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TIAR: un cadáver insepulto… y peligroso

La pretensión de ponerlo en vigor contra Venezuela no tiene asideros en la vida real ni en la letra del convenio

Autor:

Marina Menéndez Quintero

El propio imperio que ahora lo quiere resucitar, le dio el tiro de gracia al TIAR en el año 1982, cuando la Argentina de Bignone y Videla, agredida por Gran Bretaña para arrebatarle a esa nación la soberanía sobre las islas Malvinas, perdió a jóvenes soldados mandados a la guerra por aquellos mismos que hacia dentro del país «desaparecían» a otros muchachos y muchachas inocentes; pero querían salvaguardar el territorio y el honor.

Sin embargo, el pedido de ayuda de Buenos Aires, especialmente simbólico, pues enfrentaba a una potencia no americana, ni fue escuchado por la OEA ni por la Casa Blanca.

Presidía entonces el Gobierno estadounidense un mandatario de antecedentes parecidos a los del actual: Ronald Reagan, un mediocre actor cinematográfico que en la presidencia de      EE. UU. tuvo un desempeño también muy actoral, caracterizado por las guerras encubiertas.

Muchos comentaron entonces que con tal actitud, Washington había provocado la muerte del convenio. El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) había sido aprobado, justamente, para eso: ante todo, salvaguardar la paz, y luego, unir a las naciones de América si una de ellas sufría un ataque externo… o interno.

No debe sorprender —conocemos de sobra el paño— que Estados Unidos prefiriera salvaguardar y ponerse al lado de un agresor extraterritorial que era su aliado y «compañero de armas» dentro de la OTAN, antes que defender, como la letra del TIAR proclama, a una nación americana. Traición doble, se podría decir pues, además, quienes detentaban el poder en Argentina eran personajes bien vistos por la potencia que bregó y apañó a ejecutivos «duros» como lo fueron las dictaduras militares. Esa fue la estrategia para detener las luchas de liberación, el progresismo popular, político e intelectual, y el triunfo de las revoluciones.

Así, de algún modo, la administración Reagan convivía con el fruto que sembró en América Latina la Operación Cóndor, instaurada desde los años 70, y más visible con el zarpazo contra Salvador Allende en Chile y la llegada del criminal Pinochet.

Tal recordatorio exhibe también el respaldo y la connivencia del imperio con sucesos tan dramáticos y terribles como aquellos. Y no viene a cuento por gusto: no hay asidero legal, y mucho menos moral, para que la OEA —léase Estados Unidos detrás— pretenda implementar ahora el TIAR contra Venezuela.

Resulta insólito que la honesta preocupación de países como Costa Rica durante la votación en el seno de la OEA —que, por «mayoría», aprobó aplicarlo— haya provocado su propuesta de una enmienda que, para más alarma, ni siquiera fue aprobada.

El representante tico proponía que se eximiera la posibilidad del uso de la fuerza. Y digo hecho insólito por innecesario, pues el documento fundacional del TIAR de lo que más habla es de paz, y encabeza su articulado de 26 puntos con la afirmación de que las partes contratantes «condenan formalmente la guerra y se obligan en sus relaciones internacionales a no recurrir a la amenaza ni al uso de la fuerza en cualquier forma, incompatible con las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas o del presente Tratado».

Prosigue con el compromiso de las partes a «someter toda controversia que surja entre ellas a los métodos de solución pacífica y a tratar de resolverla entre sí mediante los procedimientos vigentes en el Sistema Interamericano, antes de referirla a la Asamblea General o al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas».

Y asevera más adelante que «un ataque armado por parte de cualquier Estado contra un Estado Americano, será considerado como un ataque contra todos los Estados Americanos, y en consecuencia, cada una de dichas Partes Contratantes se compromete a ayudar a hacer frente al ataque, en ejercicio del derecho inmanente de legítima defensa individual o colectiva que reconoce el Artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas».

Después habla de «solidaridad continental», de «legítima defensa», de «mantener la paz y la seguridad interamericanas» y de «inviolabilidad (e) integridad del territorio, la soberanía y la independencia política de cualquier Estado Americano (…)».

Y en caso de que alguna nación parte estuviera en peligro por un ataque extracontinental o conflicto intracontinental, se discutirían las medidas para proteger al país agredido.

Entonces, cualquiera está en capacidad de preguntarse qué tiene que ver esto con la triste decisión de naciones lamentablemente acólitas de Estados Unidos de proseguir su juego sucio, y buscar resguardo legal para la posibilidad postergada por Washington, pero no descartada, de una intervención militar directa que acabe con el Gobierno bolivariano. O que justificase más medidas punitivas, lo que equivaldría ya a decretar un bloqueo naval.

Aún reviviendo ese muerto, la letra del TIAR que Estados Unidos quiere aplicar a Venezuela no tiene nada que ver con la realidad de la nación bolivariana ni lo que la rodea. La nación agredida es ella. Y ni siquiera están del todo claro los argumentos en que se apoyaron los países que introdujeron la moción, para pedir que el TIAR resucitara.

Pero como sabemos que a la justicia y la verdad se les burlan, revitalizar ese tratado resulta un aviso de nuevos peligros para la estabilidad de Venezuela y de la región que Washington, solo para bien de sus intereses, sigue dividiendo.

Tampoco puede olvidarse que el TIAR es parte de lo que Estados Unidos ha llamado con eufemismo «el sistema interamericano»: absolutamente todos sus instrumentos —la Carta Democrática, el TIAR, la misma OEA y unas cuantas instancias más— han sido creados bajo la óptica monroísta de que Nuestra América es de ellos, y su fin es propiciarlo.

Los latinoamericanos debían entender que el momento es de cerrar filas con Venezuela. Mañana, la hipocresía del TIAR podría ser dirigida contra cualquier otro de nosotros.

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