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Regla, mi rincón herido

Una semana después, superada la irritación inicial y los desaciertos lógicos de la sorpresa, la gente pone a orear su sonrisa y revive las anécdotas desde esa sabia resiliencia que caracteriza al pueblo cubano, tan altruista y soñador

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

Me estrené en 2001 como reportera cubriendo desastres, y desde entonces he testimoniado muchas situaciones en las que, a pesar del impacto emocional, lograba sobreponerme para entregar a tiempo la información que urgía al público lector.

Con el tornado de La Habana creí que sería igual, pero enseguida entendí la desazón de mis colegas corresponsales cada vez que les toca vivir en barrio propio un feo evento meteorológico, y deben poner en pausa su caos sentimental para convertir en noticia la desgracia de sus coterráneos.

Regla, mi rincón querido, la Sierra Chiquita de mi orgullo, jamás había vivido un desastre de tal magnitud, ¡y podría haber sido peor, si sus colinas no hubieran impedido que aquel monstruo pasara sobre las grandes industrias del territorio!

Como es un pueblo pequeño, esas personas que vivieron el susto más grande de su vida, las que lloran sus seres queridos o se arropan como pueden para enfrentar el trago amargo, son las mismas que me acompañan desde la Primaria, las que me cruzo en la lanchita o el mercado, me comparten sus recetas de cocina, me ayudan a ser madre o me llaman profe con cariño.

En La Colonia, uno de los barrios más auténticos de La Habana; en el Modelo, centinela del Anillo del Puerto, y en los bulliciosos repartos Ciruela y Unión, la gente se levanta todavía sin reconocer su entorno y se recoge bajo un cielo que jamás habían sentido tan rutilante y amenazador.

Una semana después, superada la irritación inicial y los desaciertos lógicos de la sorpresa, la gente pone a orear su sonrisa y revive las anécdotas desde esa sabia resiliencia que caracteriza al pueblo cubano, tan altruista y soñador.

Los Dioses Rotos

En medio de la algarabía y el ruido de los múltiples vehículos que recuperan aceleradamente el espacio y la moral de la población, sobresalen las blasfemias de aturdido desahogo y las imploraciones a la Santa Patrona de la bahía.

Los moradores de una casa que más parece escenario abierto al público, dieron sitio de honor a sus guerreros de piedra en el paso de una escalera en ruinas. A pocos metros, las imágenes quebradas de algunos santos se colocaron lejos de las montañas de basura, como gesto de postrera dignidad.

Por doquier estampas salvadas, fotos de ancestros, cruces al cuello, banderas y afiches de mártires… Cada quien se aferra a su visión de fe para energizar la necesaria resignación, y el oficioso actuar de varias comunidades religiosas da consuelo y ayuda tanto al devoto como al descreído.

Fiel a nuestra tradición, no falta quien enumere los fortuitos milagros: el chofer que salió ileso del carro aplastado, la mujer que escapó de una cabalgata espeluznante sobre su cama, la familia que vio desaparecer gran parte de su morada en un pestañazo, atrapados todos en el tercer escalón.

Casi al final de la Calzada Vieja, Miriam cuenta que siempre fue ducha en cortar rabos de nubes en su campo natal, pero esta vez «apenas logró parar el bicho un instante», y lo dice con la mirada extraviada, como su gato Yabó, mientras suspira por los restos de la vajilla del siglo XVII, antaño vanidad familiar, que tapizaron el recibidor de su modesta vivienda.

En calle C, dos ancianas de 94 años descansan en sendos sillones instalados en la cocina del nieto mayor de ambas. Probablemente sean las más longevas protagonistas de esta epopeya citadina, y a pesar de su senilidad, protestan por la foto que hacemos porque no están bien peinadas.

Zoe Esperanza estaba en el primer piso y solo recibió rasguños de los cristales quebrados, pero no lograba salir porque perdió la llave en la oscuridad. Haydé, en la casa contigua, quedó atrapada en el derrumbe de los techos y paredes del segundo piso de ambas viviendas, mientras su hija Carmen y su nieta Dayney fueron impactadas en la escalera.

En un primer momento los bomberos rescataron a Zoe, dieron a Haydé por fallecida y siguieron buscando otros heridos de gravedad. A insistencia de Yadira, esposa del nieto menor, volvieron para recuperar el cuerpo y oyeron un leve quejido.

Más rápido que el tornado corrió la esperanza entre la gente reunida en la calle, a pesar del frío y la llovizna. Cuatro horas llevó remover piedras, muebles y cabillas hasta sacarla con apenas una herida en la mano y hablando más de lo común. 

