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Invisibles bestias en Bacurau

Varios títulos contundentes a la competencia del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano llegaron de Brasil y Chile para beneplácito de público y crítica

Autor:

Frank Padrón

Brasil y Chile, esos gigantes fílmicos, son dos de los países que trajeron este año algunos títulos contundentes a la competencia del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. El primero, como se sabe, rey indiscutible en tantas ediciones del certamen desde sus inicios a fines de los años 70 del pasado siglo; el segundo, con un despertar en los 90, que ha tenido descensos pero que desde mediados de estos años 2000 se ha recolocado en la vanguardia fílmica.

Del complejo país verde-amarillo nos llega, por ejemplo, A vida invisível de Eurídice Gusmao, dirigido por el «coralizado» Karim Ainouz (Madame Satá, Viajo porque preciso, volto porque te amo). Dos hermanas inseparables, que viven con padres conservadores en el Río de Janeiro de 1950, se ven de pronto separadas por el destino, las malas decisiones y los prejuicios familiares. ¿Se encontrarán la pianista famosa con su esposo e hija y la que una vez partió en pos de un gran amor? Traición, secretos que, sin embargo, un día afloran, colisiones familiares y maritales se cuecen en este melodrama por definición pero no por tratamiento; al contrario, el filme elude los clichés a lo Hollywood para volcarse a una recreación cronotópica esmerada, sentimientos filiales y una defensa argumentada de la familia no elegida, acaso la verdadera o al menos la más amorosa.

A vida invisível de Eurídice Gusmao, dirigido por el «coralizado» Karim Ainouz.

Descuellan en el filme, ante todo, una rigurosa dirección de arte, que refleja a plenitud las peculiaridades de la época, en lo cual desempeñan un papel esencial también el vestuario, el maquillaje, los peinados y una fotografía cuyas gamas parecen proceder del mismo tiempo narrativo; el montaje, que con sumo tacto va engranando los eslabones de un relato pletórico de peripecias; la música, que como siempre ocurre en el cine brasileño se erige en poderoso correlato y, por supuesto, las actuaciones impecables de Carol Duarte, Gregório Duvivier, Cristina Pereira y la inmensa Fernanda Montenegro (quien ahora mismo resulta nuevamente popular en Cuba gracias a la telenovela de turno).

Título que forcejea con mucha ventaja por el premio en largos de ficción, tiene un fuerte rival, sin embargo, en una obra procedente del país vecino: la chilena Algunas bestias. También aquí la familia es enjuiciada, mas no tanto por el director Jorge Riquelme Serrano (Camaleón), sino por los propios espectadores, a medida que descubren la podredumbre debajo de apariencias respetables y esos habituales conflictos entre parientes, que apuntan a mucho más.

En la chilena Algunas bestias la familia es enjuiciada.

Lleva tradición el cine de esta nación sudamericana en acercarse(nos) a núcleos que, reunidos por una celebración o acontecimiento, empiezan poco a poco a despedazarse o a destilar todo el veneno que se esconde bajo capas de falsos valores (La sagrada familia, El primero de la familia, Reunión de la familia, Coronación…), motivo recurrente en la pantalla internacional, pero que en Chile parece guardar matices muy especiales y específicos ante la fuerza de la iglesia católica y la tenacidad de los regímenes derechistas.

Algunas bestias nos remite a una isla deshabitada dentro de la costa sur chilena. Las pequeñas y grandes miserias de una familia de clase media en medio de un espacio inhóspito y aislado son analizadas y expuestas por la cámara con una crudeza y una vitalidad no reñidas con la sutileza y el sarcasmo. Espacio y seres humanos se funden en intercambio metafórico de la aridez y la deshumanización que va avanzando narrativamente con el tempo y la rigurosa dramaturgia del mejor thriller.

El filme permite a su vez el rencuentro con importantes figuras de la nómina interpretativa chilena, como Paulina García (Gloria) y el omnipresente Alfredo Castro (El príncipe, también en competencia), los cuales son nombres que también pudieran merecer con toda justicia corales de actuación.

