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José Aurelio, sin lágrimas en los ojos

Víctima de la COVID-19, falleció José Aurelio Paz Jiménez, uno de los cronistas más grandes del periodismo cubano

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

CIEGO DE ÁVILA.— José Aurelio Paz Jiménez se murió escribiendo. Un amigo que lo llamó el día antes, lo sintió por el celular con un optimismo constante, el mismo que mostraba días atrás cuando la neumonía forcejeaba con los antibióticos y le hacía sacar unos golpes de tos. «Se siente mejor —comentó—. Dice que ya no tose como antes y hasta me dijo dos o tres barbaridades». Aquello fue un destello de felicidad en medio de una larga semana de agonías. «Pronto estará de vuelta», pensaron no pocos con alivio. Y así llegó la noticia.

Quizá ahora él esté pasando entre nosotros sin saberlo, convertido en un ángel. A lo mejor hasta nos esté mirando con esa sonrisa irónica tan suya, como la de alguien que tiene la carta bien escondida, y nos dirá (o como nos dijeron que le pidió a su amiga Carmen Luisa Martín Suarez, Coqui): «Oigan, por favor, no lloren por mí».

A lo mejor cuando se vuele un papel o se caiga un perchero con las ropas en el escaparate, le echaremos la culpa al viento y no imaginemos que es él haciendo de las suyas. O tal vez sintamos una ligera brisa en el rostro cuando estemos ante la computadora, escribiendo a toda prisa la información de turno o mirando al techo en busca de la musa perdida, y de pronto todo se borre de un golpe porque se fue la luz o el equipo se «encangrejó» y Jopa (las iniciales de su nombre, con el que a veces firmaba los trabajos) diga, medio benevolente, con los hombros encogidos, la advertencia que hacía cuando veía a sus compañeros en esos trances: «Te lo dije, que guardaras».

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¿Por qué José Aurelio escribía tan bien? ¿Por qué hacía ese periodismo tan crítico, a veces ríspido, en otras desafiante? Habrá que preguntar a sus amistades, a sus colegas de Invasor. Habrá que interrogar una y otra vez sus trabajos, incluso, los más diminutos. Preguntar: «Jopa, ¿de dónde tú sacaste esto?, ¿cómo se te ocurrió?». Y él pondrá la boca en puchero para decirte: «Chico, no sé. ¿Para qué tú preguntas tanto?».

Cuando se encontró con Faustino Orama (El Guayabero), reprodujo el habla de ese cantante, dueño absoluto del doble sentido, y ahí está una de las mejores
entrevistas que se han hecho en Cuba en buen tiempo. Cuando se sentó delante de Alfredito Rodríguez, le propuso conversar como si estuvieran en un juicio. Alfredo aceptó y José Aurelio dijo: «Usted será el abogado defensor del cantante Alfredo Rodríguez y yo el fiscal, que hará las acusaciones». El artista hizo un gesto de aprobación: «Correcto, comience». «Bien, se acusa a Alfredo Rodríguez de interpretar canciones llenas de lugares comunes». Lo otro fue historia.

No era solo por su inteligencia, que la tenía. O por pasión, que le sobraba. José Aurelio, con sus compañeros en Invasor y su directora de entonces, Migdalia Utrera Peña, eran la expresión de un periodismo que buscaba los matices; que se apartaba del triunfalismo; que iba en busca de las historias; que se enfrentaba a los problemas para mejorar la sociedad y que le daba voz a la gente, aunque el periodista se equivocara, porque el periodismo, ante todo, tiene que ser un espacio de diálogos.

