Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El moho de la impunidad

Autor:

José Alejandro Rodríguez

La Justicia es una dama con los ojos vendados y una balanza en el centro del fiel. Tradicionalmente se simboliza así, para expresar la imparcialidad y el equilibrado apego al espíritu de la Ley. Pero algunas incómodas cartas recibidas últimamente pondrían a la recta señora con las manos atadas y al borde del infarto, sintiendo cómo sus veredictos pueden troncharse en el camino de la aplicación.

No es alarmismo ni mucho menos, pero sí muy preocupante que esos fallos de los Tribunales, incluido el Supremo de la República de Cuba, sean desconocidos y queden en el papel. Lo sostengo porque tengo en mi poder los testimonios de personas amparadas por las resoluciones de esas venerables magistraturas, que luego no encuentran la voluntad institucional para que se apliquen. Algo así como letra muerta y engavetada. El moho de la impunidad.

Los ejemplos más usuales son en materia de vivienda, ese asunto tan carencial y controvertido en Cuba, a pesar de todos los pesares y todos los esfuerzos. En torno al techo y a la cobija, y espoleadas por la necesidad, no pocas personas, muchas veces hasta con lazos de sangre, optan por la solución de la fuerza para reivindicar sus derechos de posesión. Paredes levantadas de la noche a la mañana, usurpaciones de espacios al vecino, litigios de herencia dirimidos «de a Pepe»... Toda una gama de indisciplinas, ilegalidades y trifulcas no exentas de puñetazos, que terminan en penitenciarías y ante fiscales y jueces, y no siempre encuentran solución al final. Es que la justicia se dicta, pero necesita hacerse también.

Un caso que ya muestra luz roja es el de las ocupaciones ilegales. Lamentablemente el grave problema habitacional, que ahora comienza a tener una esperanza de atención con el resurgimiento de ciertos programas —aunque no de solución inmediata—, ha arrastrado a instintivas familias a optar por la imposición arbitraria de su derecho, afectando el de terceros y en afrenta a las autoridades.

A mi buzón han llegado casos increíbles, como el de cierta persona con una discapacidad, a la cual le han otorgado al menos un humilde cuarto por su vulnerabilidad social. Después de años de gestiones y de espera, cuando ya cree resolver su problema, unos iracundos desesperados ocupan el inmueble, y aquella víctima queda en la calle, y comienza el largo y tortuoso camino de hacer prevalecer el espíritu de la Ley.

Luego de interponer múltiples recursos, al final el afectado puede recibir el espaldarazo hasta del Tribunal Supremo, pero entonces viene el espinoso asunto de la puesta en práctica. El reivindicado se desgasta años de aquí para allá, se le va la vida entre reclamos a las instituciones y autoridades implicadas en la solución, que se deshacen de la responsabilidad como una bola de fuego. Y, mientras tanto, los usurpadores siguen viviendo allí impunemente.

No es solo en vivienda. Se han dado casos de entidades que han expulsado arbitrariamente a un trabajador. Y él, en ejercicio de sus derechos constitucionales, comienza a hacer sus reclamaciones desde el Órgano de Justicia Laboral. Incluso, su caso puede llegar al Tribunal Supremo, este fallar a favor de él, y luego, como si se rigiera por leyes extraterrestres o por inspiración de cacicazgo, la administración desafía todo el andamiaje de la señora con la venda en los ojos y la balanza. No repone a ese trabajador.

Aun cuando no sean mayoritarios, tales desafíos y lagunas nos alertan del peligro que trae la impunidad. Cuando los transgresores vencen al final en aquello de alcanzar por la fuerza sus pretensiones, se resquebraja el peso de la Ley en la conciencia ciudadana; así como se debilitan el orden interno y la disciplina social. Y lo que es peor: se lacera la confianza del ciudadano honesto y respetuoso en ese Estado que lo representa, en la institucionalidad revolucionaria que hemos levantando con sentido de pertenencia, de pueblo que un día reivindicó el poder para ordenar el país y repartir la justicia.

La señora de la balanza requerirá siempre la venda, pero las instituciones ejecutivas no pueden ser imparciales ante el desorden y la desidia. Necesitan los ojos bien abiertos, para hacer prevalecer la Ley, ese derecho de todos por donde pasa el equilibrio de la nación.

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