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De cine y cine se afinan las opiniones

El Festival, un evento pródigo en asombros e impactos, requiere tiempo, paciencia, constancia y disciplina. Solo después de aplicarte a fondo, encuentras ese momento perfecto de comunión y comprensión de lo que muestran desde la pantalla inmensa y la sala oscura

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Joel del Río

Tarde entrego por email este resumen que casi estalla, a fuerza de apretado, sobre lo mejor que he visto en estos días. Preferí demorar un poco, impacientar a Estrada, y ver la mayor cantidad posible de películas, que aparecerme en estas páginas con las reseñas de tres o cuatro títulos iniciales, indicativos solo de lo que el crítico alcanzó a ver, pero nunca de los mejores costados de un evento pródigo en asombros e impactos. Casi nunca los primeros encuentros con el convite resultan ser aquellos que dejarán una huella indeleble en tu memoria. Porque el Festival requiere tiempo, paciencia, constancia y disciplina. Solo después de aplicarte a fondo, encuentras ese momento perfecto de comunión y comprensión de lo que muestran desde la pantalla inmensa y la sala oscura.

Hablando de disciplina: este año ha golpeado con fuerza la falta de civilidad de una parte del público. No se me ocurre manera más gentil de nombrar cierta costumbre de hablar en voz muy alta mientras ocurre la proyección. Y conste que no han sido solo jóvenes díscolos y heterodoxos, sino también personas mayores, quienes se empeñan en recontar, componer y comentar la película a viva voz. Así, se convierten en improvisados narradores o comentaristas, en abierta rebeldía verbal ante la sutileza y las elipsis que abundan en este Festival. A veces se trata de una suerte de afán pedagógico (te obligan a compartir su visión e ideas sobre la trama) y en muchos casos nos fuerzan a compartir la acotación soez ante la más mínima insinuación de erotismo o desnudos, o la vulgaridad del choteo no solicitado respecto a las actitudes de los protagonistas, y lo que comen, piensan, dicen o hacen.

Además de acceder a lo más renovador, sugestivo y sutil de la producción cinematográfica latinoamericana, el Festival ha sido, también, el ruedo de consagración para decenas de prescindibles cronistas, humoristas «espontáneos», cultivadores de la más grosera e invasiva oralidad. Habría que determinar si se trata de falta de conocimiento sobre las reglas elementales de conducta al interior de un cine, o si el asunto se relaciona con la expansión de cierta indisciplina social tendiente a imponernos determinados hábitos marginales y prosaicos. Cuando la película es humorística, o de suspense —como las argentinas Un cuento chino, El gato desaparece o Ausente— la incultura del público se convierte en una tortura que te impide disfrutar a plenitud. Allí, pegados a tus oídos, están nuestros cronistas instantáneos compitiendo para tratar de ser más graciosos que Ricardo Darín, o te arruinan la emoción y las atmósferas intrigantes insultando a tal personaje o gritándole a tal otro lo que debe hacer.

Y ya que nos situamos accidentalmente en el extremo sur del continente, allí nos quedamos para dar cuenta sobre dos óperas primas memorables. Son también argentinas: Las acacias, de Pablo Giorgelli, hermosa historia de gente solitaria que la mayor parte del tiempo viajan en la estrecha cabina de un camión; y El estudiante, de Santiago Mitre, abierta denuncia del trasiego de los políticos al interior de la universidad, como metáfora que apunta a superiores y más escalofriantes corrupciones. En un tono inevitablemente verboso, detallista y de objetividad semidocumental, se muestra el recorrido de este joven hasta el descubrimiento y apoteosis de su vocación por la política, más que por el estudio. El final representa toda una declaración de principios disparada en un monosílabo. Y muy poco se habla, por suerte, en Las acacias, road movie que es preciso ver para comprender hasta dónde puede llegar a expresar, sobre la condición humana, la raza, la emigración a las ciudades, la soledad, las madres solteras, o la paternidad aturdida, entre varios otros temas, una trama sutil, leve, casi inexistente, donde la historia de amor posible se sobreentiende, y al espectador le llega una oleada cálida de compasión y simpatía por esos personajes tan entrañables como los del mejor neorrealismo, sin dejar de ajustarse al esquema chico-encuentra-chica de la clásica comedia sentimental, porque el esquema en sí mismo nada tiene de nefasto, lo que ocurre que todo depende del tratamiento de la historia, y de la capacidad del creador para conferirle humanidad y crédito a sus personajes. Conste que Giorgelli demuestra una solvencia impresionante en estas cartas credenciales.

