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Las otras riquezas de Aguilera

A Francisco Vicente Aguilera y Tamayo, quien llegó a ser secretario de guerra y vicepresidente de la República en Armas, que intentó volver a Cuba en varias expediciones armadas y murió en la penuria el 22 de febrero de 1877 —sin cumplir los 56 años—, debemos elevarlo más, por encima de un bicentenario

 

Autor:

Osviel Castro Medel

Es difícil que no se muevan las entrañas cuando uno se adentra en su historia, contada a retazos en fechas como esta. Es casi imposible permanecer indiferente ante los relatos vinculados al hombre que era poseedor de miles de caballerías o de casi tres millones de pesos, y que al final de sus días andaba con los zapatos, los bolsillos y el alma rotos en el exilio de Nueva York.

Repasando la trayectoria de Francisco Vicente Aguilera y Tamayo, el bayamés nacido hace hoy 200 años, se prueba perfectamente que el dinero, aunque hace falta, no significa «el todo» de esta vida, porque él fue otro de nuestros patricios que saltaron de los baúles repletos a la honrosa escasez impuesta por las aspiraciones independentistas.

Qué seres humanos tan especiales eran ellos, capaces de lanzarse a arriesgar la existencia misma, sin buscar nada material a cambio. Qué personas tan admirables aquellas como Aguilera, a quien no en balde José Martí llamó «el millonario heroico, el caballero intachable, el Padre de la República».

De él, como otros de su tiempo, fascinan el civismo y la decencia, dos atributos que tanto necesitamos esparcir ahora para que la patria soñada entonces no quede difuminada por lo inculto o lo grotesco.

Una de sus grandes lecciones fue no haberse enredado en pugnas con Carlos Manuel de Céspedes, pues en su oído no faltaron las intrigas para que reclamara el cargo de Jefe de la Revolución. En realidad, meses antes del levantamiento Aguilera era el líder de la Junta Revolucionaria de Oriente y tal vez hubiese sido el cabecilla de la insurrección; sin embargo, consumado el grito de La Demajagua, entendió que era primario comenzar a forjar la nación antes de reclamar jerarquías personales.

Su frase más célebre, que deberíamos poner en nuestras cabeceras, nació cuando le consultaron sobre la quema de Bayamo, la ciudad que había intentado impulsar material y espiritualmente y donde se encontraban algunas de sus propiedades: «Nada tengo mientras no tenga Patria». De hecho, después del glorioso incendio del 12 de enero de 1869 su casa señorial quedó reducida a unas pocas paredes en ruinas, mas no por eso se le nubló la mirada o se le quebró el ánimo.

Por desdicha no existen muchas anécdotas sobre él en la manigua redentora, a la que se fue inicialmente con su esposa y casi todos sus hijos
—tuvo 11—, pero las vivencias recopiladas lo dibujan con una sencillez absoluta, hablándoles a los ojos a sus subordinados, departiendo con los campesinos, alejándose de las palabras «amo» y «esclavo».

Durante años he sostenido que a este cubano inmenso, que fue bachiller en Leyes y ocupó diversos cargos públicos antes del levantamiento, debemos conocerlo más. Es una lástima, por ejemplo, que no hayamos propagado sus cartas, en las cuales florecen la abnegación y la vergüenza, dos términos que a algunos se les han vuelto huecos. Y es una pena que su Diario no esté siquiera en los llamados espacios digitales para que nuevos y viejos conozcamos esas otras riquezas enlazadas con la virtud.

A Aguilera, quien llegó a ser secretario de guerra y vicepresidente de la República en Armas, que intentó volver a Cuba en varias expediciones armadas y murió en la penuria el 22 de febrero de 1877 —sin cumplir los 56 años—, debemos elevarlo más, por encima de un bicentenario. Tenemos que evocarlo cada día con su ejemplo, descrito en las palabras de Manuel Sanguily: «Muchas veces, el día que llevaba a su pobre habitación de una casa de huéspedes las manos llenas de oro, no tuvo ni un solo pan para comer, y cubanos y americanos le vieron a menudo, recorriendo a pie las calles de Nueva York, entre la nieve, con los zapatos rotos. Fue así un millonario que mendigaba por la libertad y la independencia.

«No sé que haya una vida superior a la suya, ni hombre alguno que haya depositado en los cimientos de su país y en su nación, mayor suma de energía moral, más sustancia propia, más privaciones de su familia adorada, ni más afanes ni tormentos del alma».

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