Sin Palabras

Apelo a la empatía humana para compartir la angustia de esos otros seres que no tienen alivio en la palabra para conjurar sus penas, como la yegua Cocacola, que era un puro temblor al salir de los restos irreconocibles de su establo, o el gallo que desafinaba en medio del extraño desconcierto de aquel lunes y miraba con recelo a las palomas, empecinadas en volver nadie sabe a dónde, porque sus casas eran un amasijo de madera y hierros en el suelo. 

Por días, muchos perros deambularon caritristes, sin emitir ladridos, y los pájaros pequeños huyeron del chasquear de las sierras, desorientados en la anarquía de sus antiguos predios. Algunos incluso saltaron a las manos protectoras, como el gorrión que el pequeño Daymel llevó consigo al policlínico.

Gatos, peces, periquitos, jicoteas… Los que aparecieron vivos recibieron alimento y cobija de gente que no midió su propia escasez existencial, en ciertos casos para consolarse por su mascota desaparecida.

Al Sol Voy

Volvemos a la casa del cooperativista y juez lego del tribunal reglano Rosendo Pérez-Boroto, donde hicimos fotos el primer día de una repisa asombrosamente intacta, estampa anacrónica entre tanta calamidad.

«Estamos vivos», repite como un mantra. Su hijo William sintió un rugido de turbinas y se asomó a la acera, intrigado. A la altura del Anillo del Puerto distinguió un cono de nubes blancas, e instantes después el espectáculo de fuego y lodo que se acercaba. Lo siguiente que recuerda es su cuerpo rodando entre dos casas y el silbido caliente del polvo en sus oídos.

Como a otras familias, el tornado les arrancó el techo, sacó la ropa de una en una del closet y cargó con parte de sus equipos eléctricos. Incluso levantó la lavadora de la última habitación y la dejó caer troceada en la salita.

Para más burla, arrancó el fregadero y lo colgó en el extremo de uno de los postes sobrevivientes al hacha de los vientos. Días después, Rosendo decía a nuestros colegas Adán y Julieta que ya tenía «antena wifi» propia, aunque no pudieran fregar.

Con orgullo nos muestra el «techo» de su habitación: una manta del camión de la brigada Martha Machado, que le prestaron provisionalmente. 

En la Parcela Solar, sitio favorito de quienes amamos la naturaleza y apostamos por la ecología, Alejandro Montesinos se recuerda en el patio esa noche cuando sintió el rugido sordo y entró a su cabaña para desconectar la computadora.

Tras el apagón, el estruendo. Sin reponerse del pánico, avanzó a tientas entre los escombros, abriéndose camino hacia la cama de su madre Nancy, quien despertó ante sus gritos sin imaginar las tablas y tejas desparramadas sobre su colcha, ni percibir la gruesa rama espinosa que aterrizó a milímetros de su cara y arrastró en su paso el panel solar.

Un rato después, ya en casa de unos vecinos, descubrieron la herida en la cabeza de la anciana y corrieron al policlínico, donde recibió cinco puntos a la luz de una linterna. Hoy no puede explicar qué pasó, y en su candor pide disculpas por el reguero o la falta de café, porque a ella le gusta tener a las visitas contentas. «Pero vengan a la tertulia de este sábado a las dos de la tarde, que los amigos de mi hijo quieren hacer algo muy especial», dice en la despedida.

Si volcara todas las anécdotas de mi agenda, aún no llegaría a reflejar una milésima parte de lo que sucede en los corazones de la gente por estos días. De todas las actitudes posibles, elijo la de la pequeña Ana Lía, que vivió el susto en el regazo de su madre y al día siguiente acompañaba el ritmo alocado del vecindario con un inocente toque de clave, usando dos piezas de aluminio del dominó de su familia.

En Regla sí se puede, dicen decenas de carteles que mucha gente apenas mira, acostumbrada a su sonora presencia. Es hora de arrancar esas letras de su estrado y hacerlas caminar por todo el municipio, junto al Gracias Fidel de la bandera de Kcho y los estandartes del contingente Ñico López y la ECOIN Julio Antonio Mella.

Nos guste o no, esta historia apenas empieza. Aquellos minutos se convertirán en meses, tal vez años, y habrá cosas que no volverán a ser como antes. Para momentos así, Martí nos tiene una valiosa sugerencia: «Ayudar al que lo necesita no solo es parte del deber, sino de la felicidad», ¡y hay tanta gente precisando de ese don ahora mismo!

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