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México: soberanía reforzada

Al decretar nacionalizado el litio, el presidente Andrés Manuel López Obrador puso sello a la Reforma a la Ley minera que ya el año pasado declaró ese mineral como un patrimonio de la nación y recurso exclusivo del pueblo mexicano

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Quien ignore la manera rapaz e impune en que durante siglos —¡y todavía hoy!— las empresas transnacionales de allende los mares o frontera terrestre explotaron los recursos naturales latinoamericanos y se llevaron los mayores dividendos, no podrá entender cabalmente la trascendencia del paso dado hace una semana por México.

Al decretar nacionalizado el litio y las casi 235 000 hectáreas del estado de Sonora que constituyen la mayor reserva del mineral en el país, el presidente Andrés Manuel López Obrador puso sello a la Reforma a la Ley minera que ya el año pasado declaró ese mineral como un patrimonio de la nación y recurso exclusivo del pueblo de México, y estableció que la exploración, explotación, beneficio y aprovechamiento del litio quedaban «exclusivamente a cargo del Estado».

Aunque de algún modo «bendecida» por el renovado interés de los inversionistas europeos en sus recursos —uno de los pocos saldos «favorables» que deja a Latinoamérica el conflicto en torno a Ucrania y las medidas punitivas de Occidente contra Rusia—, el mantenido papel de la región como exportadora neta de materias primas sigue adjudicándole un rol de dependencia.

Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), las exportaciones latinoamericanas crecieron el año pasado en un 20 por ciento, «bonificadas» por la elevación en los precios de los hidrocarburos y los alimentos que ha traído el conflicto europeo… algo que solo beneficia, desde luego, a las naciones productoras.

Sin embargo, ni siquiera para ellas el incremento servirá todo lo necesario si las ganancias no se emplean, por ejemplo, para financiar el cambio de las estructuras productivas y hacerlas más eficientes, o para avanzar en la transición energética en busca de fuentes de energía limpia.

También hay que pensar en industrializar, como se ha propuesto hacerlo Bolivia con su litio, desde luego, con la cooperación inversionista de China; pero bajo la égida del Ministerio boliviano de Hidrocarburos y Energías (MHE) y la estatal Yacimientos de Litio Bolivianos.

Las reservas de litio del estado de Sonora son altamente codiciadas por las industrias del automóvil y las telecomunicaciones.  Foto: Reuters

Para eso se necesita el capital que una consecuente explotación de los recursos naturales, en manos de los Estados nacionales, puede propiciar.

Siendo más elementales y menos ambiciosos, las ganancias de una apropiada explotación de las riquezas naturales pueden ser, incluso, el primer ingreso para conseguir la justicia social si se invierte en la gente.

No es un razonamiento nuevo. En 1938, el propio México dio el aldabonazo con la nacionalización de su petróleo, decretada por el general Lázaro Cárdenas: una medida revolucionaria que la reforma energética del año 2013, bajo la visión neoliberal, hizo retroceder en favor de la empresa privada foránea. Esa torcedura estuvo a punto de ser revertida por la Reforma de la Electricidad propuesta en abril pasado por López Obrador; pero la oposición en el Congreso no la dejó avanzar.

Por eso la nacionalización del litio, obviamente, tenía que dictaminarse ahora por decreto presidencial. En el legislativo, y previo a un año electoral, ¿lo habrían aprobado todas las bancadas?

Pero no ha sido México el único país latinoamericano preocupado por salvaguardar sus recursos naturales. En 1971, el Chile de Salvador Allende nacionalizó el cobre, principal riqueza de la nación, con lo cual el Estado pasó a controlar el ciento por ciento de la explotación de los grandes yacimientos minerales existentes, y los que estuvieran por descubrirse. Cincuenta años después, y en el contexto de la redacción de una nueva Constitución, afloran, sin embargo, propuestas de que el cobre «vuelva a nacionalizarse»…

Es entendible. Luego del paso de la dictadura de Pinochet y los gobiernos neoliberales a los que «la democracia» abrió paso, solo el 30 por ciento de la producción está en manos de la estatal Corporación Nacional del Cobre de Chile (Codelco). El resto lo domina el sector privado nacional y extranjero, con la presencia de firmas globales como BHP, Glencore, Anglo American, Freeport McMoRan y Antofagasta.

Otro hito en la materia llegó en 2006, con la sonada nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia y la renegociación de los contratos por la explotación del gas dictadas por Evo Morales, un paso que llenó las arcas del Estado y, consecuentemente, cambió el rostro y la economía de un país que, siendo uno de los más ricos y el de un crecimiento mayor y más sostenido en América Latina en lo adelante, figuró hasta entonces, en los informes económicos y financieros internacionales, como uno de los más pobres después de Haití.

A Bolivia la siguió Ecuador. En una disposición que no fue presentada exactamente como nacionalización, el ejecutivo de Rafael Correa presentó a fines de 2009, ante las empresas petroleras extranjeras que operaban en el país, un nuevo modelo de contratación que consideraba al Estado dueño del ciento por ciento del crudo extraído y contrataba a esas firmas para su explotación, de modo que le pagaba sus servicios.

De acuerdo con ese concepto, se invirtió la correlación en las ganancias, favorable hasta ese momento a las empresas extractoras, que se quedaban hasta con el ¡80 por ciento! de la producción.

Con razón, las autoridades ecuatorianas de la época arguyeron que se trataba de «reafirmar el concepto de soberanía».

Claro que existen suficientes argumentos para aplaudir la decisión mexicana de confirmar la potestad del Estado sobre la explotación del litio, mineral «de punta» en el mundo y con «una vida por delante» en el contexto de la búsqueda de energías limpias y renovables y, por vía transitiva, el actual boom del transporte automotor sin uso de combustibles fósiles.

Al suscribir el decreto, López Obrador apuntó, precisamente, la necesidad de enfilarse ahora hacia la búsqueda de tecnologías que permitan la exploración y explotación eficientes, labor de la que, al parecer, pudiera no eximirse a las empresas privadas, pero siempre con el Estado a la cabeza.

Aunque hay voces desde la oposición que han tratado de restar valor al decreto, achacándole un carácter electoralista cuando está a punto de terminar el sexenio de López Obrador, lo cierto es que dicha intención de buscar réditos políticos solo puede adjudicarse a ellos mismos. AMLO ha reiterado que no intentará la reelección.

En cualquier caso, los primeros pasos para la explotación ya se han dado. Desde septiembre pasado fue fundada la empresa Litio para México (LitioMex), un organismo público descentralizado cuya misión es la exploración, explotación, beneficio y aprovechamiento del litio ubicado en territorio nacional, así como la administración y control de las cadenas de valor económico de dicho mineral. Aunque su misión recién inicia, se afirma que está facultada para realizar contratos con otros entes.

El deseo expresado por López Obrador es que también se creen las plantas productoras de baterías, lo que evitaría a México ser el escenario de un mero extractivismo, y le posibilitaría vender el «producto terminado».

Los conocedores ubican al país en el puesto diez de la lista de naciones donde se ha establecido la presencia de yacimientos de litio, con dos por ciento de las reservas mundiales establecidas.

El Gobierno de López Obrador estima que la explotación en Sonora podría alcanzar una producción de 17 500 toneladas de carbonato de litio anuales a partir de finales de este mismo año. Para 2026, la producción podría duplicarse.

Las cifras no son desdeñables y,  por su alcance financiero, impactan por la cuota de soberanía que aportarán al desarrollo económico y, por tanto, al mantenimiento de la independencia de México.

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