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Ocurrente cronista de la campiña

La alegría y desbordante cubanía de este hombre de campo, que no se ha dejado deslumbrar por la ciudad, así como su nobleza y marcado sentido del humor, lo distinguen entre los artistas que han logrado un reconocimiento por la indiscutible calidad de su obra creativa

Autor:

Aracelys Bedevia

«No les hagas caso, hijo. ¿Primitivo tú? ¿Quién dijo eso? ¿Tú que has ido tantas veces a La Habana, tienes pitusa, zapatos y buena ropa? ¿Cómo vas a ser un primitivo? Eso te lo dicen por envidia».

Esa fue la respuesta que Julio Breff recibió de su madre cuando, recién llegado de la primera feria en la que expuso su obra, le contó que le compraron algunas piezas, pero que no se había sentido bien porque le decían «primitivo».

En aquel entonces, quien hoy es uno de los más importantes pintores naif cubanos, laboraba como operario de una planta en la fábrica de níquel de Moa, y en los ratos libres pintaba. «Tenía mucha ensoñación. Dormía a cualquier hora y trabajaba en turnos rotativos».

—¿Cómo llega a esa primera feria?

—Tenía algo expuesto en la Casa de Cultura, y una visita que fue por allá se interesó en lo que yo hacía, aun cuando ellos le dijeron que yo no sabía pintar todavía. «Es buenísimo lo que hace. Si tiene más cosas que las traiga», respondieron, y empezaron a llevar mis piezas a las ferias que se hacían en Santi Spíritus y en Ciego de Ávila.

«Luego me invitaron y yo fui sin saber qué era una feria. Pude estar en Holguín en 1987. Así fue como conocí a Alberto Quevedo, del Museo Nacional de Bellas Artes, y él dijo que eran obras muy buenas, que pertenecían a pintores que no estudiaron y que eran llamados primitivos o naif. Se acercaron varios periodistas y me retrataron.

«Me premiaron incluso. No entendí por qué me decían primitivo y se hacían fotos conmigo. No hallaba cómo ponerme. Siempre he tenido problemas con el lenguaje. Recuerdo que en una ocasión llegué a una pizzería y la administradora dijo: “¡Ahí tenemos al primer usuario!”. Eso me puso mal. Por suerte ella me explicó bien lo que quería decir.

«En mi municipio nadie me conocía, y de buenas a primeras, después que salí en el periódico, todos hablaban de mí. Eso me dio ánimo para trabajar. Imagínese que yo no tenía ni con qué pintar, y me iba a la Casa de Cultura todas las semanas a buscar unos poquitos de pintura que me daban en un cartoncito, y los llevaba en la guagua hasta mi casa».

La alegría y desbordante cubania de este hombre de campo, que no se ha dejado deslumbrar por la ciudad, así como su nobleza y marcado sentido del humor, lo distinguen entre los artistas que como él, sin haber recibido formación académica, han logrado un reconocimiento por la indiscutible calidad de su obra creativa.

El color y el intenso tratamiento de la luz son constantes en las piezas de Breff, quien convierte cada idea en ocurrentes propuestas pictóricas. Hay en ellas un aeropuerto de mariposas, caballos con lomos muy largos que pueden trasladar a más personas, campesinos que acuden a sembrar a la Luna para que no les roben (algunos cultivan huevos y los árboles en lugar de frutos les paren pollos), una gallina automática, un carro que reparte amor, un teatro para los peces… con razón le consideran «un primitivo fuera de serie».

Es la música una constante en la vida de Breff desde que siendo aún muy pequeño llegó a sus manos el primer radio. De ella brotan las imágenes que pinta, todas profundamente reflexivas.

—A la altura de 30 años de vida artística, ¿cómo valora la evolución de su carrera?

—Ha sido prolífera. La gente me respeta, y en mi pueblo ni se diga. Cuando empecé a hacerme famoso, en una ocasión el chofer de la guagua quiso levantar a una embarazada porque el artista no podía ir de pie. Figúrese usted.

