Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Para no extraviar la felicidad

Autor:

Marianela Martín González

En estos días, el señor que deambula por mi barrio ha regresado de nuevo al grifo del edificio en que se asea, donde logré arrancarle detalles de su vida junto a una confesión que me pareció paradójica: «La libertad que llevo no me sirve de mucho, pero me da tranquilidad y paz».

Confieso que al principio sentí rechazo por Carlos Rafael, que es como se llama este hombre, pero hace poco descubrí que dentro de aquella criatura delgada y de expresión grave, con montones de huellas de orfandad y que a veces ha desordenado la limpieza de la cuadra donde vivo, hay un ser humano que sueña y se enamora, que recuerda y llora como el más delicado de los mortales.

Mientras lavaba botellas y otros objetos que había encontrado en la basura, casi sin sostenerme la mirada, me refirió que nació hace 62 años en Camagüey. Y aunque su mamá lo echó de la casa cuando empezó a concebir hijos, con 16 años, tuvo «la mejor madre del mundo».

En esa ocasión sacó del bolsillo un pequeño libro titulado Pensamientos y me pidió que buscara uno que a él le gustaba mucho porque contaba la historia de alguien que pasó la vida deambulando por el mundo en busca de la felicidad, y finalmente concluyó que ese estado tan añorado estaba precisamente en el hogar que había dejado.

 Me comentó que cada mañana azarosamente consulta ese volumen. Que aunque ya no puede leerlo con nitidez porque necesita espejuelos, de solo descifrar el título ya sabe cuál es la enseñanza y trata de obrar de acuerdo con los principios del texto, pues para él son como una brújula.

Este hombre con tanta tristeza en su mirada, y a quien la calle todavía no ha podido mellarle la salud, trabajó durante casi 20 años como técnico de la construcción en Varadero, con una compañía de Cubanacán, según me aseguró. Perdió su plaza por razones que no quiso contarme, pero sí aclaró que no fue por robar, ni por agredir a nadie.

Su mundo se desconfiguró luego de divorciarse de una mujer que considera maravillosa. Durante esa relación, y mucho más cuando se desvaneció, bebió y erró como un suicida. Se olvidó hasta de la hija que concibieron, como antes había hecho con su primogénito. Ahora ambos viven fuera de la Isla, en latitudes bien distantes uno del otro, pero los dos perdonaron sus faltas. El varón, incluso, lo ayuda de vez en cuando con algún dinero que él gasta en comida y ropa.

A pesar de tantos quebrantos, todavía Carlos Rafael conserva el don de agradecer. Por eso no deja de reconocer a la monjita que lo recogió de la calle mucho antes de que se desatara la pandemia, y le dio abrigo en una de las instituciones que patrocina la Iglesia del Carmen.

Allí trabajó y se incorporó a un movimiento cristiano que aún lo auxilia con algunos productos y dinero. En ese lugar pasó un retiro de tres días, y en el transcurso de ese tiempo combinaba la oración con otras liturgias que lo comprometieron a perfeccionarse como ser humano. Pero un día se olvidó de aquellos votos y armó una disputa en el lugar. Por ese motivo, la misma monja que lo rescató de la calle tuvo que despedirlo.

Además del grifo de mi edificio, frecuenta otro lugar donde sus inquilinos lo dejan dormir en el piso, y hasta le ofrecen comida alguna que otra vez a cambio de que vigile el sitio. Pero eso no es vida, aunque no se queje y diga sentirse el ciudadano más libre de La Habana.

Este hombre —aún con tantos enigmas— es apenas una historia. Una suerte que todos los días me duele. ¿Con qué propósitos anda este hombre en la vida? ¿Tiene alguno o simplemente vaga y rumia su desdicha? ¿Cuántos lo contemplan deambular sin hacer absolutamente nada para ayudarlo a enrumbarse?

¿Acaso su infortunio, y el de otros en similares circunstancias, no debe estremecer a las familias, a los encargados del trabajo social, a los vecinos del barrio y a todo el que se tropieza con esta realidad? Atenderla, entonces, se convierte en un deber moral, en la obligación humana de no dejar que campee el olvido.

 

 

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