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Julian Assange, el mensajero emboscado

El «preso informático» más célebre del mundo nos demostró que el paraíso capitalista no es el Paraíso y que, sostenido por incontables soportes militares, su cuartel general de la Casa Blanca sufre el insalvable agrietamiento de la mentira

Autor:

Enrique Milanés León

Cierta o no la anécdota de que, en junio de 2012, el vigiladísimo Julian Assange logró entrar a la embajada de Ecuador en Londres disfrazado de motociclista, casco en mano y con una piedra en el zapato para simular creíblemente una cojera, lo que nadie duda es la piedra auténtica que el activista de redes era ya para las grandes potencias de la desinformación y que luego sería para las autoridades que, en Quito, perderían todo meridiano político.

Tal aserto fue fácilmente comprobado el pasado 11 de abril, cuando Assange era sacado a rastras de la sede diplomática, vendido por el país que prometió protegerlo. Veíamos, según escribió el reconocido periodista australiano John Pilger, «un signo de los tiempos: poder contra derecho. Músculo contra ley. Indecencia contra coraje».

A poco de que el líder de WikiLeaks fuera internado en prisión, se dio a conocer —porque en este mundo las casualidades pueden negociarse— que el muy «samaritano» Fondo Monetario Internacional prestaba al Ecuador de Lenín Moreno 4 200 millones de dólares.

El tiempo siguió su marcha. Aunque muchos parecen haber olvidado al hombre que se expuso al máximo por abrir más los ojos de la humanidad —incluidos en la amnesia grandes periódicos y editoriales que hicieron caja con los «palos periodísticos» divulgados por WikiLeaks—, es ahora cuando su trama personal merece más atención. Porque Assange pudiera estar muriendo.

La página World Socialist Web Site lo ha denunciado sin ningún adorno: el activista informático «sería la víctima de un intento de asesinato en cámara lenta por parte de Washington, Londres y Canberra» en tanto, para estas potencias, su muerte sería una opción preferible a enzarzarse en «años de un proceso político para extraditarlo del Reino Unido a Estados Unidos, en un juicio amañado por cargos de espionaje».

El programador ha estado más cercado de lo que imaginó. Hace poco, el diario El País informó que la Autoridad Central del Reino Unido rechazó la solicitud de un juez español para entrevistar a Assange sobre la queja de sus abogados por el espionaje que UC Global, compañía privada contratada para la seguridad de la embajada ecuatoriana en Londres, le hizo ilegalmente a favor de la Casa Blanca.

Según la investigación, en 2015 un integrante de UC Global acordó con funcionarios estadounidenses proporcionarles información confidencial sobre Assange. Los videos y audios en vivo se transmitían nada menos que a las oficinas de la CIA en Langley, cuyos agentes, cómodamente sentados, observaban todas las áreas de la embajada ecuatoriana, incluido ¡el baño de mujeres!

Al fisgoneo no escaparon conversaciones privilegiadas de Assange con sus abogados ni consultas médicas presuntamente privadas. Los espías llegaron a hacer pruebas de ADN al pañal de un bebé que fue llevado al edificio, para descubrir si era hijo del perseguido.

No, no es poca cosa convertirse en blanco del capital-militar mundial. El académico suizo Nils Melzer, relator especial de las Naciones Unidas sobre Tortura y Penas Crueles, ha denunciado la «campaña implacable y desenfrenada de acoso público, difamación e intimidación de Julian Assange, no solo en Estados Unidos, sino en Reino Unido, Suecia y Ecuador».

Melzer confesó que «en 20 años de trabajo con las víctimas de la guerra, la violencia y la persecución política, nunca vi a un grupo de Estados democráticos asociarse deliberadamente para aislar, satanizar y abusar de un solo individuo por tanto tiempo, con tan poco respeto por la dignidad humana y el imperio de la ley».

En efecto, el Departamento de Justicia norteamericano presentó 18 cargos contra el comunicador, y el entonces secretario de Interior de Reino Unido —y ahora de Hacienda—, Sajid Javid, firmó la solicitud formal recibida para extraditar a Assange a Estados Unidos, a pesar de que Alan Duncan, ministro británico para las Américas y Europa, había asegurado antes de ser relevado en ese cargo que no se extraditaría al reo a ningún país que aplicara la pena de muerte.

De momento, el Gran Jurado estadounidense lo podría condenar a unos… 175 años de prisión, pero ya se sabe que el muy creativo sistema de justicia de ese país puede inventar para él penas todavía mayores. De cualquier modo, hoy la urgencia es otra porque, aislado en la cárcel británica de máxima seguridad de Belmarsh, Julian Assange pudiera estar esperando una condena inconcebible bajo el techo de una potencia: la muerte por enfermedad, a solo minutos de reputados centros asistenciales.

