando eso en el barrío mío/ ya se sentía Fidel.

Pero un día el barrio se alzó/ se puso barba y melena/ y en poco tiempo la escena/ de nuestras vidas cambió/ mi barrio humilde logró/ vencer su destino cruel/ el empuje de Fidel/ hasta nosotros llegaba/ y a mi padre le entregaba/ la esperanza en un papel. (Lucrecia Marrero Delgado, Caibarién, Villa Clara

¡El circo ha llegado!

La casi fría mañana del poblado quedaba desde lejos interrumpida por el pitazo de la locomotora del tren que venía desde Antilla. Según la intensidad del sonido mi madre solía decir: «viene por Herrera» y, en ocasiones, «ya está en La Güira». El tren era tan puntal que nos servía para calcular el tiempo y llegar exactos al centro escolar.

Era martes 28 de enero de 1958 y todos los muchachos llevábamos alguna flor; gozosos íbamos a desfilar ante el busto de Martí y las bandas de las escuelas lucirían sus toques y sus uniformes. Salir de casa, atravesar la línea y enrumbar hacia los deberes del día era una práctica que solo se interrumpía si estaba lloviendo, si el asma me estaba fastidiando demasiado o si en los postes del alumbrado habían colocado, con aquel embadurnamiento pegajoso, los carteles que anunciaban la próxima visita de uno de los circos que en tiempos de zafra pasaban por el pueblo.

Entonces nos deteníamos a leer qué decían. Payasos, trapecistas, acróbatas, vedettes, equilibristas, excéntricos musicales, magos, forzudos, prestidigitadores… ¿Traerían leones? Enterarnos de las características del circo era importante. ¿Cuántos animales? ¿Cuántos números se anunciaban? ¿Cuál venía? ¿Montalvo? ¿La Rosa? ¿Gabi? ¿Fofó y Miliki? ¿Gustavine? ¿La Estrella?...

Además del nombre, si el programa estaba en mejor o peor papel, con más o menos colores o con mayores o menores letras, eso nos indicaba la calidad del circo; y los había que ni programa tenían. Y ahí era más efectivo el trabajo de Teno. El singular Antenor Tejeda, un cuentapropista peculiar de aquellos tiempos que, entre otros menesteres, se ganaba la humilde vida que llevaba anunciando —con la ayuda de una bocina de latón— cuanto espectáculo llegara a Cueto.

Teno era un agente de publicidad pintoresco y único. Había nacido con muy serias y evidentes limitaciones físicas, por ello pies y manos tenían deformidades que le dificultaban muchas cosas; sin embargo, dominaba su adaptaba bicicleta con sorprendente habilidad y sus manos imperfectas asían con eficiencia el instrumento con el que anunciaba: «¡Hoy, mañana y pasado el gran circo La Rosa ofrece sus funciones! ¡No te lo pierdas… payasos, leones, magos, trapecistas…!».

Y no importaba si realmente el circo era uno grande o uno de aquellos humildes en los que, una vez adentro, mirando hacia arriba podía pensarse que las estrellas estaban pegadas a lo más alto de la carpa. Teno le ponía siempre el mismo énfasis a su trabajo. Y su pequeña y contrahecha figura, rematada con sombreros generalmente coloreados, la veíamos pedalear hasta pararse en cada esquina y difundir sus pregones. «¡Oiga, oiga, ahora sí que llegó el circo La Rosa…!».

Pero cuando no era época de circos podía oírsele decir de las películas de los cines Carrillo y Marcia. Se le oía convocar: «¡Película de vaqueros, papapa, tiratiros, corren caballos, matan a los malos, papapa y el chévere besa a la mujer bonita…!». Los malos en verdad estaban por allí, de azul o amarillo, pero el chévere estaba por llegar.

¡Viene un circo! Era una frase que nos alegraba, aunque supiéramos que tal vez no podríamos ir ninguno de los días, porque no siempre en casa había el mínimo dinero necesario. Y entonces algunos muchachos ayudaban a cargar, a barrer, a buscar aserrín y en cuanta cosa pudiera proporcionarles una entrada gratis; y los había que se colaban por debajo de la carpa a riesgo de un fuetazo de los tarugos, que era como les decíamos a los trabajadores del circo que no eran ni dueños ni artistas. Y allá, en el campo de pelota aledaño a la propiedad que se nombraba Hato del Medio, después de gritos, mandarriazos, lonas extendidas, amarres y esfuerzos, quedaba armado, plantado, el circo de turno. Para mi pueblo un día doblemente festivo: era 28 de enero de 1958. (Lino Ernesto Verdecia Calunga, Holguín).

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