Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El ángel en la noche

Semanas antes de morir, Panchito Gómez Toro pedía a su madre que lo recordara siempre, al anochecer, justo al horario de la cena, cuando «sientan mi espíritu vagar alrededor de la mesa»

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

CIEGO DE ÁVILA. —A Melchor Ortega, ayudante del comandante Cirujeda, jefe del batallón de San Quintín, le preguntaron en la bodega de Pedro Castro Peña en el poblado de Punta Brava: «Dinos, Melchor, ¿quiénes fueron los primeros españoles que llegaron al lugar donde se encontraban el pardo y el blanco, que ustedes registraron el día del fuego de San Pedro?» El oficial contestó: «Los primeros en llegar fuimos el práctico Santana y yo; vi al llegar junto a ellos que uno le decía a Santana: “Si eres buen español, no me mates, y si eres de los míos, recógeme”. Entonces Santana tiró del machete y le dijo: “Si soy buen español, ya lo verás”, y le dio un tajo que ya no habló más”».

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Octubre 20 de 1896. En una carta, desde Pinar del Río: «Muchas impresiones guardo para contarles después. (...) Para ver a papá pasarán algunos días, porque tenemos que ir peleando. El general Maceo me trata con mucho cariño; me ha preguntado mucho por mamá y Clemencia y por Maxito. Yo tengo un apetito devorador y una salud a toda prueba. (...) Se reirán ustedes si saben que no pensamos más que en comer. No me atormenta más que la idea de lo que ustedes pasarán».

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El comandante Rodolfo Bergés, jefe del cuarto escuadrón del regimiento de Santiago de las Vegas, tomó las riendas de su caballo y caminó a pie hacia los pastizales del campamento de San Pedro. Había sido un día un poco movido ese 7 de diciembre de 1896. Bajo una arboleda, acostado en una hamaca y rodeado de oficiales, se encontraba Antonio Maceo. El General había llegado a media mañana con unos 60 hombres. No parecía cansado, aunque debía estarlo. Bergés liberó a su caballo para que comiera. Se decía que por la noche se moverían para atacar a La Habana. La cosa parecía grande, quizá no dormirían. Sacó el reloj de bolsillo y consultó la hora. Entonces sonaron los disparos. Eran las 3: 00 p.m.

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«Melchor, ¿qué objetos ocuparon?» «Que varias cosas, un relojito que cogí, una cartera, unos realitos y ese piquito que tú me cambiaste».

El señor Castro Peña le preguntó si Santana había ocupado alguna cantidad, contestándole que había cogido su pelota, un reloj, unos gemelos de campaña, una sortija, una capa de agua, un machete, un revólver y otras chucherías que tuvo que entregárselo todo a Cirujeda.

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De la carta en Pinar del Río: «En los primeros días, sentí en la guerra una especie de aturdimiento, viendo las crueldades de ella. Vi tantas mujeres marchando en la columna con sus hijos muriéndose y recordé los trabajos que pasó mamá cuando vinimos al mundo. Cada día tengo más presente a mi querido hogar. En las horas calladas de la noche en que me toca la guardia de oficiales (...) veo a Margarita con su libro o su estambre sentada junto a Clemencia en el patio (...). Quisiera volar ahora, darles un beso y volverme a mis combates».

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Pasado el mediodía del 7 de diciembre de 1896, el batallón español de San Quintín, dirigido por el comandante Francisco Cirujeda y Cirujeda, cambió el rumbo en dirección a Bauta.

La avanzada de su columna consistía en una fuerza de caballería de unos 90 hombres, conocida por la guerrilla de Peral. Cerca de las 3:00 p.m. los exploradores encontraron un rastro de unos 60 soldados a caballo en dirección al barrio de San Pedro. Pensaron que era una partida ganada y de inmediato se lanzaron al ataque para encontrarse con un inmenso campamento mambí.

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El comandante José Cadalso Cerecio contó: «El teniente coronel Arencibia y el comandante Bergés que estaban desmontados, organizaron como se pudo la resistencia, y recibimos a los atacantes, disparándoles todo lo más que podíamos. Desde Montiel, donde se encontraban junto al general Maceo, venían a galope tendido, gritando el coronel Juan Delgado: “Al machete! ¡Al machete!”.

La muerte de Maceo ocurrió en medio de un fuego cruzado, cuando preparaba una carga de caballería. Obra La muerte de Antonio Maceo, de Armando Menocal

«La columna que dirige el general Maceo penetró en terrenos del asiento Bobadilla, pero tienen que detenerse, mientras algunos jinetes se desmontan para cortar los alambres y continuar la carrera en busca del enemigo; es en estos momentos, cuando ellos se hacen perfectamente visibles para los soldados españoles y es entonces cuando se produce el desastre».

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A Maceo una bala le entró por el maxilar inferior derecho, cortándole la arteria carótida junto al mentón. Los que estaban a su lado lo vieron aflojar las riendas y caer desplomado. Había perdido el habla y el ojo derecho no tenía vida. El comandante Juan Manuel Sánchez lo sentó. «¿Qué es esto, general? ¡Eso no es nada! ¡No se amilane!».

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«Lo veo en el suelo, derribado —contó el teniente coronel Dionisio Arencibia Pérez—, y veo también a su médico, el doctor Máximo Zertucha, correr en su auxilio, tirándose del caballo en loca desesperación. Lo examina, lo incorpora, le introduce su dedo en la boca herida, que estaba llena de sangre. Una nueva descarga hace blanco de nuevo en el lado derecho del vientre del general Maceo.

«Afinando la puntería, los españoles dirigen un fuego concentrado sobre aquel grupo. Juan Manuel Sánchez trata de llevarse el cadáver del general Maceo. Un balazo en el muslo derecho le hace rodar por el suelo. Yo grité a Sánchez: “¡Monte a caballo, antes que se le enfríe la herida”».

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De los tantos relatos del hecho, solo de los participantes en el combate existen 47 versiones. El comandante Juan Manuel Sánchez contó que al salir por un portillo se cruzó con el hijo del general Máximo Gómez Báez, el capitán Francisco (Panchito) Gómez Toro.

Iba con un brazo en cabestrillo por una herida recibida en el combate La Gobernadora o Vejerano en Pinar del Río, el 3 de diciembre de 1896. «¡¿A dónde va?!», gritó Sánchez. «A morir al lado del General», oyó.

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Cirujeda, un hombre delgado, de pelo entrecano y abundantes bigotes, revisa los papeles entregados por Melchor Ortega y enseguida pregunta: «¿Quién iba contigo?». Entonces manda a buscar al guerrillero Juan Santana Torres, natural de Canarias. Santana cuenta que él y Melchor fueron a recoger un caballo que andaba suelto, cuando al desmontar descubrieron a dos individuos tendidos en el suelo.

«Uno blanco y otro pardo, de más edad —aclaró—. Al desmontarme, el más joven dijo: —Si eres buen español, no me mates; si eres de los míos, recógeme—. Entonces le manifesté: —Si soy buen español, ya lo verás—, y tiré del machete y le di un tajo en la cabeza, dejándolo cadáver».

Cirujeda, contó Melchor, mandó al corneta tocar llamada de oficiales. De ahí se corrió la voz de que habían matado a Maceo y al hijo de Gómez.

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Final de la carta en Pinar del Río: «Clemencia y mamá, sientan siempre al oscurecer mi espíritu vagar alrededor de la mesa cuando estén en la cena. Siéntanme en su corazón. Llévenme a su lado. Francisco Gómez Toro. El general Maceo les manda cariño.

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