«Mi primera exposición en La Habana fue en la galería Luz y Oficios, en 1989 (Tres maneras de ser ingenuo); pero la más importante fue en la galería La Acacia, en 2003, donde presenté la serie Campo-ballet. La inauguró la prima ballerina assoluta Alicia Alonso.

«Es una muestra en la que hago mis propias interpretaciones  de coreografías realizadas por el Ballet Nacional de Cuba. Presento, por ejemplo, a la Bella Durmiente en una hamaca; a los bailarines con sombreros típicos del campo cubano, y a bailarinas voluminosas en medio del monte.

«Campo-ballet tuvo éxito. Al público le gustó y yo no me lo podía creer; como tampoco me podía creer que el Museo del Trópico de Holanda me compraría  unos cuadros y luego me invitaría a presentar unas obras en 2012, y finalmente a exponer en 2016.

«Después de lo del ballet, hice La puesta en escena, también en La Acacia, en 2006, y La Biblia campesina, en Holguín y Las Tunas.

«En Maracaibo, Venezuela, también he expuesto mi trabajo. Piezas mías estuvieron en la Feria Internacional de Arte World Trade Center (Centro Internacional de Exposiciones y Convenciones), en México; en el Primer Salón de Arte Cubano Contemporáneo, en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.

«He participado en varias exposiciones personales y colectivas no solo en Cuba sino también en Nicaragua, Brasil, Argentina y Francia. Ahora mismo, estoy preparando una muestra en La Habana que se titulará Bungomanía.

«En la capital hay una vianda a la que ustedes llaman plátano burro, pero donde yo vivo se conoce como bungo y era lo que más aparecía cuando estaba la situación bien difícil. He querido hacerle un homenaje.

«Cierto es que mi forma de pintar ha evolucionado, pero la esencia sigue siendo la misma. Además de la música me gusta mucho el teatro y el cine. Estas pasiones me ayudan a componer escenas y sacuden la imaginación. Mis obras son como obras de teatro, donde la gente actúa y hay una banda sonora que solo yo escucho».

—¿Tiene algún recuerdo de su niñez relacionado con el dibujo?

—Nací el 8 de diciembre de 1953 en el campo, en Holguín, y comencé a dibujar con carbón en las paredes. Mi primer dibujo con lápiz de grafito lo hice en la libreta de la escuela y fue una mariposa. Conocí las acuarelas gracias a un regalo que me enviaron de La Habana.

«Yo visité la capital siendo todavía un niño y en la adolescencia vine a estudiar Jardinería y floricultura. Pero cuando llegué a mi pueblo solo encontré trabajo en la fábrica de níquel de Moa».

—Ahora que eres un pintor reconocido, ¿no has pensado en regresar a la Habana?

—El campo es fundamental para mí; es, junto a la música, fuente de inspiración. Por eso no he regresado, y porque de vivir en la capital tendría que hacerlo en un cuartico porque yo vendo una cosita y ya.

«Me gusta mi terruño. El pueblo se ha quedado vacío; y yo sigo ahí, con el lente de un viejo proyector ruso colocado encima de la puerta para que la gente crea que es una cámara, ¿Y tú puedes creer que hasta me han dicho que dejan recados cuando llega alguien y no estoy?

«Aquí he trabajado en muchas cosas. He sido comentarista de cine y hasta profesor de Inglés en una secundaria. Cuando vivía en La Habana aprendí un poquito, y al llegar al pueblo hacía falta un profesor de Inglés y hablaron conmigo y lo hice. Lo que no me sabía lo inventaba, y un día el director de la escuela me dijo: “Julio, usted sí que es bueno enseñando, porque mire que por aquí han pasado profesores graduados de escuela, y yo nunca los he entendido, y a usted sí que le entiendo clarito, clarito…” ¿Cómo no iba a entender si con tal de no quedarme callado mezclaba ambos idiomas?

«En este momento sigo con mi trabajo de promotor cultural y estoy dedicado por completo a la pintura. Soy un cronista, y mis personajes siempre son los mismos. Hasta yo aparezco en mis cuadros. Trato de alguna manera de reflexionar y representar también la inventiva del cubano. Me hace feliz soñar y sentir que puedo ayudar a otros desde la pintura».

 

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