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Diario camino a Sudáfrica

En estas horas me detengo en la expresión de los rostros que me acompañan: algunos meditan, otros delegados reflexionan sobre el XVII Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, y aquellos del pasillo restan minutos al calor de las jaranas, porque es este también un lugar de encuentros y de nuevas amistades

Autor:

Yailin Orta Rivera

Pretoria.— Con el rocío de la madrugada aún sobre la pista, el ave metálica se dispuso —este 9 de diciembre— hacia un viaje trasatlántico. Adentro, mientras despegaba, el ambiente comenzó a espesarse por los nervios concentrados.

Son minutos intensos que discurren lentamente, hasta que ya superado el ascenso, la densidad se rompe por la alegría estrepitosa que comienza a flotar en la nave. Y también nacen estas letras en el cielo, camino a Sudáfrica.

Desde lo alto devoro con la mirada toda la piel topográfica de La Habana, la extensión de sus llanos interrumpidos por las palmas y el paisaje citadino que se despereza al abrirse la mañana.

Luego, cuando se va perdiendo mi país tendido bajo el cielo para dar paso al anchuroso mar encrespado, me descubro, desde el ángulo de mi ventana, rasgando con los ojos todos sus contornos, en un desespero para que no se me vaya.

Me sorprenden también, entre las nubes, los recuerdos más tibios: los consejos sabios de mis padres, el beso de mi mayor contrafuerte, el cariño infinito de mis hermanos, y la calidez de mis sobrinas Patricia y Karla, quienes se preocuparon hasta por los leones de las selvas africanas para robarme —en medio de la tensión de los preparativos— una carcajada.

En estas horas me detengo en la expresión de los rostros que me acompañan: algunos meditan, otros delegados reflexionan sobre los días del XVII Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, y aquellos del pasillo restan minutos al calor de las jaranas, porque es este también un lugar de encuentros y de nuevas amistades.

Los dos grandes amigos que me acompañan se unen a la aventura de trazar proyectos en función de los días en que acariciaremos la más austral de las naciones de África.

Sobrecoge también, mientras vuela el aparato entre el azul inmenso y algodonado, los desafíos que en la hora actual desbordan a la juventud progresista de la cual me siento parte; por ello ganan connotación las próximas jornadas en las que habrá que poner voz sobre esos «golpes como del odio de Dios», como diría el poeta César Vallejo, que sufren tantos pueblos de este mundo asimétrico.

Regresa a mi mente una anécdota recurrente en casa. Dos años antes de que yo naciera —1981— mi padre estuvo entre los convocados para partir hacia una geografía lejana —distante a más de 10 000 kilómetros—. Desde aquella tierra angolana, miles de sus contemporáneos, conducidos por Fidel, libraron encarnizadas batallas que sacudieron los destinos de la gente noble y diversa de África.

Uno de los textos indispensables que me acompañan en este viaje, me recuerda que con la llegada de tropas cubanas a ese continente para muchos olvidado (1975), se puso fin al avance del ejército de hombres blancos sudafricanos hacia Luanda, y se condenó al fracaso la operación encubierta de Kissinger en Angola.

Me detengo en que es esta también una expedición única hacia el cono sur de la tierra de nuestros antepasados, donde Cuba fue puntal imprescindible en la lucha contra el odio de las razas, en aquellos tiempos en que Pretoria intentaba impedir la marea que conducía a la independencia de Angola, Namibia y de la misma Sudáfrica, hasta que las fuerzas del apartheid tuvieron su Waterloo allá en Cuito Cuanavale.

Sobre estos hechos quedan ancladas en el recuerdo de mi patria las palabras de Nelson Mandela, durante su visita memorable en el aniversario 38 del asalto al Cuartel Moncada. Desde la ardiente tribuna, la figura sudafricana más destacada en la lucha porque el color negro de la piel no fuera un estigma, sostuvo que la contribución de los internacionalistas cubanos a la independencia, libertad y justicia de África, no tuvieron paralelo por la naturaleza de los principios y el desinterés.

Como en un juego de espejos, logro ver a Fidel estremecido escuchándolo aquel día en Matanzas, donde honró a Cuba con un hermoso discurso en el que reconoció que la aplastante derrota del ejército racista en Cuito Cuanavale constituyó una victoria para toda África, y marcó el viraje en la lucha para liberar al continente y a su tierra del azote del apartheid.

Asomada a la historia de nuestras naciones y a los fuertes lazos que nos conectan, rememoro el gesto noble de la Isla de posibilitar a niños y jóvenes africanos estudiar en nuestra patria.

Y aquel otro conmovedor momento en el que los pioneros le entregaron a Oliver Tambo, presidente entonces del Congreso Nacional Africano (ANC), 60 000 pesos recolectados por todo el pueblo para que se los hiciera llegar a Winnie Mandela, con el objetivo de que pudiera reconstruir la casa que le fue destruida por los agentes sudafricanos.

Con el triunfo en las urnas del ANC, inmediatamente se establecieron las relaciones diplomáticas, y comenzaron a escribirse nuevas y extensas páginas de amistad entrañable.

Después de más de 30 horas de vuelo, con dos amaneceres y dos lunas mediante, comienza a penetrar por mi ventana la vastedad de la tierra sudafricana: salpicada de formas diversas y profusas en colores.

A las 8 y 40 p.m. de este 10 de diciembre (2 y 40 p.m. en Cuba), hora en que arribó la delegación cubana en el IL-96-300 al aeropuerto Oliver Tambo, la noche cubría como un manto a la inmensa Johannesburgo, que además nos sorprendió por el mar de luces como de oro viejo que inunda sus avenidas camino a Pretoria.

Este largo viaje también estuvo matizado por la alegría de festejar en el aire dos cumpleaños: el 9, el de la joven Nilse Polo, primera secretaria del Comité Provincial de la UJC de Camagüey, y el 10 cumplió sus tres décadas de vida el trompetista Yasek Manzano.

Sin sacudirme el cansancio, advierto además el detalle de que poner los pies en esta tierra entraña asistir a los días de los abrazos, de las voces todas, de la fiesta joven, de los caminos anchos y de las energías inabarcables.

Al concluir este intenso vuelo, al encuentro del lugar donde Fidel abrió horizontes, reparo también en las esencias que me han acompañado: el olor a cedro de Birán, la fragancia de los helechos mojados de la Sierra, el aroma de las calles crispadas de La Habana el día que le salieron barbas, y la frescura de las flores de abril, que desde los días de Girón, aún no se han secado.

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