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Muchas veces llegaba a la redacción, soltaba dos o tres disparates (o los hacía) y se sentaba a escribir con un reloj de pulsera al lado. Tal parece que no quería perder un segundo en la vida. En no pocas ocasiones era refunfuñón. O como se dice: «No compaginaba la lengua con la cabeza». Pero detrás de esos resabios, del hipercrítico, había otro José Aurelio más íntimo. Sus compañeros lo saben. Estaba el que dejaba todo cuando alguien que él quería o quien menos se imaginara tenía un problema. Estaba el amigo que, en los momentos más difíciles, sentía que le tocaban el hombro y uno miraba sorprendido, sin saber quién era, y lo encontrabas ahí, con un hablar bajito, con un pedido de disculpas en los ojos y se sentaba a hablar contigo sin importar el paso del tiempo.

También había otro José Aurelio que él se empeñaba en esconder. Uno que no aparecía ni por asomo en alguna esquina de sus crónicas y que sin importarle los reclamos de la gente ni decirle nada a nadie, se echaba unas golosinas en un bolsillo y sin pronunciar una palabra se iba con ese andar rápido, de tipo hiperquinético, en busca del perro o el gato solitario —sin dueño, sin casa, sin caricias—, que había visto en la calle para agacharse y darle despacio, con todo el tiempo del mundo, el pedazo de cariño que ellos estaban buscando a cada hora y a cada segundo de estos días. 

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Cuando le dieron el Premio Nacional de Periodismo José Martí en 2018, le preguntaron qué iba a hacer después. «Chico, no sé...—respondió—; la vida sigue. Voy a intentar seguir siendo el mismo, con mis errores y mis apasionamientos desordenados. Orgulloso de la relación con mi gente y que exista un lector que guarda todos mis trabajos, lo que yo nunca he hecho en la vida. Eso es lo que haré. Seguir siendo fiel a la gente que me lee».

Así se fue para el centro de aislamiento, y lo hizo con una sonrisa. Escondió miedos, preguntas y nervios. Los disimuló muy bien para devolver esperanzas en cada llamada que le hicieron. Por el celular se oía una voz, que a ratos trataba de dominar los golpes de tos, y que no dejaba de contar las últimas ocurrencias: las que ocurrían de verdad o las que él inventaba.

En ese afán aparecieron sus partes médicos, sus últimas crónicas, mensajes que envió por Facebook sobre su estado de salud a sus amistades, no importa quién fuera o donde estuvieran. Uno de ellos, de los últimos, era pura nostalgia. También de deseos inmensos de vivir. La tituló La tarde y «la luz que en tus ojos arde», y decía:

«Sigo “normal”. Me tomé el retroviral en la mañana. Trato de permanecer sentado. Aunque hay tertulias y tertulianos en los pasillos, no salgo. Hoy caminé muchísimo multiplicando los cuatro metros de la habitación. El cuerpo quiere cama, pero como dice el dicho: al cuerpo no se le puede dar todo lo que pide. He hecho 37 de temperatura y he espectorado apenas nada. Quizá lo más molesto sea ese “desconsuelo” en las costillas. Conversé hoy con los médicos sobre mi protocolo y pregunté por qué no me han puesto el interferón como se indica desde el primer día. Ellos, con toda su razón, me dijeron que para qué someterme a un tratamiento agresivo si tengo las tres vacunas más las tres biomodulinas T, que es para subir las defensas, y los síntomas son leves. Este es el quinto día. Dicen los estudios que a partir del día ocho es que comienza la evolución o la involución. Solo tengo un síntoma recurrente que me preocupa: el exiguo pescado del almuerzo me hizo tener visiones de estar saboreando un pedazo de lechón asado con un congris negrito y grasoso como lo hace mi vecina Lizi, plátanos maduros fritos y una copa de vino tinto. También alucino: veo trepar por las paredes flanes y marquesitas de merengue, mientras el piso se me antoja un océano de espumeante helado de chocolate. Creo que ese síntoma no tiene cura en mí. Afuera llueve. Miro la pradera húmeda como caballo enjaulado. Pienso en ustedes».

Y nosotros también en ti, Jopa, ahora que la tarde igualmente quiere llorar. Lo haremos siempre, sin lágrimas en los ojos, como querías. Cuídanos tú ahora. 

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