De Chile concursa la vanguardista Verano, dirigida por José Luis Torres Leiva, alguien a quien debemos la poética contemplación de El cielo, la tierra y la lluvia. Fragmentaria, calurosa y sensorial, la película también recurre a un estilo semidocumental, y de una naturalidad que recuerda los videos caseros, para seguir la huella, solo en apariencia azarosa, de una decena de personajes entregados a los actos más comunes. Este es el tipo de película donde algunos espectadores se retiran ruidosamente gritándole a nadie que la película «es un clavo», y «no pasa nada». Emitimos disculpas desde este medio a los realizadores que hayan asistido a tan inciviles muestras de repudio, y solo podemos ofrecer a cambio la comprensión del grupo grande que permanece en la sala, atento a los pequeños gestos de devoción y correspondencia con la belleza de existir que tan preciosamente exalta Verano. Y conste que no es una película de las que ganan Corales, salvo sorpresas de última hora.

Considerable variedad y potencia multigenérica exhibió el cine brasileño. A partir de una profundización casi insostenible, por obstinada, en el rostro, los sentimientos y las sensaciones de una mujer abandonada, El abismo plateado, del consagrado Karim Ainouz, recicla y elude, supera y asimila los códigos del melodrama, en la sublimación de uno de los temas omnipresentes en las películas de este año: la soledad, el desamor, la falta de solidaridad, la ingente dificultad para asumir y sostener la comunión con otras personas. (El tema domina al interior de Las acacias, Verano, Un cuento chino, Chamaco, Marina, El chico que miente, El premio y algunas otras). Ainouz emociona y convence con una película irregular y extrema, beneficiada por la descomunal honestidad de la actriz Alessandra Negrini, al tiempo que demuestra con creces los vasos comunicantes que existen entre la cancionística, el melodrama cinematográfico o la telenovela, tres producciones culturales del mayor relieve en todos los tiempos de América Latina.

Rodrigo Santoro por Heleno, junto con Germán de Silva por Las acacias, se convierte en postulante sólido para el premio Coral a la mejor actuación masculina. Un esfuerzo épico, en todos los órdenes, desplegó Santoro para convertirse en un futbolista muy famoso en los años 40, un hombre egocéntrico, violento y mujeriego, con una enorme capacidad de desintegración —similar a la que exhibía el protagonista de El toro salvaje, filme de Martin Scorsese que indudablemente sirvió de referencia— y todo ello se evidencia en una película formalista, reiterativa, con grandes problemas de estructura, pero que se salva y brilla por encima de otras muchas por el sostenido virtuosismo del actor protagónico, en sintonía con una fotografía deslumbrante, en blanco y negro, del maestro Walter Carvalho.

Hay muchos niños protagonizando películas en este Festival. Además de nuestra Habanastation, está la encantadora bebita de Las acacias; en la road movie delirante y a ratos inspiradísima que es El chico que miente; en los adolescentes atrapados en triángulo de No quiero regresar solo; en la rebeldía y ascenso al conocimiento de las niñas que son el centro de En el nombre de la hija, de la ecuatoriana Tania Hermida; y en El premio, de Paula Markovitch. Esta última, con producción mexicana y personajes argentinos, destila la narración indirecta, el detalle tenue, la alusión metafórica, para aludir, reitero que con máxima distinción y pudor, a las historias muchas veces relatadas por las cinematografías de esta parte del mundo sobre persecución y represión, intolerancia, desaparecidos, militarismo y tortura.

El premio, al igual que En el nombre de la hija, representan apuestas por una estética y un tratamiento de las historias que recrea el cine intimista y personal, aunque singularmente inclinado a descansar, y a respirar, a la sombra prodigiosa de nuestras realidades políticas, económicas y sociales más perturbadoras.

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