Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Chávez, el campanero de las 4 y 25

De la cuna en Sabaneta al reposo aparente del Cuartel de la Montaña, no deja de ser un hombre casero, en lo familiar, y un compartidor en masa, en lo político, lo que explica su arraigo intacto y que, pese a su marcha temprana, los 28 de julio celebremos su llegada al ritmo de música llanera

 

Autor:

Enrique Milanés León

Mucho antes de toparse con Gabriel García Márquez, había vivido en puro realismo mágico en un patio de asombro, repleto de naranjas, toronjas, mandarinas, aguacates, rosas y maizales donde sus padres, maestros para más honra, criaban palomas blancas. Fue un muchacho poseído por el ansia de la pelota; su ídolo era Isaías «Látigo» Chávez —familiar suyo solo en la hidalguía—, quien más de una vez propinó ponches que le dejaron deslumbrado.

También lo embargó la vocación militar, que desplazó la inclinación por la física, la matemática, la música y la gestión comercial del bisoño vendedor de dulces. En el patio de «Mamá Rosa» inventaba, con tablas y trozos de zinc, fortines que retaban a la conquista. ¿Los proyectiles? Almendras y, a veces, piedras. La puntería no debió ser mala, considerando que la abuela impuso la firma de un armisticio cuando uno de los guerreros fue herido en la cabeza.

En su crónica El enigma de los dos Chávez, escrita a raíz de un vuelo conjunto a Caracas, a fines de los ’90, Gabo relató: «Lo primero que me impresionó fue el poder de su cuerpo de cemento armado. Tenía la cordialidad inmediata y la gracia criolla de un venezolano puro».

Entero, único, era, sin embargo, mucho más que dos —diría de sí: «¡Chávez ya no soy yo, Chávez es un pueblo. Chávez somos millones!»— y su talla rompía incluso el molde de la desmesura literaria. ¿Estadista de los barrios? ¿Militar cantor? La «culpa» la tuvo su abuela Rosa Inés, quien le enseñó a leer, escribir y amar a su tierra, pero también le pedía: «Canta, Huguito…», tras lo cual el muchacho se inspiraba, durante ratos interminables, bajo el chorro rústico del baño. Al cabo, surgió el uniformado de película que dialogaba con la tropa a punta de coplas llaneras. ¿Daría, la imaginación más fértil, personaje como ese?

Nacido en Sabaneta de Barinas el 28 de julio de 1954, este hijo de Elena y Hugo de los Reyes marcó el cielo del hemisferio con la velocidad y la luz del cometa: academia militar, juramento bajo el Samán de Güere, rebelión fallida coronada en un «por ahora…», prisión —«¿saben qué le pedí a Dios en la cárcel?: “¡Dios mío, quiero conocer a Fidel!”»—, libertad, andadura por su tierra, elecciones de 1998, victoria, reforma constitucional, combate sin pausa… Una montaña rusa, sobre el lomo de los Andes.

En 2002, frente a un intento de golpe de la élite empresarial, el pueblo, que se abrió cual capullo al borde de Miraflores, rescató al hombre que le había rescatado a El Libertador. «Bolívar ha vuelto, dejó de ser la estatua de bronce, y fíjense que casi ningún burgués se atreve ni siquiera a pronunciarlo», llegó a decir.

En efecto, Chávez comenzó a hablar en serio de Bolívar y a desempolvar, para batallas nuevas, los rostros de su ejército formidable. Se erigió en libro parlante, sin punto final, que en su Aló, presidente puso la Historia al oído de millones que apenas entonces aprendían a leer. La frase con la que explicó a Ignacio Ramonet la razón de su optimismo definía de maravillas su estrategia de gobierno: «… le hemos abierto a nuestro pueblo el apetito por lo imposible».

Con Bolívar, Miranda, Sucre, Zamora, Urdaneta, con Fabricio Ojeda, con Negro Primero y Negra Hipólita… se abrillantaron los símbolos nacionales, se levantaron millones de casas para los humildes, se dio vigor al deporte y se armaron sistemas de educación y salud gratuitos. ¡Casi nada…! Para todos.

Chávez fue un suero de soberanía en las venas de su pueblo. Pudo vivir para nacionalizar, en mayo de 2007, la Faja Petrolífera del Orinoco y ver dos años antes cómo la Unesco declaraba a su patria libre de analfabetismo. Pudo aplaudir que en 2012 la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) certificara que Venezuela ocupaba el tercer lugar de los países con menor porcentaje de pobreza en Latinoamérica. Vendrían más zancadillas imperiales, pero nadie puede quitarle, ni a él ni a los suyos, «lo lucha’o».