De Chile también procede un filme que prosigue dignamente la tradición de cine político que desde los años 60 se realiza ahí: Araña, de un realizador con varios títulos recordables (Machuca, La buena vida, Historias del fútbol): Andrés Wood.

A comienzos de los años 70 un grupo nacionalista de extrema derecha quiere derrocar a toda costa el Gobierno popular de Salvador Allende y un trío de militantes perpetra un crimen que cambia los rumbos de todo. Cuatro décadas después uno de ellos trata de reactivar la causa juvenil, pero sus compañeros son ahora un matrimonio establecido dentro de circunstancias totalmente diferentes.

Estamos ante uno de esos filmes de suspense que esconden mucha enjundia tras la cáscara del género. Un riguroso montaje permite que las frecuentes intersecciones de pasado y presente no confundan al espectador, el cual debe mantenerse atento ante la abundancia de accidentes dramáticos que detenta el relato. Sobresale también una excelente caracterización de las etapas que enmarcan la trama y un preciso diseño caracterológico corporeizado en los desempeños de la argentina Mercedes Morán, Pedro Fontaine, CaioBlat y el resto de un amplio y competente elenco.

Pero lo mejor de Araña es la conceptualización, la lectura histórica que trasciende su bien armada narrativa y las virtudes morfológicas que derrocha la puesta. Por encima, incluso, del impacto de la microhistoria, se agradece la afilada lectura política que sitúa en perspectiva los fundamentalismos de ayer, rayanos en el fascismo de ese grupo que protagoniza el filme, devenido con el tiempo acomodados miembros de una burguesía que, aunque finge no renegar del pasado, lo desmiente en cada acto presente abrazando un apoliticismo solo conectado con el bienestar y la high life.

En Araña estamos ante uno de esos filmes de suspense que esconden mucha enjundia tras la cáscara del género.

Y hablando de fascismo, hay otro extraordinario texto cinematográfico coproducido entre Brasil y Francia: Bacurau, codirigido por los brasileños Juliano Dornelles (Recife frío) y Kleiber Mendoça Filho (Aquarium).

El cine de las distopías posapocalípticas tan de moda hoy tiene aquí un título que puede competir con las más alucinantes fantasías hollywoodenses, pero con más sustancia. Alegoría futurista, metáfora de realidades presentes ahora mismo, el filme (de una coralidad, a propósito, que requería de un elenco muy competente para un trabajo de equipo brillante, algo que logra a plenitud), narra la desprotección de un pequeño pueblo por el gobierno, la doblez, traición y maldad del proto alcalde y la resurrección del nazismo en un grupo contratado para hacerlo desaparecer, a lo que responden la unidad y cohesión de sus habitantes.

Mezcla de western con Fuenteovejuna, el clásico de Lope de Vega, es de esas tramas siniestras y cínicas que recuerdan el mejor oeste (no olvidemos que el Coral pasado, Pájaros de verano, de Ciro Guerra y Cristina Gallego, también remitía al género y lo recontextualizaba) y mantienen en vilo a los auditorios, mas supera el género madre al menos en sus casos menos aventajados al conectarlo con aquellas muestras en que Freud vestía ropas de cowboy, pues aun dentro de los peores caracteres, esas otras bestias que encontramos aquí poseen matices que distan del binarismo buenos/malos.

Pero sobre todo, Bacurau significa una recolocación en el mapa no ya de un anónimo y perdido pueblo, sino de todo un país, y más allá, de un continente completo: este es un sólido retrato de los rumbos que puede tomar, o toman ya, muchos contextos dentro de la América Latina actual con la falencia de sus políticos y la «asesoría» de potencias extranjeras, lo cual implica que para evocar concretamente las coordenadas del Brasil contemporáneo no se requiere el mínimo esfuerzo de imaginación.

Mezcla genial de cine de género con estudio de caracteres, Bacurau es una nueva victoria de un cine intensamente político, aunque no lo parezca.

 

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