Esta misma semana, más de 60 médicos de varios países advirtieron a la actual secretaria de Interior británica, Priti Patel, que el activista informático de 48 años —que a veces parecen 60— podría fallecer en prisión si no recibe tratamientos urgentes en un hospital equipado y con personal experto. «Desde un punto de vista médico, sobre los exámenes actualmente disponibles, nutrimos serias preocupaciones sobre la idoneidad del señor Assange para ser procesado en febrero de 2020 —en las audiencias sobre el pedido de extradición a Estados Unidos—», comunicaron los doctores.

Ya en octubre de este año, frente al tribunal de Westminster que examinó la fecha de esa próxima vista de extradición, al prisionero se le vio balbuceante, con dificultades para recordar su propia fecha de nacimiento. Al cierre de la audiencia, le dijo a la jueza Vanessa Baraitser que no había entendido lo que acababa de suceder: «No puedo pensar correctamente», agregó.

Su rostro demacrado, la pérdida de peso y las dificultades para seguir el hilo de una conversación son apenas los síntomas más visibles de un cuadro clínico desalentador… para quienes lo quieren vivo. El propio relator especial de la ONU sobre tortura, Nils Melzer, que lo visitó en mayo en compañía de especialistas sanitarios, refirió el deterioro físico del preso y denunció que «lo que hemos visto por parte del Gobierno del Reino Unido es un claro desprecio por los derechos y la integridad de Assange».

Según Melzer, además de sufrir tortura sicológica, Assange es privado de su derecho legítimo para preparar su defensa, pues se le imponen medidas que le limitan el acceso a la información. El relator especial hizo dos recomendaciones al Reino Unido: que prohíba esta extradición a Estados Unidos y libere al reo para intentar mejorarle la salud.

Australia nunca pareció estar más lejos: mientras el mundo del preso se cae a pedazos, el Gobierno de Canberra parece haber metido la cabeza… en la bolsa de un canguro.

Esos son los hechos, pero muy probablemente los pilares de la «democracia» moderna estén más enfermos que él. Hará cosa de un año, Christine Assange, la madre del gran informático que cayó atrapado en una red política más amplia que la de las computadoras, hizo una denuncia que debiera avergonzar a todos los cómplices de esta intriga internacional: «A pesar de que Julian es un periodista que ha ganado múltiples premios —dijo—, es querido y respetado por exponer con valentía delitos graves y de alto nivel, como la corrupción del sector público, actualmente está solo, enfermo, con dolor, silenciado en régimen de aislamiento, bloqueado de todo contacto y torturado en el corazón de Londres. La cárcel moderna de presos políticos ya no es la Torre de Londres. Es la embajada ecuatoriana».

Madre al fin, ella no puede entender el «pecado capital» de su hijo: filtrar en WikiLeaks —con la ayuda de la exsoldado Chelsea Manning, que entonces era el analista de Inteligencia del Departamento de Defensa Bradley Manning— más de 700 000 documentos confidenciales sobre las guerras imperiales en Irak y Afganistán y los oscuros secretos de la diplomacia norteamericana lo mismo contra enemigos pobres que contra poderosos aliados.

Pensemos «a la zurda» o a la derecha, con Assange y WikiLeaks todos nos enteramos de cómo la Agencia Nacional de Seguridad norteamericana espiaba al Secretario General, a otros líderes de la ONU y a una larga lista de mandatarios de la que no escaparon sus amigos de Alemania, Israel, Francia, Italia, Holanda y Japón.

Este hombre, que hoy parece en muchos círculos un apestado medieval, reveló miles de conspiraciones de cuello blanco al destapar más de tres millones de cables de la llamada Biblioteca de la diplomacia estadounidense, con los trapos sucios de 274 consulados y embajadas de Uncle Sam en todo el mundo. Assange se enteró y nos enteró, por ejemplo, de la guerra intestina de los demócratas de Hillary Clinton contra el demócrata Bernie Sanders.

El «preso informático» más célebre del mundo nos demostró, en fin, que el «paraíso» capitalista no es el Paraíso y que, sostenido en el mundo por incontables soportes militares, su cuartel general de la Casa Blanca sufre el insalvable agrietamiento de la mentira.  

Julian Assange fue apenas el correo que nos puso al tanto de que, con ciertos inquilinos en puestos de relevancia, nuestro planeta corre peligro, pero, tal como pasaba en las estampas épicas de la Antigüedad, también en esta historia de altas tecnologías de la des/información, de emperadores nuevos y guerras extrañas, es el mensajero, y no el asesino quien debe morir.

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