A 67 años de su nacimiento, cuando hablamos del hombre montaña que dejó pequeños, en Nuestra América, los picos del Aconcagua, es preciso repetirlo: él continúa, como «un hombre que anda por ahí» —según su propio retrato—, la ascensión por los cerros humanos de su amada Venezuela.

De la cuna en Sabaneta al reposo aparente del Cuartel de la Montaña, Hugo Chávez no deja de ser un hombre casero, en lo familiar, y un compartidor en masa, en lo político, lo que explica su arraigo intacto y que, pese a su marcha temprana, los 28 de julio celebremos su llegada al ritmo de música llanera mientras esperamos que, en cualquier momento, el homenajeado se aparezca con un cuatro para ponerse a cantar. 

Entonces, sentémonos a brindar con un trago de cocuy y a repasar su vida formidable; por ejemplo, cuando en 1998, poco después de haber sido nombrado presidente, estuvo por única vez en la Casa Blanca, donde un atónito Bill Clinton escuchó la ráfaga verbal del visitante irreverente que exponía sin reparos, en el oscuro laberinto del imperio, su idea de un país erguido desde el pilar de la izquierda. Dicen que el yanqui, que bebía gaseosa, puso una cara efervescente y «efervescida» que era todo un poema.

Peor le fue a George W. Bush. En plena Asamblea General de la ONU, el comandante latinoamericano comentó, ante un auditorio asombrado y hasta divertido, que sentía allí un fuerte «olor a azufre», diabólico aroma dejado por el mandatario estadounidense, que había hablado antes.

Así les habló siempre a los suyos, de frente. Con la verdad, más que meterse a la gente en un bolsillo se metía en los bolsillos de la gente y vivía con ella sus actos cotidianos.

Los enemigos le reconocen solo su «carisma», sin embargo le brotaban otros atributos: él, que llevaba en el pecho un sol inapagable, se ocupó como nadie de abrillantar el fulgor de cada compatriota. Chávez alentó las dotes del pueblo para consolidar, con el chorro de luz que solo enciende la masa, la revolución auténtica que tejiera en pleno siglo XXI, con la espada de los héroes y llaneros hilos, un socialismo bolivariano.

Fue mosquetero del pueblo, un incómodo duelista zurdo. En 2009 dijo en Copenhague, en una Cumbre sobre cambio climático, que «si el clima fuera un banco, ya lo habrían salvado». Tres años antes, en Bolivia, su audacia verbal había ido más lejos: «Creo que estamos sufriendo de impotencia política. Necesitamos un viagra político».

¿Reacciones? No le importaban. Él admitía no ser «monedita de oro pa’ caerle bien a todos», pero a buen «queredor» no le ganaban: en 2010 llegó a las honras fúnebres de Néstor Kirchner con una metáfora que no cabía en su avión: «Traigo en mi corazón el llanto del Caribe y el llanto del Orinoco».

Aunque no vio cumplirse su sueño de bañarse en una playa boliviana, esa tierra le devolvió el amor con este desconcierto maravilloso: habían pasado algunos meses de su partida física y Evo Morales, cuando veía a los dirigentes venezolanos, seguía preguntando por él. ¿Sonrojo? El hermano indio tenía el mejor argumento: «Eso seguramente les pasa a todos cuando se pierde a un papá, una mamá u otro familiar cercano».

El 5 de marzo de 2013 Hugo Chávez destapó en pechos cubanos el llanto del río Cauto. Su muerte fue como novela. Hay que ir a Venezuela para entender qué pasó realmente: como Mackandal, el héroe haitiano recreado por Alejo Carpentier en El reino de este mundo, Hugo Chávez se convirtió en otra cosa —árbol «sembrado», en su caso— para burlar a los perseguidores de los pueblos, que igual suelen mudar de pieles.

De nuevo con destino común —la inmortalidad—, es probable que García Márquez escriba en otro avión, frente al follaje increíble del pasajero venezolano, otra parte de El enigma de los dos Chávez. Si en la primera entrega Gabo recordaba: «Su madre quería que fuera cura, pero solo llegó a monaguillo y tocaba las campanas con tanta gracia que todo el mundo lo reconocía por su repique: “¡Ese que toca es Hugo!”», ahora el gran colombiano podría apuntar que el singular campanero se buscó en el Cuartel de la Montaña un cañón de bronce para alertar a los pueblos del peligro, cada tarde, justo a las 4 y 25.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.